El lugar
donde nací y me crié está atrapado entre montañas viejas, carreteras, líneas de
ferrocarril, ríos tóxicos y fábricas. Tenía
calle Mayor, campo de fútbol, iglesia de
hormigón, y dos cines: el cine Nuevo y el cine Viejo. Las fábricas ahora se han
multiplicado, son más pequeñas, están dispuestas en naves alineadas en
polígonos industriales, a la vera de la riera,
y se construyeron durante el tiempo
de la reconversión industrial sobre tierras que fueron huertos. Aquellos años, Felipe González cambió el tejido industrial del país a base
de dinero europeo, despidos y jubilaciones anticipadas hasta que cumplió con la
promesa de hacer de España una completa
desconocida para la madre que la parió.
Antes del
desmantelamiento de toda una época, en el lugar donde yo nací había cinco grandes fábricas dentro de la
ciudad en las que trabajaba casi todo el mundo. Todos vivíamos a expensas de los sonidos de las sirenas, que
marcaban los turnos de entrada y salida. Entonces las calles olían a cemento, disolvente y
taladrina y los monos azules ondeaban tendidos en los alambres de los balcones
de los bloques de pisos esparcidos aquí y allá alrededor del centro. La fábrica
estaba tan presente en la cotidianidad y
en el aire que respirábamos que en algunos casos incluso la marca de la empresa bautizaba con su mismo
nombre el barrio donde estaba ubicada y en su área de influencia el aroma ambiental era exclusivo y endémico.
Por eso las
huelgas de los años setenta se vivieron con gran intensidad. Estaban lideradas
por auténticos valientes, héroes audaces, íntegros, que defendían lo suyo, lo
de su familia y lo de todos, aunque al final quienes rentabilizasen los resultados fueron
otros, aquellos que finalmente idearon y ejecutaron la ínclita reconversión.
En casa,
delante de mí y de mis hermanos, nunca se hablaba de eso. Yo nunca le oí a mi
papá decir las palabras lucha, comunista, sindicatos, convenio, pero sí que
supimos lo que era una huelga: negarse todos los trabajadores a la vez, al
mismo tiempo, a trabajar como método de protesta porque les pagaban poco, porque
estaban muchas horas dentro de la fábrica y porque querían negociar las
condiciones de trabajo; también significaba que dejaban de trabajar para conseguir que les
pagasen más por trabajar menos horas, aunque las consecuencia mientras
mantuviesen la huelga eran que no
cobrarían nada, de modo que mientras durase la huelga no podríamos comprar
comida, ni ropa, seríamos cada día un poco más pobres y además papá podría ser
despedido, quedarse sin trabajo para siempre e incluso ir a la cárcel.
Aquella gran huelga en los estertores del
franquismo se mantuvo durante tres meses, hasta que los trabajadores
consiguieron la totalidad de las reivindicaciones y readmitieron a los
cabecillas -a los que por supuesto habían despedido-y lo único que nos dijeron
papá y mamá directamente sobre el asunto era que los sábados no podían darnos la paga semanal que nos servía para ir al cine. Delante de nosotros jamás nos
dijeron nada y si sabíamos o imaginábamos algo era a través de conversaciones
cazadas de manera subrepticia, casi clandestinamente entre tabiques de yeso y
puertas entreabiertas. Quizá, por todo ello, ahora pienso que de alguna manera yo aprendí lo que
era luchar y jugársela, casi sin querer, solamente viviendo.
Después de
aquellos sucesos España se convirtió en
un país normal, si por normalidad entendemos que murió Franco, que llegó la
democracia, que por mucho que lo pedía no me querían vestir con pantalón largo y que mi hermano y yo empezamos a compartir tardes enteras de
domingo en el cine, aventuras excitantes
que luego hacíamos realidad en tremendas luchas onomatopéyicas, hasta la
muerte, con espadas de madera, sombreros de plástico, cuerdas de tender la ropa
y los sillones desvencijados de casa a falta de los parapetos naturales que
ofrecían las montañas del Diablo o los
árboles del bosque de Sherwood.
Las mejores
películas eran las que proyectaban en el cine Viejo. Además, era más barato que
el cine Nuevo, enmoquetado de rojo con asientos de fieltro verde, muy moderno, pero la entrada
costaba 10 pesetas más y de las dos películas que proyectaban, una de ellas no solía
interesarnos, porque los protagonistas hablaban de cosas que no entendíamos, o
porque todo el rato aparecían tipos bajitos y feos haciendo muecas muy poco
graciosas detrás de señoras vestidas solamente con el sujetador y las bragas. Por eso casi siempre
íbamos al cine Viejo. Nos costaba
15 pelas, nos sobraba para comprar pipas y cromos al día siguiente y además -y
no menos importante- podíamos poner los pies en el respaldo del asiento de
delante, que eran de madera vieja.
El programa era de lo más completo: sesión continua
desde las 4 de la tarde hasta las 9 de la noche, con dos películas, por lo
general una del oeste con El Zorro, los hermanos Trinidad, un espagueti
western, y después una de Godzilla, King Kong, o cualquier otro monstruo colosal aplastaciudades.También eran habituales
las de romanos, las de caballeros
medievales de las cruzadas, de ladrones
buenos de prodigiosa puntería con el arco y las flechas, que dejaban siempre en ridículo a reyes malos
con cara de lobo, abusadores de la plebe y usurpadores de tronos. Fumanchú,
Fantomas y Louis de Funes nos hicieron pasar igualmente muy buenos ratos.
El cine Viejo
ofrecía, además, un valor añadido: la repetición de la cartelera, lo
cual ya era el colmo de la felicidad,
porque entonces sí que disfrutábamos la película de verdad: nos avanzábamos todo
el tiempo a los acontecimientos y disfrutábamos con el privilegio de prever
todas las escenas, de modo que sabíamos perfectamente el momento en que, por
ejemplo, el gordo abría la mano y de un tremendo sopapo derribaba al sheriff corrupto; o cuando iba a producirse
la muerte de Godzilla fulminado por el estallido de un volcán, o la llegada de la caballería, o de las
legiones, o de las huestes de Ivanhoe, y entonces prorrumpíamos y saludábamos a
los buenos cabalgando al galope con una buena
salva de aplausos, vítores y manotazos
en los asientos.
Al acabar la sesión mi hermano y yo pasábamos
unos minutos en shock. Primero teníamos que
acomodar nuestra vista a la luz de la calle, ya fuese de las farolas o
del atardecer. Después nos mirábamos y sin decirnos nada ya sabíamos uno y otro
qué personaje queríamos interpretar. Cuando coincidíamos, se imponía mi criterio, que para eso yo era el mayor, a
no ser que mi hermano insistiese. En ese caso negociábamos y si me tocaba ser
el malo le tendría que matar dos veces y después el bueno resucitaría en mi
cuerpo, de manera que los dos, a menudo, acabábamos interpretando los dos
papeles. De hecho, en el camino, antes de llegar a casa, ya empezábamos a
actuar, apareciendo y desapareciendo entre las esquinas o los dinteles de los
comercios y los portales con las manos enlazadas formando la silueta de una
pistola. Al cruzar la puerta nos sometíamos al fastidio de la cena, un
intermedio impostergable, pero después, antes de ir a dormir, atravesábamos el
piso de Norte a Sur y de Este a Oeste unas cuantas veces, al galope,
camuflándonos debajo de las camas, tras los armarios, o parapetados entre las
sillas y el sofá del comedor y luchábamos,
moríamos y matábamos unas cuantas veces, hasta la extenuación, hasta que ya no
nos quedaba saliva de tanto imitar el sonido de los disparos, el choque de las
espadas o el golpe del puño en la cara; hasta
que mamá se hartaba y nos enviaba a la cama porque papá quería ver
tranquilamente el parte.
Entonces
nosotros no lo sabíamos - era una
cuestión que nos importaba bien poco- pero si había algo que nos enseñaba el
programa del cine Viejo es que en la vida había buenos y malos y que los buenos
se la jugaban siempre para ganar a los malos, aun con riesgo para sus vidas
que, por supuesto, nunca perdían, pero que tenían que poner en juego si querían
conseguir que la justicia se alzase con la victoria. Porque si no era así el
mundo dejaba de tener sentido. Incluso en el más exagerado argumento de animales monstruosos asolando
ciudades enteras, pobladas por miles de almas, (o no tan increíble, porque al
fin y al cabo qué es, si no, un bombardeo) acababa por
imponerse el bien, porque alguien decidía comprometerse y actuar con valentía, audacia e inteligencia para
restablecer la paz.
La estrategia
de la memoria es impredecible. De repente te llegan recuerdos como éstos, sin
venir a cuento, sin tener ninguna relación con lo
que uno piensa, con lo que nos inquieta. Y en qué va a estar uno pensando si no es en el presente, y en aguantar, y en contrastar día a día la integridad de nuestra
situación, y en estirar y retractilar la
cabeza como una tortuga, y en caminar despacio, muy despacio, mirando y
comprobando con suma atención dónde ponemos los pies a cada paso.
Han pasado
cerca de 40 años desde los tiempos grises de la huelgas, de aquel tiempo en que los derechos y la libertad se ganaban en la
calle, y en la cárcel, a riesgo seguro de
la integridad física y económica; a
riesgo, muchas veces, de la propia vida. Han pasado cerca de 40 años y en mis recuerdos mis héroes todavía pisan el
suelo de la casa donde nací, se revuelcan, luchan y agonizan sobre el terrazo resbaladizo, gritan con voz
aguda soflamas de victoria, justicia y sacrificio, se intercambian los papeles, y
siempre, siempre, el bien vence al mal, aunque sé -ahora que asumo mi cobardía, ahora
que incluso he renunciado a hacerme el valiente con la grandilocuencia de los
gestos y de las grandes ideas en los bares, ahora que soy incapaz, siquiera, de
participar en una manifestación- ahora sé quién fue realmente el único héroe que pisó ese mismo suelo que todavía, de vez en cuando,
transito de la manera más parecida a la de un pusilánime que camina hacia su destino.
4 comentarios:
La memoria es traicionera. ¿Porqué no me acuerdo de las pelis que iba a ver al cine con mi hermana?
Lo que sí recuerdo es el economato de Renfe de mi abuela. El pan que no falte.
La memoria es como un dinosaurio del que encontramos pocos huesos.
Besos, Ester
Ya sabes lo que escribió Monterroso:
"Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí"
De todos modos, yo no quería hablar de la memoria, quería hablar de la cobardía.
Un beso fuerte Ester
me parece de lo mejor que has escrito ultimamente. Me ha encantado!
Muchas gracias Roy
¡Cómo me gusta que te guste!
Besssosssss
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