En mi tercera infancia, cuando el tiempo del verano era eterno sin yo saberlo, me invadía una inexplicable e intensa sensación de miedo inconsolable si el repicar de la primera campanada de la medianoche me sorprendía despierto en la cama. Entonces una espesa congoja se apoderaba de mí y me zafaba con la manta de franela hasta el cuello. Al sonar la tercera y la cuarta campanada el terror aumentaba, el corazón latía frenético y yo apretaba fuerte la manta con las manos protegiéndome de un posible ataque. Pero las campanas seguían tocando, una tras otra, quedas, espaciadas, y a mí me parecía que esa era la señal emitida desde los avernos para que la maldad, en sus múltiples formas, se apoderase de la noche del pueblo, y después de danzar bajo la penumbra exigua de las luces que alumbraban inútilmente las esquinas de sus calles, se colase por entre las gateras, las grietas de las paredes y las aberturas de las ventanas mal ajustadas como olores de cementerio, igual que viento helado, o un humo inteligente de poderosa conciencia que, una vez en el interior de las casas, se transfiguraría en formas demoníacas, seres horrendos, en pequeños espíritus maléficos contra los que era inútil alegar infancia, pureza, ausencia de pecado, cruces, ajos, ensalmos, balas de plata, oraciones y exorcismos. Allí estaba yo sin más protección que la de mi manta y las manos con las que me tapaba los oídos en un intento vano de dejar de oír la medianoche que imponía la torre del campanario, como si la sordera inducida actuase a modo de contraseña de sangre escrita con rabo de toro sobre la puerta, y las tribus de súcubos inclementes, poco dados al diálogo y al perdón, pasasen de largo y decidiesen dejarme vivo una noche más. Sentía pánico a un mordisco en el cuello, a que un bicho endemoniado surgiese de debajo de la cama, se deslizase como serpiente cornuda por los barrotes de hierro; a escuchar el sonido escamoso de su cuerpo trepando y yo bajo la manta, paralizado, sin saber qué hacer, sin gritar, ni pedir auxilio, en una insufrible e interminable espera; quieto, latente, en silencio, padeciendo una horrorosa expectación ante la proximidad segura del olor de un aliento corrupto sobre mi cara; del silbido blasfemo que produce la saliva relamida entre dos colmillos afilados; del inminente descubrimiento fatal de la naturaleza viscosa de la bestia que al disponerse a ejecutar la misión que dicta su naturaleza dejaría caer sobre mis ojos cerrados la baba caliente, gástrica, de un ansia insaciable. Eso me daba miedo, mucho miedo, pero lo que realmente me espantaba era que tras el mordisco, el dolor, y la sangre fluyendo desde mis venas hacia el estómago bilioso del trasguero, me convirtiese yo en una suerte de gomia, de tarasca alada que pasease su dantesca desnudez esquelética por las noches del pueblo absorbiendo la vida a sus aldeanos y -lo que era peor- de mi propia familia, justo cuando el badajo de la campana del reloj golpease la primera de las campanadas de la medianoche.
De manera que los minutos inmediatamente posteriores a las doce dadas la tensión era máxima. Abría los ojos, aguzaba el oído como un cárabo en el páramo y mantenía la manta muy ceñida al cuello, con las dos manos, con toda la fuerza de que era capaz. Cualquier ruido que se oyese en la casa, por pequeño que fuese, obligaba a trabajar al límite todos mis sentidos. Hasta que el reloj tocaba la solitaria y lacónica campanada de la una, que concluía y cerraba el periodo de acecho, amenaza y pavor. Entonces, todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo se relajaban, sacaba los brazos por fuera de la zafada, respiraba profundamente dos o tres veces y, antes de que se oyese el primer cuarto, ya estaba durmiendo. Una noche más, me había librado del tormento, del tortuoso viaje eterno del que solamente se vuelve en las noches de verano, convertido en sanguinario papón, esbirro de Satán. Al despertar, el nuevo día casi siempre era luminoso, limpio, salpicado por alguna nube despistada. Tomaba en la cocina un gran tazón de leche recién ordeñada, con la que mojaba pedazos de pan de la hogaza del día anterior. Casi sin oír el “¡Andai con cuidado!” de mi abuela, salía escopeteado a la calle, todavía con el borde de los labios blanco y, mientras resolvía brevemente la disyuntiva de ir a las eras a por tábanos o a cazar ranas, una duda mucho más importante me asaltaba y me inquietaba durante unos instantes: ¿Quién habrá sido la víctima esta noche pasada? No me daba tiempo a encontrar la respuesta porque en segundos llegaba algún amigo con su bicicleta. Yo cogía la mía y subíamos la cuesta de la Iglesia en dirección al pilón en donde abrevaba el ganado. Mi amigo se había adelantado un poco y aupándose sobre el sillín y girando la cabeza me decía a gritos que conocía un nido de aguilucho. Yo hacía como que le escuchaba, asintiendo, pero en realidad miraba disimuladamente hacia la torre y, entre resoplidos y pedaladas, me juraba a mi mismo que esa noche, antes de las once, ya estaría durmiendo.
Vuelvo mañana
16 comentarios:
Soberbio relato, MJ.
Buena historía de miedo infantil. Se nota que nos hacemos mayores porque esos miedos ya han desaparecido,ahora tenemos otros diferentes,cómo llegar a fín de mes, es uno de ellos.L.
Me ha parecido muy bonito. Y me ha remitido a ciertos terrores infantiles, hoy en día sumamente melancólicos.
Con este tenso y perfecto relato le has otorgado cierta dignidad a aquellos niños que aún se cobijan en las sábanas para intentar salvarse de esos terrores nocturnos y que, bajo la mirada de unos padres que han olvidado ya los suyos, hasta se sienten injustamente avergonzados sin poder evitarlo. Gracias en nombre de mi hijo.
Y gracias también en nombre de los adultos que de vez en cuando también miramos bajo la cama... en cualquier caso el escenario que describes querido Mariano, ¿se presta a terrores tan góticos?... Besos desde debajo de la torre de la Iglesia. No hay cárabos, pero este año sí dos cigüeñas que no se han debido ir en invierno.
Y gracias también en nombre de los adultos que de vez en cuando también miramos bajo la cama... en cualquier caso el escenario que describes querido Mariano, ¿se presta a terrores tan góticos?... Besos desde debajo de la torre de la Iglesia. No hay cárabos, pero este año sí dos cigüeñas que no se han debido ir en invierno.
Ataulfa, gracias.La verdad es que ha sido como volver a escuchar las 12 campanadas
¡Salud!
L.
No tan mayores. Para estas cosas siempre andamos metidos en edad. Un poco de viaje con la memoria y enseguida somos otra vez niños.
¿El fin de mes? Sí, un mal sueño más, pero en otro plano. ¿no crees? El de los recuerdos borra el peor, al menos momentáneamente.
¡salud!
Is@z
¿Sabes? ahora los mayores intentan racionalizarselo todo a sus hijos: 'los monstruos no existen'. Yo creo que es bueno que cada cual se enfrente a sus miedos solo, desde pequeñito, y que aprenda a pasarlo mal con sus fantasmas. Es un buen aprendizaje para enfrentarse después con otros mucho más reales, los que crea la experiencia y el discurrir de la vida.
Me ruborizas, Is@z. Gracias a ti por tus palabras. El agradecimiento que escribes es una de las cosas más bonitas que le han ocurrido a este blog. Un fuerte abrazo
¡Salud!
Ramon, ¡¡bonito!! (??) No me pega leer de tus palabras ese adjetivo.
Yo, la verdad, me he quitado de encima la manta del cuello, de una vez por todas. He exorcizado las 12campanadas. Aunque es verdad, tienes razón, junto el sueño duerme la melancolía de un tiempo que nunca volverá
¡Salud!
Belen
Si tu supieras los miedos que he pasado yo de noche bajo esa torre. Aunque después, a medida que los años fueron cayendo, los miedos se convirtieron en pura juerga. ¡Qué te voy a contar!
Y en cuanto a las cigüeñas, no sé si sabes que en Castrillo les dan 'papeles' para que se queden todo el año. El cigüeño del Pedrosillo casó por conveniencia con la cigüeña del Rif, y ahí andan, mas felices que dos perdices.
¡Salud!
¡Qué pena, Verdad?
Estos días, en que recupero tantísimas sensaciones, a menudo pienso en todo cuanto se ha robado a la infancia actual o reciente. Yo aquí vivo escuchando (a ratos, cuando las percibo) el tañido de las campanas... De niña, me estremecían especialmente las que tocaban a muerto, tan contundentes y solas, por distuintas y a deshoras...
Un abrazo!
Es verdad Ana, el toque de campanas a muerto es certero. Suena realmente a final, a muerte, desconsuelo, una tristeza que lo ocupa todo durante mucho, mucho tiempo.
A los niños, hoy, también les imponemos la ausencia de la muerte en la vida. Recuerdo, cuando niño, que al morir alguien, éramos los primeros en estar a la orilla del agujero en donde se enterraba al difunto, y viviamos en primera persona el ruido de los primeros puñados de tierra cayendo sobre el féretro.
¡Salud!
Débase disponer la cartela de “fe de erratas”: donde decía “Exhultabunt osa Humiliata” debe decir “Exhultabunt ossa Humiliata”. Corrección que manifiesta mi inadaptación al tiempo de la arroba, máxime cuando en mis días ésta hacía referencia a una medida de peso, resultando que mi escasa formación se ve cargada con unos 11,5 Kg., más de @nalfabetismo. La tierra encubre y –de tal suerte- descubre.
Cuando se marchita la amapola arrancada a mi pecho, en otro de mis recientes abandonos, he vislumbrado otras formas, otros modos: estructuras antropoides llenas de un vacío que, cada vez más consentido, eleva a expresión artística la preeminencia del espacio en detrimento de lo corpóreo. Quedo complacido al gran Oteiza porque su creación no difiera tanto de los sueños mordidos a la tierra.
Luego, escuchando el tañido de “las campanas a media noche” imaginé que tus miedos se hubieran desvanecido en mi tierra, donde el recogimiento tenía lugar al toque de oración y el aire, en el compás espaciado del golpeo, quedaba perfumado con aroma de bronce repicado.
Como ayer, las campanas siguen tocando, tal vez más lastimadas. Sin embargo, un poco más allá de éste ayer, en el instante en que el carrete devana el cordel y el primer toque hermana los badajos de lo temporal y espiritual, tensando de entre sus faldas acorazadas un falo metálico que logra templarse sin alcanzar, casi nunca, verticalidad, se despliega el sentir mental de sus receptores. El tintineo genera sonidos que informan, callan y acallan, ordenan y mandan, pregonan, elevan, atemorizan y marcan. Sonidos que reposan y despiertan, se hunden y levantan. Toques que suavizan, golpean, enjugan, declaran y amortajan.
Los repiques y volteos lo cubren todo: el alba y la penumbra, el yantar y el rezo, las mantillas de fiesta y de luto, las capas de la “res pública”. La campana procura velatorio en su clamor, refugio en el tentenublo, solidaridad en el toque a desmán, estructura temporal en el de oración, beso en el de la celebración del amor.
Sonidos que hoy, en silencio, resuenan con reminiscencias de antaño y trasladan – a unos pocos- al sentir de la esencia de la misma vida.
Sonidos que retumban, se quejan, duermen y velan. Sonidos que, por más que suenen, no siempre son oídos. Sonidos que sepultados viven.
¡Cuidémonos!
Débase disponer la cartela de “fe de erratas”: donde decía “Exhultabunt osa Humiliata” debe decir “Exhultabunt ossa Humiliata”. Corrección que manifiesta mi inadaptación al tiempo de la arroba, máxime cuando en mis días ésta hacía referencia a una medida de peso, resultando que mi escasa formación se ve cargada con unos 11,5 Kg., más de @nalfabetismo. La tierra encubre y –de tal suerte- descubre.
Cuando se marchita la amapola arrancada a mi pecho, en otro de mis recientes abandonos, he vislumbrado otras formas, otros modos: estructuras antropoides llenas de un vacío que, cada vez más consentido, eleva a expresión artística la preeminencia del espacio en detrimento de lo corpóreo. Quedo complacido al gran Oteiza porque su creación no difiera tanto de los sueños mordidos a la tierra.
Luego, escuchando el tañido de “las campanas a media noche” imaginé que tus miedos se hubieran desvanecido en mi tierra, donde el recogimiento tenía lugar al toque de oración y el aire, en el compás espaciado del golpeo, quedaba perfumado con aroma de bronce repicado.
Como ayer, las campanas siguen tocando, tal vez más lastimadas. Sin embargo, un poco más allá de éste ayer, en el instante en que el carrete devana el cordel y el primer toque hermana los badajos de lo temporal y espiritual, tensando de entre sus faldas acorazadas un falo metálico que logra templarse sin alcanzar, casi nunca, verticalidad, se despliega el sentir mental de sus receptores. El tintineo genera sonidos que informan, callan y acallan, ordenan y mandan, pregonan, elevan, atemorizan y marcan. Sonidos que reposan y despiertan, se hunden y levantan. Toques que suavizan, golpean, enjugan, declaran y amortajan.
Los repiques y volteos lo cubren todo: el alba y la penumbra, el yantar y el rezo, las mantillas de fiesta y de luto, las capas de la “res pública”. La campana procura velatorio en su clamor, refugio en el tentenublo, solidaridad en el toque a desmán, estructura temporal en el de oración, beso en el de la celebración del amor.
Sonidos que hoy, en silencio, resuenan con reminiscencias de antaño y trasladan – a unos pocos- al sentir de la esencia de la misma vida.
Sonidos que retumban, se quejan, duermen y velan. Sonidos que, por más que suenen, no siempre son oídos. Sonidos que sepultados viven.
¡Cuidémonos!
Que intensidad, quien quieras que seas. Condensación máxima de las palabras. Hay que leerte con detenimiento, pero en el primer alcance presiento una especial sensibilidad hacia el espacio y el espíritu, desprecio a los asideros de la material, comprensión hacia la muerte: por eso las campanas de las torres tocan, cada día que pasa, más tristes, o quien sabe si con el desdén de la costumbre asumida.
Y si, dejé mis miedos, y tantas otras cosas, en tu tierra... santa tierra de las primeras veces!!
¡Salud amig@!
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