Después de la esquela, el cuerpo me pedía empezar con una frase que construí ayer con un buen amigo. La frase en cuestión se nos ocurrió dándole vueltas a la cerveza fría que bebíamos a la sombra del porche de una casita al ladito del mar, minutos antes del mediodía, rebosantes del optimismo que se respira en ese momento del día en que todavía se disfruta del fresquito de la mañana mediterránea, pero en que ya se intuye el bochorno que no tardará en caer.
"Mi vida transcurre entre alambiques de la Estrella y botellines de Mahön"
"Mi vida transcurre entre alambiques de la Estrella y botellines de Mahön"
Mi buen amigo y yo pensamos que, con una frase como esa, una historia se escribe sola; sencillamente hay que dejar discurrir la punta de la pluma sobre el papel para que trace las letras y las palabras y las frases que construirán una narración estupenda. Aunque pensándolo bien, la historia empieza mal porque empieza bebida, haciendo eses, y es muy difícil seguir las eses de una vida bebida. Esto no se lo dije a mi amigo, aunque él lo adivinó. Solamente hizo falta que nos mirásemos para entender que la frase no iba a ninguna parte sin un poco de lucidez. Así es que corrí al frigorífico y justo en el momento en que tronaba en la radio del vecino el Ángelus de la COPE abrí dos botellines más. Entonces pensé que si en mi siglo, en el siglo XIX, hubiesen existido las neveras, ni al rey Carlos ni al rey Borbón se les hubiese ocurrido luchar por el trono ni hubiesen organizado tal carnicería.
Y eso fue todo lo que dio de si la frase del alambique porque, poco después, mi amigo desapareció y reapareció en un santianmén con sendas raciones de gambitas frescas de Palamós, con sus bigotes y sus negros ojos saltones, todo puesto en su sitio, sobre dos platillos blancos y mojadas en una prometedora agüilla rosada. Y es que la imaginación tiene sus límites y en este caso los marcó la esencia del mar concentrada en la cabeza de aquellos bichos deliciosos. Y los dos botellines, más los dos anteriores, y el olor de unas doradas que muy despacito se cocinaban en las brasas de la barbacoa del jardín. Ahí, justo ahí, en ese preciso instante, acabó por liquidarse la potencialidad de la frase. Poquito después, el aceite de oliva virgen y un blanco Barbadillo congelado harían los honores.
Vuelvo mañana
El cuadro que ilustra esto es de la sevillana Ana Porras. Hay más obras suyas en http://anaporras.blogspot.com/
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