Ya no recuerdo el año en
que Miguel Indurain ganó su quinto Tour. Tampoco el año en que se retiró. Sé
que a partir de entonces, paulatinamente, mi interés por la carrera francesa
fue menguando. Aun así, siempre que puedo, veo los últimos kilómetros de alguna
de las etapas alpinas y las que discurren por los puertos pirenaicos. Me da la sensación de estar
haciendo el canelo, pero yo erre que erre. Soy consciente, igual que la mayor parte de la
audiencia y de los aficionados que se agolpan en la carretera, de que, como
mínimo, los diez primeros de cada etapa y de la general van puestos hasta las trancas de cualquier sustancia más
o menos invisible que les permita correr
más alto, más fuerte, más rápido. Aun así, año tras año, todos pegados a la
tele, a esperar conocer el nombre del ganador para después, a las pocas
semanas, certificar, como viene siendo habitual, que fulano de tal, ese esforzado héroe de la carretera, referente
de sacrificio y trabajo honesto, hizo trampas para ganar. De hecho, desde
Indurain -y ya ha llovido- no ha habido
edición de la mejor carrera de bicicletas del mundo en la
que el pódium no haya dejado rastro de doping. Debe de ser rentable.
La primera bicicleta que
yo tuve era comunitaria. Nos la
compraron nuestros padres a mi hermano el pequeño, a mi hermana la mayor y a mí
cuando yo tenía 10 años. Me parecía enorme, pero no pasaba de mediana tirando a
pequeña. Nueva, daba gusto verla brillar en azul. No tenía barra en medio pero sí unos aparatosos guardabarros plateados. Sobre
el delantero lucía un pequeño faro circular que funcionaba con dinamo. Una bicicleta de niña, digámoslo claro. Sin embargo, cada noche soñaba con ella, sobre todo las primeras semanas. No había otra. Lo
que más gustaba de esa bicicleta era la forma del manillar-igual que la
cornamenta de los mansos- y los accionamientos de los frenos, que forzosamente
debían ir justo bajo las empuñaduras del
manillar, dispuestos hacia dentro.
Los tres hermanos aprendimos a montar con ella. Papá se pasó algunos domingos completos corriendo detrás de nosotros esquivando los hoyos y las piedras que salpicaban, como un campo minado, un solar de RENFE que había enfrente de casa. Papá sudaba la gota gorda agachado, a paso ligero, sujetando el sillín con la mano derecha y aguantando nuestro cuerpo con la izquierda cada vez que perdíamos el equilibrio y nos íbamos al suelo. No obstante, a papá le costaba más gestionar los turnos que evitar nuestras caídas. Como no teníamos reloj, después de la tercera vuelta reclamábamos, exigíamos indefectible y enérgicamente nuestro turno de biciescuela. No perdonábamos una. Si después de tu tanda de tres vueltas habías conseguido rodar unos metros sin ayuda, mejor para ti. Si no, a matar hormigas.
Pocos años después
empezaron a proliferar las BH con luz y poco antes de vestir pantalones largos,
los dos chicos tuvimos una cada uno, de
color rojo. Mi hermana nunca reclamó la suya. Seguramente ya tenía cosas más
importantes en qué pensar. La roja fue mi segunda bici. Cuando íbamos de vacaciones al pueblo no
podíamos llevarlas, porque facturarlas en 'El Borreguero' costaba una pasta. De manera que
para rodar por los montes, los campos, las peñas, aplastando boñigas de vaca, arreglamos la que tenía mi abuelo Vicente
abandonada en la cuadra, una astifina negra de hierro colado que pesaría bien, bien, unos
25 kilos, marcada en la frente, bajo el manillar, con una chapa roja de plomo
gravada, fechada poco antes a la
Guerra Civil
Aunque aquella bicicleta
en realidad parecía un toro de lidia, la bautizamos como La Burra. Una vez limpia y
enjaezada, parecía confortable a primer avista, mansa, porque todavía conservaba la piel
marrón del sillín triangular, amortiguado en su parte inferior con muelles de
acero, del que colgaba una pequeño maletín, también de piel, que se cerraba con
dos hebillas, donde se guardaban las cubiertas de repuesto, los parches, el
pegamento y dos pequeñas llaves inglesas.
Las ruedas de La Burra debían medir más
de un metro de diámetro y la dinamo que iluminaba el faro cónico era tan grande que cuando la activábamos
sonaba como si fuese una pequeña central
eléctrica, o como si mugiese bravamente.
Unas cuantas veces me dejé los huevos pegados a la barra del cuadro haciendo el cabra por aquellas calles transitadas más por el ganado que por las personas, pero es que pedalear y
gobernar aquel semental de acero, de piel
y de caucho, era realmente arduo, solo apto para iniciados, para hombres hechos
y derechos con arrestos suficientes como para sostenerla sobre la vertical de
la tierra. Por eso, quizá, me sentía tan bien cuando la montaba. Papá la solía
coger a primera hora de la mañana, inmediatamente después de desayunar. Decía:
“¡Me voy a tirar el pantalón!”, lo cual venía a significar, poco más a
menos, que se iba al campo a cagar.
Hace muy poco volví a
verla. Bueno, volví a ver lo que queda de ella. El cuadro y el manillar, de cuyas
horquillas descuelgan los guardabarros,
sobreviven al tiempo, colgados en la pared de la misma cuadra, entre babas del
diablo, telarañas, cubierta de polvo, sin maletín de piel, sin manillar, y lo
que es peor, sin ruedas. Verla así, crucificada y olvidada sobre la piedra, con
los guardabarros vacíos igual que si fuesen
cuencas sin ojos, me hizo
recordar el esqueleto del animal que
muere solo en el corazón de un páramo yermo; el cuerpo inerte de un caballo
amputado; su cráneo blanco, víctima él y
su dueño de criminales anónimos.
Las dos BH’s pasaron
también a la historia. Finalmente una año pudieron viajar al pueblo, no
recuerdo cómo, y allí se quedaron, conviviendo y compartiendo espacio con La
Burra. Es curioso, pero por la roja no
siento nostalgia alguna, aunque rodé mucho y bien con ella. La utilizaba cuando
salíamos de excursión toda la
cuadrilla, por ejemplo a las piscinas
heladas de los pueblos limítrofes, o al
Colgao, un pequeño paraíso, un auténtico lugar ameno, remanso de paz,
agua, y oquedades fantásticas donde Eduardo Chillida disfrutaba junto a su
familia numerosa de su Molino restaurado,
en el que se escondían del mundanal ruido. Ese lugar ya no existe. Ha sucumbido
bajo las palas excavadoras para la construcción de un embalse que se proyectó
hace más de un siglo, en tiempos de Alfonso XIII. Pero esa es otra historia. La
cuestión era que la BH roja pesaba menos, y era más moderna, y por tanto podíamos
hacer mejor el cabra y lucirnos ante las chicas que formaban parte del pelotón.
Ni siquiera esos recuerdos me han provocado
una mínima preocupación por su último
destino. La pobre se fue al otro barrio sin letra mayúscula con la que ser
bautizada. Seguramente, yo por aquel entonces también tenía cosas más
importantes en qué pensar.
Desde entonces, pasó
mucho, mucho tiempo hasta que tuve otra bicicleta, una de montaña. Me la regaló
un buen amigo, un consumado ciclista aficionado, auténtico fanático de las dos
ruedas. Sacó un cuadro de aquí, un manillar de allá, unas buenas amortiguaciones,
trasplantó y encajó a la perfección todos y cada uno de los demás elementos procedentes de bicis muertas
y me fabricó con sus manos un auténtico bólido con el que transitar por
senderos, trialeras, cortafuegos y todo tipo
de caminos, por muy abruptos que fuesen.
Me compré todo el equipaje: casco, mallot, guantes, mochila, y unas gafas de línea aerodinámica que me dotaban de un sorprendente rostro de
velocidad, con las que me sentía todo un campeón. Yo he sido fumador compulsivo y esa bici me
fue muy útil para dejar los dos paquetes de Ducados diarios. Me motivaba
comprobar cómo cada día que rodaba con ella, tosía y escupía menos, avanzaba
más rápido y subía mejor cuestas cada vez
más empinadas. Un día se me ocurrió pensar que podría hacer con ella el camino
de Santiago. Por supuesto, me rajé. Quizá por eso, desde entonces, descansa
plácida en una habitación de casa, como un perro viejo, a salvo de la calle
salvaje, con las dos ruedas deshinchadas, medio volcada y
apoyada contra la pared.
Y la última, rutilante,
hermosa y provocativa bicicleta de mi vida es un regalo de mi amor. Una bici de
paseo, plegable, de ruedas pequeñas, manillar estrecho y sillín alto. Es negra. La marca está
rotulada sobre la diagonal del cuadro
con letras verdes en redondilla. Tiene
un pequeño timbre, muy agudo, que suena igual que una campanilla de hotel. Me
desplazo con ella a través del paseo
marítimo. Me gusta sentir la brisa fresca a primera hora de la mañana mientras pedaleo tranquilo, miro hacia la playa todavía desierta y me
dirijo al bar más madrugador, donde puedo aparcarla tranquilamente y sentarme
una cuantas horas a leer. El bar es bastante cutre, pero en su terraza sopla siempre el aire y se ve el mar enmarcado
por una hermosa bóveda. Lo regenta una familia franco árabe, buena gente: cada día me saludan muy amablemente y me dejan tranquilo, sin
decir ni mu, con un par de cortaditos y
un agua fresquita hasta casi la hora de comer.
Ya no hay bares así en la costa.
No, ya no hay bares así
en la costa, y ya tampoco existe el Colgao, ni mi roja. Sobre la pared de
piedra, en un rincón de la cuadra vieja, los
huesos de La Burra soportan la tortura del tiempo. Todo eso ya es historia, pura
y doliente nostalgia, como la que emerge con rabia cuando uno se pone delante
del televisor para ver sin ilusión como una cuadrilla de tramposos escala el
Tourmalet. Y aún así, insistimos, y nos ponemos frente al televisor adoptando una experimentada desidia de telespectador
escéptico con la que camuflamos el deseo de que este año sí, este año será
limpio. Se parece todo un poco a nuestro presente de
peatones andantes. Por eso el próximo Julio volveré a ver el Tour y en las
próximas elecciones seguramente volveré a votar.
9 comentarios:
La bici no atrae a las chicas.
Yo aprendí por un empujón que me dio un amigo: "O aprendes o te rompes los dientes". Aprendí, pero a mi BH la corrompió el óxido.
La bici de mi hija está en el garaje, muerta de risa..., al igual que la de su padre.
Tu padre, muy fino...sé de uno que dice: "me'n vaig a arrugar la cara..."
En mi pueblo no hay costa, pero sí un bar nuevo de un amigo, el VIA, donde me voy cada tarde a escribir y leer, con toda mi parafernalia en una mochila.
Besos, Ester
No estoy seguro de lo que dices... Conozco chicas que pasan más tiempo en bicicleta que andando
Las bicis suelen ser los medios de transporte que más y mejor ríen
Jajajajajajaja. Está muy bien la frasecita
¡Bares, qué lugares! ¡Qué sería de nosotros sin los bares!
Besos
Casi me maté con la bici, y me tuvieron que coser la cabeza jajjajaja pero a parte de eso guardo buenos recuerdos de hacer bicicross con mi padre por la montaña. Gracias por escribir. Abrazos.
Hola! Tanto tiempo leyéndote y nunca había entrado a decírtelo aquí pero es que, joder, esté donde esté mi bici, (la Roja, esta sí con mayúsculas) ella sabe que la llevo en mi corazón y que es el icono de mi vida y está en mis oraciones aunque no había vuelto a recordar hasta ahora aquella carterita de piel durísima con dos hebillas que siempre, siempre, me raspaba la mano como si mordiera cuando sacaba el contenido, el mismo que el de la tuya, para revisarlo minuciosamente. Daba igual que no hubiera pinchado ni nada, me sentaba en una piedra, tumbaba la bici a mi lado y desafiaba a la carterita periódicamente con tal de mantener en buen estado los artilugios que me convertían en una persona responsable!
¡Te debo una!
Loli, gracias a ti por seguir por aquí. La bici es un gran objeto de añoranzas
¡Salud!
¡Tesa! Por fin te has decidio a darle a "comentarios". Pero si tu eres más atea que La Pasionaria. cómo me voy a creer que le reces a tu bici ;)
Tu comentario es muy bonito, lleno de nostalgia, como corresponde cuando se habla de bicis pasadas. ¿Puedo plagiar el parrafillo del maletín y añadirlo a mi texto ?
De todos modos, muy creíble no es, porque responsable, responsable, no lo has sido mucho (je, je, je)
Bueno, que estoy encantado de que te hayas decidido a escribir aquí.
Un beso muy gordo,otro para tu man y abrazos a toda la parentela.
¡Salud
Plagia, plagia, un honor para mi! ...que yo no soy resp...?! no sabes cómo era mi rollo con la bici, le hablaba y todo. Mis padres no nos dejaban salir mucho pero como la tenía, no me importaba: entre los campos de naranjos llegaba a los pueblos de la contornada. Luego ni entraba, cuando estaba cerca me daba por satisfecha pensando que si podía llegar a Museros, llegaría a donde fuera!
Besos para vosotros, con ganas, ya lo sabes.
Tienes que escribir tu historia con la bici, y también ilustrarla. Te saldría un cuento para niños precioso
¡Más besos!
Creo que las personas tienen estilos diversos y por eso los gustos de las personas son diferentes y les gustan distintas cosas y de esta manera creo que vale la pena ver los diversos estilos. En mi caso me gusta disfrutar con mis propios intereses y sobre todo con comprar distintas cosas y para eso suelo ir a fravega
Publicar un comentario