jueves, 12 de agosto de 2010

Mar de fondo


El Mediterráneo es un mar viejo, un anciano venerable que guarda sus batallas en el fondo y que sólo se las cuenta a quien de verdad quiere escucharlas. Todavía queda algún rincón en el que se puede estar sentado frente a frente contra el horizonte, sobre las rocas de algún acantilado, en algún saliente recóndito, sintiendo el azote de la brisa en la cara, contemplando el vuelo inquietante de la gaviota que tutela nuestro paso por la vida. En esos momentos uno puede escoger puntos infinitos hacia dónde mirar y asombrarse de la cantidad de azules diferentes que pueden nacer de la luz; uno puede jugar a guiar con la mirada, como si estuviese equipada con un inusitado poder telequinésico, el velero que navega justo sobre la línea del horizonte, y atraerlo hacia nosotros para que no desaparezca y evitar así que se precipite en la fabuloso ocaso de la nada que se esconde tras el final. Y si el velero nos obedece y viene, asustarnos por el poder que acabamos de descubrir. Pero si finalmente el barco desaparece tras el horizonte, lamentaremos su pérdida y podremos imaginar el asombro, el miedo, o quién sabe si la paz de la tripulación al experimentar el momento justo de la caída, la audición del ruido ensordecedor pocas millas antes de llegar al borde de la gran catarata marina que precipita con furia inusitada todas las aguas oceánicas hacia el abismo de lo desconocido, desde donde, que se sepa, nadie ha vuelto.

Uno puede ser más modesto, cerrar los ojos, dejar que el aire humedezca la piel y acompañar con la mente el ritmo cadencioso de la música con el que las olas chocan contra la roca, allá abajo, y hacia dentro. Así, permaneciendo en un estado de quietud, dejándonos llevar, podremos sentir bajo nuestros pies los golpes secos que van y vienen con la precisión de un diapasón, resonando bajo nuestros pies con un eco acuoso, cóncavo: el martilleo preciso, constante y paciente excavando la roca para la creación secular de oscuras oquedades, lecho de sirenas promiscuas o refugios de contrabandistas pero, sobre todo, cuevas del tiempo, porque en esos ignotos escondrijos marinos, esculpidos por la fuerza del agua en su ir y venir eterno, reposan las horas y los minutos que hemos perdido para siempre en nuestro afán por hacer deprisa lo que requiere un océano de espacios, de momentos, de y mil y un instantes detenidos para pensar y nuevamente de vuelta hacia la pared colosal, así hasta que el eco contenido, apenas percibido entre el estruendo, indique que otro pedacito de roca ha caído al mar arrastrada por la espuma de la ola que volverá con fuerzas renovadas apenas recupere unos metros para tomar impulso.

Por eso, al abrir los ojos fijo la mirada a lo largo del acantilado, y entonces me maravilla la belleza de la vejez mediterránea expresada en el cobre verdoso de las aristas nobles, ya poco afiladas, que siglos atrás dieron buena cuenta de naves tripuladas por marinos imprudentes, hombres con el destino escrito en la frente, nieblas fatales, guerras sanguinarias, galernas cómplices. Antaño, cuchillos como escarpias de mortal puñalada, el arma propiciatoria de los suicidas por amor, de cuyas almas la ola se ayuda para horadar el arrecife que será, con paciencia de dioses, el cobijo del tiempo.

Pero si de verdad queremos conocer al viejo mar, es indispensable estar allí de noche, lejos de cualquier luz artificial. Porque entonces se produce una inversión fabulosa, extraña, casi fantástica, y las leyes de la física pierden todo vigor, carecen de autoridad, y la arbitrariedad de las palabras que nombran día a las horas con el sol y noche a las horas con la luna, sin que nadie les haya dicho nunca que así deben hacerlo, se desmorona igual que si fuese el fundamento astronómico divino de un dogma de fe. Y es que en la noche el cielo es el reflejo negro del mar y las estrellas, en realidad, son el recuerdo de los destellos de la luz del sol en el agua. De ahí que cuando hay luna llena, se pueda afirmar, sin ningún temor a la herejía, que amanece en toda la Tierra y, durante esos instantes, si pudiésemos asomarnos a las cuevas antiguas en donde habita el tiempo, veríamos las almas de los condenados por amor explicándose y mostrando sin pudor los tormentos y las cicatrices de la pasión .

Vuelvo mañana

16 comentarios:

Anónimo dijo...

La luna es la reina del mar y cuando está llena ejerce todo su poder y domina y aumenta las mareas, y el mismo efecto tiene sobre la sangre que es el mar de nuestro universo corporal,las aguas las vuelve bravas y los pensamientos apasionados porque las oleadas de sangre llegan con fuerza desde los corazones y despiertan las emociones dormidas.L.

Jesús Garrido dijo...

perdón, llegué por accidente, estaba hablando con mi amiga cuando un inoportuno mosquito se ha detenido en la pantalla de mi teléfono móvil, echaré un vistazo a su blog, [el mosquito ha muerto, lo ha chafao]

Eastriver dijo...

Justo homenaje. Todos los colores de una paleta en un mar. He estado unos dias en Grecia, fascinante azul el de las islas, claridad sorprendente la de aquel Mediterraneo, limpio y profundo. Un abrazo. ¿No estaras emprenyat por nuestro reciente rifi-rafe? Un abrazo.

Anónimo dijo...

El Mediterráneo, tan hermoso como traicionero...

Salud!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

L
Yo también soy un poco lunático, sí, y a veces noto su influjo. Un baño en la noche a la luz de luna es una sobredosis.
¡Salud!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Jesús
Bendito mosquito que te ha traido por aquí. Espero que estés a gusto. Yo, este verano, tengo la pierna acribillada. Parece que esté pasando de nuevo el sarampión.
¡Salud!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Ramon
En Grecia está la cuna. Siempre he imaginado que en alguna de sus islas manó la primera fuente que vertió su agua para formar el Mediterráneo.

Yo no me enfado por esos rifi-rafes. La verdad es que los disfruto porque cuando las ideas se enfrentan en máxima tensión es cuando se saca provecho de ellas. Las personas que nos creemos de izquierdas tenemos que recuperar la radicalidad con la que se actuó hece años, despojarnos de discursos ajenos y conseguir poner los debates que nos interesan encima de la mesa. Es decir, recuperar la iniciativa.

¡Salud!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Ataulfa
Así es , tan bello y tan peligroso, lo cual acentúa su belleza
¡Salud!

Eastriver dijo...

Vale, a por la radicalidad pues. Puedes leer mi entrada Libertad con ira en el blog Grito de Lobos. Pienso lo mismo. Y me decia recientemente Camino que, efectivamente, sin ira no hay iniciativa, porque la ira es la rabia que te lleva al movimiento. Un abrazo.

Is@Hz dijo...

Muy poético y emocionante. Me ha encantado, como siempre. Un saludo..

Carlos dijo...

Hermosas palabras a nuestro noble y sufrido mar,agua que ha regado nuestra cultura. Cuando oigo mediterráneo siento placer porque en mi cabeza se mobilizan los más agradables pensamientos, desde evocadores recuerdos a legendarias historias (me encanta ese nuevo mito que has creado del mediterráneo surgiendo como fuente de una isla griega). Un abrazo.

El Pobrecitohablador del Siglo XXI dijo...

Ramo. Estoy de acuerdo con Camino : primero la ira, pero después la inteligencia para vehicularla.
¡Salud!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Is@z
Un abrazo fuerte
¡Salud!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Carlos
Gracias por estar ahí de nuevo.
Después de escribir la respuesta al comentario de Ramón vi que quizá debí hablar de la fuente. Pero ya sabes, las cosas surgen cuando surgen. Me la guardo para otra, quizá para cuando visite Grecia
¡salud!

Isabel Martínez Barquero dijo...

Precioso texto que nos trae la evocación de un mar tan querido por todos los que vivimos a su vera.

Y sí, en Grecia, en la contemplación del azul sin igual del Egeo, sentí que allí estaba la fuente. Sobre todo, me impactó el ciclópeo Canal de Corinto, donde se tienden un largo brazo el Egeo y el Jónico.

Me gusta tu vena lírica, Mariano.

Salud.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Isabel
Nuestro Mar, con el posesivo antiguo, que nos lo devuelve y nos responsabiliza. Es como la plaza en donde nos encontramos un buen puñado de barrios, cada cual en su banco, sin fiarnos demasiado los unos de los otros.

¡Salud!