jueves, 20 de septiembre de 2007

El hacha de Dostoviesky (I)

El ejercicio de la literatura conlleva algunos serios peligros o, digámoslo de otra manera, para no alarmar, algunos serios inconvenientes - más bien, efectos secundarios. Uno de ellos viene dado, directamente, por el mismo hecho de la lectura y es el desperdicio, el derroche, el arrojo a manos llenas de tiempo a la basura sin que nos importe separar plástico, latas, vidrio, papel o materia orgánica; calidad o pastiche; policiaca o "En busca del tiempo perdido": el mejor aviso que nadie que se dedicó a esto pudo ofrecer al mundo y, en especial, a almas de cántaro como yo, quien en la cúspide de máxima tensión narrativa de la mejor de las novelas rusas, hace un alto en la lectura, fija sus ojos en el cielo y es capaz de derramar una lágrima por la vieja usurera que muere víctima del hachazo inmisericorde del estudiante Raskolnikov. Esa lágrima, en realidad, es el aviso que la naturaleza nos brinda para que seamos capaces de traducir su señal inéquivoca que nos dice que estamos perdiendo el tiempo. que ni una sola de las palabras enlazadas dentro de sublimes frases, ni uno solo de los párrafos que nos han permitidio viajar décadas de tiempo, vivir experiencias que ni soñando podriamos vivir, nos va a servir para una puta mierda.

He aquí el primer peligro: Leer la obra completa de Dovstoviesky, por poner un ejemplo, no sirve absolutamente para nada. A lo sumo, para desperdiciar de manera pecaminosamente insostenible 30 días de la vida de cualquier ser humano. ¡Válgame Dios! ¡Tal y como están las cosas! Porque, seamos sinceros. ¿Qué es lo que realmente ocurre cuando pasamos la última de las páginas del mejor de los libros que podamos imaginar leer? Si el lector está avezado en la lectura, saldrá al balcón, encenderá un pitillo y entre chupada y chupada reflexionará sobre el final, las motivaciones de unos y de otros, la voz narrativa, el estilo, el tema (solo a veces) y, antes de lanzar la colilla -que ejerce la misma función que el clitoris o el pene en la masturbación- se esfuerza en guardar en su memoria, durante dos o tres días, el nombre del héroe o de la heroina. Al tercer día, ya enfrascado en otra novela, si te he visto no me acuerdo. Suelen quedar muy bien los escritores de fama que al comentar algun libro ajeno lanzan frases, máximas y citas aquí y allá, en suplementos dominicales y tertulias radiofónicas; pero es que éstos juegan con ventaja porque su tiempo es la literatura misma y no es de este mundo, o porque directamente tiran de negro o de agente machaca que les tiene catalogadas centenares de frases afortunadas, bien ordenaditas, por temas de actualidad o de pensamiento, o de sentimiento, según la imagen que quieran dar de sí mismos. Por ejemplo: para los de aire nostágico, tirando a tristones, de rictus serio y chispa inteligente (a mi estos me encantan) no hay nadie como Kafka o Pessoa. Para los filósofos metidos a polemistas, ya sensentones y grandes masturbadores, muy mirados de su ombligo, lo mejor es Julio Verne o el mismísimo Stevenson. Si de lo que se trata es de pintarte con trazo oxeniense, bien metido en declinaciones y lana merina a cuadros, sentado en púrpuras butacas y fumando pipa, lo mejor es citar frases de detective de novela policiaca, algo del guión de "Casablanca" o, directamente, inventarse autores encontrados en librerías de viejo (inglesas, claro). Si el autor en cuestión pretende parecer sumamente sensible, la más delicada de las criaturas de Dios, el alma frágil con cierto tufillo a viciosillo, ahí debe aparecer el inventario catuliano con unas gotas Kavafis, sin olvidar el toque andalusí. Aunque aquí, en España, pudimos encontrar también estilos más castizos, más genuinos, y ya fenecidos, que son los de aspirante a noble pedorro o el arrinconado quevedo de siglo XX con bufanda al cuello. Estos solían aludir a sus capacidades intestinales o al dulce tamaño de pera de los pechos puberes que siempre quisieron tocar. A estos, agradecimientos sin límite, por siempre, allá donde estén, por mostrarse tal y como eran para así poder odiarlos sin cargo de conciencia.

De todos modos, aquí, en España, lo más es citar a Ortega. Le va bien a todo el mundo. De hecho no entiendo como a nadie se le ha ocurrido editar un libro de citas del reaccionario de Don José, mencionado y admirado, dicho sea de paso, a izquierdas y a derechas, y siempre en boca de escritores, políticos, clérigos (!Dios Santo¡) estudiantes y estudiantillos, que es el escalafón más bajo de las personas que frecuentan las numerosas casas de citas que existen en nuestro país. Vuelvo mañana

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