jueves, 9 de octubre de 2008

El Campo de Belchite (3) Pueblo viejo de Belchite

Casi le pedí permiso al cielo para salir a visitar el pueblo viejo de Belchite. Estaba oscuro como boca de lobo y los relámpagos caían, como disparos, uno tras otro, a discreción. La tormenta era inminente. Sin embargo, fui capaz de pensar en que Goya creó su Coloso, el Golem hispánico, porque conocía el poder de la guerra y la crueldad de la tormenta en estas tierras.

Finalmente me decidí y salí, como un francotirador camuflado. Nadie dijo nunca que el diablo habita en el cielo. Si no es así, habita en el pueblo viejo de Belchite, donde marea el olor a azufre quemado y a pólvora retestinada. Todo, en ese rincón muerto del mundo, huele a madera podrida y excremento de perro; a ropa ajada y trapo sucio; a sangre cocida y viento de tormenta, a tierra embarrada antes de que le toque, ni si quiera, una gota de agua.

Muchas de las calles del viejo Belchite, no hace más de 40 años, todavía escuchaban la charla de sus gentes. De algunas chimeneas fluía el humo y los arcos recordaban al forastero la condición de Villa. Hay fotografías, datadas en 1962, que dan testimonio de que las casas integradas en el llamado Arco de de la Villa, la del padre de los Juanicos, la de Teodoro el Serranico, la de los Marines, la de Mariano Castillón y la de Trinchán, todavía estaban habitadas. Gracias al estupendo trabajo realizado por Jaime Cinca, Guillermo Allanegui y Ángel Archilla, publicado en el libro “El Viejo Belchite, la agonía de un pueblo” podemos ver hoy un ilustrativo conjunto de fotografías que demuestran que, en realidad, a Belchite le hirió la guerra y fue rematado por la rapiña, la dejadez y la voluntad aparcada de las autoridades de uno y otro bando.

Según los tres autores del libro, al finalizar la Guerra Civil, la mitad de los edificios del viejo Belchite quedó dañada y el 30% completamente destruidos. Aún así, después de 1939, los edificios que quedaron en pie continuaron acogiendo a algunos belchitanos. Durante mucho tiempo lo que se destruyó, en buena parte, se rehabilitó para acomodar mejor a los paisanos que poco a poco volvían a dar vida al pueblo. Hasta 1954, año en que Franco, el tirano, inauguró el nuevo Belchite, construido por Dragados y Construcciones con las vidas de más de 1200 prisioneros políticos. Durante 10 años más, hasta 1964, vivieron algunos belchitanos en el pueblo viejo. A partir de entonces nadie se hizo cargo de su conservación y quedó huérfano, a merced de chatarreros y gentes que se ganaban unos duros con la venta de tubos, verjas, pasamanería, cables eléctricos y todo lo que tuviese algún valor. Ni siquiera se apuntalaron los edificios. Ni entonces, ni hace 30 años ni ahora.

En democracia nadie ha movido un dedo. Algunos políticos han intentado un par de veces la declaración de patrimonio de la Humanidad (parace ser que sin la eficaz testarudez maña con la que se ha conseguido la Expo). Se han redactado ambiciosos y prometedores proyectos en papel mojado y se ha llevado a cabo alguna restauración puntual, como la que ahora se está dando en el arco de la Villa. Nada. Así es que Belchite viejo es ahora una escombrera, el hábitat de fantasmas indigentes que se mueven a sus anchas entre montoncitos de cascotes acumulados en las calles, producidos en el derrumbe paulatino y mortecino, sordo, de las paredes de las casas. Ni un triste letrero, ni un triste plano, ni una propuesta, ni una explicación, ni una placa con tres palabras que llame la atención de centenares de visitantes que cada año se acercan a la Iglesia de San Agustín y, al poco, salen corriendo en estampida, tristes, avergonzados. Porque para pasear por el viejo Belchite hace falta valor.

Llegué por la parte norte, dejando a un lado el Arco de la Villa y con el corazón en la garganta. Había ansiado durante mucho tiempo aquel momento. Había idealizado aquel lugar. Lo coloqué en el alma hace años, como un monumento a la memoria, a la dignidad de todos los hombres y de todas las mujeres que hacemos la historia muriendo. Y matando.

Pero ocurrió que al entrar, imprudente, en el espacio que perteneció a la Iglesia de San Agustín; ocurrió que al seguir camino por la Calle de Sagasta y cruzar la Calle Mayor , y divisar desde allí, de pié, sobre un montón de ladrillo, yeso y piedra, la Torre del Reloj y la famosa torre de San Martín de Tours; ocurrió que, al detenerme durante un par de minutos en aquella cima del desperdicio, lo que sentí fue una larga y desagradable arcada y un miedo intenso. Ante mí se presentaba un panorama desolador, el paisaje del exterminio. La bóveda de la Iglesia: el esqueleto pelado de una ballena varada; las vigas caídas en las calles: huesos secos, huecos, restos de un festín pantagruélico. El alacrán resbalando entre las tejas caídas; la pintada anarquista en color azul y la frase insolente, como el vómito de un borracho; el pasquín fascista, amarillo, de orín antiguo; el ladrillo rojo partido; hierbajos a los lados del camino; la culebra serpentea entre los hierbajos; la rata huye de la culebra; montañas y más montañas de cascotes al pie del recuerdo de las fachadas; el graznar del cuervo negro y el vuelo del buitre en la tormenta. Ni un alma. Mis pasos, miedo, rabia; olvidar cómo se hace una lágrima.

Ni los pueblos hundidos en pantanos, al emerger gracias a las sequías, presentan un aspecto tan lamentable. No. Aquel no era lugar para homenajes, ni para la emoción, ni para el recuerdo. Aquel era un lugar para el apareamiento de perros, para la heroína en vena, para el refugio criminal. Aquel era un lugar del que se huye. En tiempos de paz. ¡Pueblo viejo de Belchite!.

Vuelvo mañana

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Certero!!!

Anónimo dijo...

Envidio el movimiento ondulado y suave de tu pluma, para poder gritar mis pensamientos