miércoles, 16 de julio de 2008

Saudade


Llevo casi dos siglos sufriendo la ausencia de Dolores. Quizás por eso me llamó la atención, tan poderosamente, una pequeña esquela que publicó el diario El Pais el pasado domingo. Me he atrevido a imaginar a su autor, gallego, portugués, o brasileño. Espero que me perdone, aunque sé que jamás leerá estas líneas.

La primera de las noches en que durmió solo soñó que asistía al entierro del amor de su vida. Pero en realidad soñaba que recordaba, porque al despertar empapado en sudor sintió el espanto del hueco frío a su lado y un leve olor familiar que poco a poco se esfumaba entre las cortinas abiertas de aquel verano inolvidable. Alargó el brazo hacia el espacio vacío del otro extremo de la cama y vio, notó, y pensó, en un instante de dolor supremo, que aquella iba a ser la nueva realidad ausente a la que debería enfrentarse durante el resto de sus días. Encogió de nuevo el brazo y se acurrucó en posición fetal, como si quisiese regresar a la hora del nacimiento, en una especie de conjuro de vida ejecutado en el gesto, un repliegue protector, inútil, frente a la muerte y a la agonía que había tenido lugar allí mismo. A pesar del dolor, como pudo, casi sonámbulo, se levantó y caminó descalzo, torpemente, a través del pasillo, guiándose a ciegas, palpando con las manos las paredes y los dinteles que atravesaba. Llegó al balcón atraído por el leve frescor de la mañana que se colaba entre las puertas abiertas y que parecía aliviarle el ahogo, las punzadas, las arcadas y la necesidad horrible, fisiológica de echar todo el estómago en medio de un gran espasmo. Vio las hojas del árbol que cada verano protegían la vivienda del sol y le parecieron pieles muertas, sin vida; pensó que las hojas eran prisioneros muertos de una guerra perdida, que habían sido colgadas así, de manera ejemplar, para recordarnos quién manda aquí, quién gana esta puta mentira y quién la va a ganar siempre. Quiso gritar, pateó la pared del balcón, golpeó la baranda, y finalmente se dejó caer al suelo rendido, vencido. Pero al caer, su rostro rozó el cactus que ella cuidaba con mimo. Casi ni sintió la herida que le produjo; el hilo de sangre que le nació de la sien fue dibujando un camino en la piel, resbalando por el cuello, por el costado, hasta que al llegar al muslo se percató de que algo le había herido. Miró con ojos idos el recorrido de la sangre y en un gesto desganado y casi hipnótico, desbarató el dibujo con el dedo índice. Observó la mancha que le dejó en la yema y frotando con el pulgar la estuvo amasando como cerciorándose de que realmente se trataba de sangre de su cuerpo. Sorprendido, se levantó y a trompicones corrió con urgencia hacia la cocina tropezando y arramblando con todos los muebles que encontraba a su paso. Al llegar, abrió el primer cajón y sacó de allí un pequeño cuchillo que a ella le gustaba utilizar cuando cocinaba. Lo miró brevemente y segundo después empezó a acariciarse la cara con la punta de la pequeña navaja, tímidamente, de arriba hacia abajo, desde los párpados hasta el mentón, produciéndose cortes a lo largo del rostro. Poco después, cuando ya casi no había centímetro de la piel sin herir, cuando toda la cara era ya una máscara de sangre, dejó caer el cuchillo al suelo sorprendido en un fugaz instante de lucidez, seguramente producida por el tremendo escozor que empezaba a sufrir. Fue entonces cuando se mojó de nuevo el dedo índice con la sangre que le manaba de las mejillas para escribir con él, sobre las baldosas blancas de la cocina, “A tua saudade corta como aço de navaia”.

Vuelvo mañana

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