jueves, 1 de agosto de 2024

El apóstata

 


Sobre el Doctor Iturrioz no sabemos mucho; que gracias al verbo se hizo hombre a finales del siglo XIX en algún lugar del norte de  España; que ejerció la medicina y que era un furibundo antisemita por la vía nihilista nietzscheana. Ni siquiera sabemos su nombre. Ha pasado a la Historia como un individuo indisolublemente asociado al sobrino a quien alecciona: Andrés Hurtado. Quiero decir que sin Hurtado no existiría el incisivo Iturrioz. Le necesita para ser. Así son las criaturas literarias. Esa es su condición indefectible. Se rumorea, incluso que, en realidad, el ínclito tío Iturrioz no es más que un trasunto del escritor Pío Baroja, su propio padre en calidad de putativo, de modo que en ese extraño vínculo paternofilial que confiere al creador la carnalidad bifronte de padre e hijo, vislumbramos el misterio de la santísima dualidad.

Traigo a colación al eximio doctor porque hace unos días mantuve un encuentro con un amigo al que hacía tiempo que no veía. Miento, le había visto de vez en cuando, pero nos habíamos despachado con unos minutos de conversación banal sobre la sequía, el trabajo, los hijos, la situación política y la última serie. Después, cada cual a sus cosas y hasta la próxima. Y eso no es verse, es un puro trámite.

Sentarnos, mirarnos, reconocernos; obviar el paso del tiempo; construirnos con los minutos una mampara virtual blindada contra ruidos o injerencias; confluir en la voluntad de llegar al fondo, de escucharnos activamente, de hablar sin cortapisas desde la raíz de las ideas, sin temor al error, a la rectificación, abiertos a razones y sinrazones, a tumba abierta, sin más límite que el respeto y sin más precaución que la alarma anti adhominem activada. No es fácil. Es extraordinariamente difícil. Sólo apto para valientes, para amigos valientes. Por eso un encuentro al estilo Iturrioz-Hurtado es tan poco habitual.

Tampoco es habitual que ese tipo de reuniones entre dos personas se den espontáneamente, pero así es como sucedió; fue la coincidencia del momento y del lugar y sobre todo, la disposición de toda una tarde por delante y la voluntad cómplice de hablar de verdad. Un bar podría haber estado bien, pero nos habíamos encontrado cerca de mi casa, de manera que le propuse subir y tomarnos algo.  En ese momento, sin decirlo, los dos intuíamos que iba a ser una tarde especial, de esas que hacía tiempo que no disfrutábamos, larga y al mismo tiempo corta, inolvidable.

Coloqué una botella de whisky y dos vasos en el centro de la mesa redonda de la cocina. Mi cocina está bien para charlar. La ilumina un amplio ventanal tras el que veo evolucionar durante todo el año un hermoso almez frondoso, repletas sus ramas de hojas verdes. Dentro de poco ofrecerán a las tórtolas y a los gorriones sus pequeñas celtinas moradas. En unos meses perderá los frutos, y su verdor, y el invierno finalmente le despojará y aparecerá un buen día con las ramas desnudas, cumpliendo así, año tras año, con su ciclo.

-Qué hermoso es y qué bien estás aquí- me dijo Andrés nada más sentarse.
No lo había mencionado. Andrés es el nombre de pila de mi amigo. Sí, casualidades de la vida

-¿Quieres hielo?-Le ofrecí- Este de la etiqueta roja yo lo prefiero frío. Así el trago es más largo y la botella aguanta más.

Andrés asintió. Tintinearon los cubitos en el cristal.

-Mira, haz como yo –le propuse- prueba a colocar el vaso frente a tus ojos y apunta hacia la ventana. La luz que se refracta en el relieve del cristal convierte el interior del vaso en una especie de planeta extraño, un lugar como de ensueño  

- Es la transfiguración del whisky

-No te reconozco. Tú blasfemando con un whisky en la mano- le reproché sonriendo.

-No, en serio, no bromeo. Bueno, quizás algo sí. Aunque en verdad lo que uno ve a través del vaso no es lo que es en realidad. El color cambia. El verde del almez lo ocupa todo y el licor se rompe, como solidificado, en formas extrañas. ¿Has leído ese cuento de Lovecraft en el que unos insensatos exploran un lugar extrañísimo, salpicado de prismas gigantescos? Pues en eso se ha convertido mi whisky, se ha transfigurado en un infierno verde, como ese del que habla Benjamín Labatut, “Un verdor terrible” ¿Lo has leído? Muy recomendable, pero léelo con mucho ojo. Puedes acabar en coma.

Andrés se puso el borde del vaso en los labios y dio un buen trago

-¡Ah! ¡Entra bien! Siempre mes gustó el Johny Walker. Nunca defrauda. No hay nada como meter el dedo en la llaga para constatar la verdad- añadió con un amago de burla en el gesto.

-¿Ves? Otra vez lo has hecho.

-¿El qué?

-Tomarte a chufla tus propias creencias-incidí-.

Me miró, pero inmediatamente bajó los ojos y durante unos segundos se dedicó a mover el contenido del vaso con el dedo, lo chupó con fruición, bebió otro sorbo, y me respondió, mirándome muy fijamente

-Ya sabes que entre los heterodoxos soy el campeón. Pero tanto da. Yo ya no creo

-Que no crees en qué -repliqué.

-En Dios. Yo ya no creo en Dios

Andrés dejó el vaso sobre la mesa, se acercó a la ventana y se dedicó a observar fijamente, de espaldas a mí, el viento suave agitando levemente sus ramas.

-¿Estás bien?- me interesé tras un instante de silencio

-Estoy mejor que nunca. Me encuentro como Dios.

Algo que constaté, al menos, en apariencia, al poder ver de nuevo su expresión, abierta, serena y relajada. Me dispuse entonces, a interrogarle de nuevo. Andrés se caracterizaba por la solidez de sus convicciones, ya fuesen religiosas, éticas y hasta políticas. Yo le conocía desde que era un niño, y creo que, en parte, había levantado un muro de defensa, porque temía traicionarse a sí mismo, y porque temía que los demás aprovechasen alguna incoherencia en su proceder. Además, trasladaba la lealtad en la relación con los suyos a sí mismo, a sus valores y a sus creencias. Yo siempre le decía que era creyente por cabezón, por una tozudez propia de su carácter. De hecho, el modo en cómo se desenvolvía y entendía la vida a menudo chocan con los preceptos de la Iglesia para con sus feligreses. Tanto es así que la critica duramente, con frecuencia y sin paños calientes. Suele afirmar abiertamente, sin ningún tipo de complejo, que es la institución que más y mejor ha asesinado en la historia de la humanidad.

-Hoy estás ocurrente, Andrés. Lo celebro- aseveré medio riendo.

-No, no es una frase hecha, y tampoco un chiste fácil. No pretendía hacer ninguna gracia. Es que es así, textual. A lo máximo que un pobre mortal puede aspirar es a estar como Dios. Siempre ha hecho lo que le ha salido del centro de su santa saya. Nadie en la Tierra y en el cielo tan libre como Dios y ¿para qué le sirve, cómo utiliza esa libertad, ese privilegio supremo?  Nunca hizo nada, por nadie. ¡Un vago es lo que es Dios, un indolente! Todopoderoso, dicen. Su hijo fue hombre y dejó que lo torturasen, lo humillasen y lo mataran. Se reían de él cuando estaba en la cruz. ¿Recuerdas? “Si eres el hijo de Dios, por qué no viene tu padre a salvarte”, y se reían a carcajadas, mientras su hijo agonizaba, y él nada, haciendo de Dios. No es más que un gandul negligente

-Espera, espera -le interrumpí, mientras reponía los dos vasos- Tú no has dejado de creer. Lo que te pasa es que no te gusta el modo en el que existe.

Mi amigo frunció algo los labios. Creo que le costaba encontrar una respuesta. La halló dentro del vaso, mientras veía flotar el hielo.

-¿Recuerdas aquella chica que conocí en Alcolea?- me preguntó

-Claro que la recuerdo. Preciosa, inteligente, simpática, un dechado de virtudes. Pero aquello no cuajó

-No, no cuajó. Me hizo algunas trastadas y dejé de creer en ella.

-No sé qué intentas decirme, Andrés. No has respondido a mi pregunta.

-¡Claro que te he respondido! Por lo que me ha llegado de algún conocido, se casó bien, y tiene familia, y vive estupendamente. Quiero decirte que no sólo existe, sino que ha generado dos existencias nuevas, pero al mismo tiempo no existe, porque yo dejé de creer en ella. Voy a ser más rotundo todavía.  Si un día de estos me traicionases, Judas, al instante dejarías de existir. No serías ni espíritu ni materia. No serías. Ni aunque te cruzases conmigo en la calle. Sencillamente no te vería.

Prorrumpí una gran carcajada. Aquello sí que había estado gracioso

-Te has vuelto un platónico de tomo y lomo.

Ahora fue mi amigo quien me regaló su risa y en medio de su carcajada, seguí.

-¡Un platónico que tiende a lo místico! Vamos a ver, querido ¿Cuándo has visto tu a Dios?

-Esa es una pregunta trampa que los ateos hacéis siempre a los creyentes, como si la razón y la materialidad lo pudiesen explicar todo y al quedarnos sin posibilidad de dar una respuesta racional probaseis su inexistencia; pero yo ya no me siento concernido. Me da exactamente igual. Me resulta indiferente si un creyente ve o no ve a Dios. ¡Qué más da! ¡Claro que no! Nunca lo vi, porque no hay tal Dios.  Sinceramente, de haberme preguntado esto hace un par de meses te hubiese respondido en clave mística o animista, que siempre funciona, ya sabes, en plan franciscano, que si la naturaleza, que si el viento, que si mi gato, que el trino de un jilguero, que si allí donde hay amor ves a Dios, y todas esas zarandajas, que no son más que zarandajas, lenitivos existenciales, coartadas infantiles,  cuentos chinos.

-Madre mía, Andrés, veo que vas muy en serio; no va a ser sol de un día.

-Pero vamos a ver. A ti no tengo que convencerte de nada, porque nunca has creído, de manera que felicidades, chico, eso que tienes ganado.

Los dos vasos se habían vaciado. El whisky, líquido, del color de la miel, tentadoramente real, reclamaba nuestra atención. Repuse el hielo y lo regué generosamente, escuchando cómo crujía. Creo que era el tercero que nos servíamos. Empezaba a atardecer porque la luz poco a poco adquiría tonalidades anaranjadas.

-Pero podría haber creído –le respondí tras el trago, fresco, recién escanciado-. De hecho, tenía todos los números para ser un creyente prototípico. Mis padres de misa dominical y ayuno durante toda la Cuaresma y yo a misa cada domingo, con ellos, hasta que me pusieron pantalones largos, y ahí ya dije que no. Bautizado, primera comunión y confirmado.

-Lo tuyo tiene mérito, sí. Con ese currículo tienes ganados los altares y un lugar en el santoral. ¡San Judas, virgen y mártir!

-Ja, ja. Muy gracioso. Hay más: tres ejercicios espirituales y dos Pascuas Jóvenes. ¡La gran juerga! Como ves, tengo garantizado el papado.  En serio, yo creo que no creo gracias a ese empeño de todo lo que me rodeaba por hacerme creer. Casi me sale un trabalenguas. Te puedo asegurar que a pesar de ese cimiento tan rabiosamente cristiano sobre el que me construyeron, lo tuve clarísimo desde jovencito. No, no hay Dios. ¿Cómo va a haber Dios? A veces me pregunto cómo a estas alturas gran parte de la humanidad continúa creyendo, aunque os he respetado y os he compadecido siempre.

-Pues de mí ya no tienes que compadecerte.  No, efectivamente, no hay Dios.

-Me muero de curiosidad por saber cómo has llegado tu a esa conclusión después de toda una vida. Tienes ya sesenta años, amigo, y no es fácil deshacerse de algo así, de algo que, presumo, ha ejercido y estoy seguro que todavía ejerce una fuerza brutal en tu interior.

-El mensaje, y el ejemplo.

-¿El mensaje? ¿Qué ejemplo?

-El amor. Dios hecho hombre, sacrificando su vida, sometiéndose a tormento por toda la humanidad para que prevalezca el bien. La justicia para con los vulnerables, el reinado de la moralidad benéfica y benevolente, la denuncia del fariseísmo, de la avaricia y de la ambición, la exaltación de la bondad y de la igualdad.   A mí todo lo demás me ha traído sin cuidado, la parafernalia, la retórica cristiana, esa grandilocuencia medieval que la Iglesia muestra en sus templos, auténticos monumentos a la soberbia. He visitado infinidad de catedrales y siempre he creído que allí dentro nunca estuvo Dios. La imagen de un obispo es estremecedora. Es lo contrario al Nazareno. Es la oronda púrpura dorada frente a la escuálida dignidad del harapo. Una catedral es la casa del diablo.

Se hizo un instante de silencio mientras admirábamos la luz tostada colándose entre las ramas del almez, ahora quietas, como si estuviésemos observando una fotografía. Había algo de hipnótico en el árbol llenándose de atardecer, como si toda la luz del final de día se hubiera concentrado en sus hojas y el universo en su totalidad permaneciese a la espera del desenlace de aquel ocaso. Por un momento creí que íbamos a entrar en éxtasis y que la voz profunda del viejo Dios de las zarzas ardientes nos impondría el castigo de las siete plagas, o las llamas eternas del infierno. Me repuse de aquel instante entre stendhaliano y apocalíptico y me senté. Andrés permaneció algunos segundos más en pie, frente al almez, hasta contemplar cómo se diluía el último rastro de fulgor y el árbol recobraba su verdor natural. Finalmente me imitó y al sentarse apuró en los vasos lo poco que quedaba de licor. Me pareció ver en el gesto al verterlo esa especie de necesidad perentoria que suelen expresar algunos personajes en el cine cuando precisan de la ayuda de un trago para asimilar o afrontar momentos dramáticos, verdades desgarradoras. Por eso rompí aquel minuto de silencio y me dirigí a él con cierta preocupación por su estado.

-¿Te encuentras bien, Andrés?

-Sí, me encuentro perfectamente. ¿Por qué no había de estarlo?

-Me pareció verte algo afectado.

-¿Por qué? ¿Por admitir y expresar lo mismo que tu sabes desde hace años? ¿Por ser coherente con mi idea de justicia?

-No. Por abjurar de tu Dios. Es normal. Llegar a la conclusión de su inexistencia no tiene que ser plato de buen gusto. Castillos más grandes que tu han caído en depresión profunda por mucho menos.

-¡No digas bobadas! -me espetó Andrés. ¿Crees que voy a sumirme en la melancolía, que me siento el héroe destruido de una tragedia, de un drama unamuniano. ¿Qué soy ahora algo así como un San Manuel Bueno? ¿Crees que voy a sentir ahora la tristeza del huérfano, que me voy a entregar a una postración desamparada?...

-Perdona, hombre, tampoco es para que te pongas así- le reproché, interrumpiendo a tiempo su ráfaga interrogante.

-Tienes razón. Discúlpame. Es el Johny Walker, que desata mi archiconocida vehemencia

-Pues fíjate, Andrés, que aunque quizás nos sobre una copa, de no estar afectado no me hubieses hablado así, y perdona que insista…

-No, te lo aseguro. Es más, para ser sincero, ya me gustaría estar apesadumbrado, retorcerme de dolor existencial, aparecer ante ti como un ser atormentado, digna víctima romántica de una tragedia. De ese modo quizás llenaría de sentido algo que no lo tiene. De hecho me siento mejor que nunca, liberado y liviano, poderoso. Ya te lo dije antes. Yo soy Dios, no en el sentido espiritual, o religioso, ni siquiera en el nietszcheano. Soy Dios porque soy el único dueño y responsable de mis actos; porque yo sí que soy clemente y compasivo. Y me da exactamente igual el tiempo perdido, los rezos inútiles, toda la teodicea a la que he sometido mi pensamiento justificando lo que no contiene ni siquiera la potencia de justificación.

-Ahora me he perdido. No sé lo que quieres decir.

-¿Sabes cómo he llegado a esto?

-Te lo he preguntado un par de veces, Andrés, pero me tienes dando vueltas.

-Cada día de mi vida he rezado. En privado. Yo nunca he sido practicante. He actuado y he vivido mi creencia como una especie de cuáquero posmoderno. A nadie le interesa mi creencia más que a mí, y ni tengo la obligación del proselitismo ni del acto público de fe, y menos todavía de compartir esa estupidez del sacrificio místico del cuerpo y la sangre, ese teatro de barrio anacrónico con ínfulas trascendentales. Yo era un convencido de que Dios estaba en mí y ante mí, siempre, con naturalidad, sin aspavientos.

-Doy fe.

-Muy gracioso.

-No, de verdad, te conozco y sé que siempre ha sido así. Ignoraba lo del rezo, pero no me extraña. Perdona, decías…

Andrés se puso en pie de nuevo y retomó su reflexión después de mi inoportuna interrupción mientras caminaba rodeando la mesa una y otra vez. Parecía que así hilaba mejor sus disquisiciones. Es una costumbre que tiene, sobre todo cuando habla por teléfono; en este caso, creo que le ayudaba a recordar la cadena de causas y efectos que convergió en una decisión tan trascendente como la que nos ocupaba la charla.

 -No te rías: He rezado en la ducha, en el garaje, mientras conduzco, en medio del mar, caminando por el campo, bajo la nieve…

-No me río. Ni se me ocurre. ¿Cómo puedes creer que yo me voy a reír de algo así? No lo entiendo, pero lo respeto profundamente.

-Pero ya se acabó.

-Rezar.

-Sí, rezar. Se acabó rezar. Se finí. Kaput, The end.¿Cuánta gente crees que reza? ¿Decenas, centenares de millones de personas cada día?

-Probablemente

-En ese intento humano masivo y diario de comunicación con un ser omnipotente, misericordioso, indulgente, que sacrificó a su propio hijo por toda la humanidad, jamás, ¿me oyes?  jamás nadie ha obtenido la más mínima prueba de reciprocidad, y no creas que he esperado respuestas fonéticas, o señales cósmicas, o el milagro de Lázaro. Quiero decirte que nunca ha respondido a las llamadas desesperadas de auxilio y conmiseración de la especie humana porque no está, porque más allá de la materialidad de los hechos no hay nadie. Y prefiero constatar la nada a pensar que en realidad es un ser despreciable, cruel y despiadado.

-¿Quieres decir que alguna vez has creído en Dios como una especie de peticionario al que solicitar favores?

-Alguna vez, no. Siempre. ¿Acaso te sorprende?

-Pues hombre, un poco. La gente suele creer en Dios por miedo.

-Miedo, a qué.

-Miedo a la muerte. Para un creyente Dios es el salvoconducto de otra vida, de la continuidad. Nos produce pavor constatar que finalmente seremos alimento de insectos, tanto nosotros como nuestros seres queridos, a los que no veremos nunca más, a no ser por Dios, que nos rescata de la muerte y nos proporciona la vida eterna. Por eso es necesario. Por eso el hombre tuvo la necesidad de la creación de Dios.

-Mi creencia no se basaba en ese motivo. Lo que haya, si es que algo hay después de la muerte, me la trae bastante al pairo. La muerte no me da miedo y si hay algo más allá de la vida llegado el momento ya lo descubriré. Yo le temo al dolor, al propio y al ajeno. Al dolor físico, por supuesto, y también al dolor de la pérdida. Quiero decir que lo que me produce una tristeza inconsolable es imaginar a los míos ante mi cadáver, pero no mi propia muerte.  Por eso rezaba, entre otras cosas, para solicitarle que nadie de los míos viviese la experiencia de la muerte desde la vida. A cambio, yo era un buen chico, una buena persona, digno seguidor del mensaje de Cristo, de ese mensaje de amor que el mismo Dios se pasa a diario por el arco del triunfo. Dios es como los políticos, que divorcian el verbo de la acción.  

-Es decir, que tu creencia era pura economía de mercado, una especie de negocio que mantenías con Dios. Algo así como el convencimiento de un 'yo te rezo' y 'tú me asistes'; yo me porto bien y tu me recompensas con tu protección y tu clemencia. Perdóname, Andrés, pero creí que tu credo era algo más espiritual. Ese modo de creer me recuerda algo al funcionamiento de la mafia.

-Es posible. Siento defraudarte. Eso sí, hay una diferencia fundamental: cuando le plantas cara al Padrino un buen día aparecen sus esbirros, te dan una somanta de palos, te pegan un tiro y se acabó la historia. Sin embargo, cuando niegas la existencia de Dios te conviertes en responsable de ti mismo, asumes la mierda que somos y sigues con tu vida, como puedas. Nadie te lanza un rayo y te deja frito sobre la tierra, porque no hay nadie. Yo ya no soportaba más ver a diario niños descuartizados en Palestina, un genocidio retransmitido en directo, desde las redes sociales. Y rezaba, y decía, Dios, para esto. Dios, no lo permitas. Dios, tanto dolor, tanta crueldad, tanto sufrimiento. ¡Detenlos, por tu amor, por tu hijo que murió en la cruz y dio su vida por nosotros!  Ni caso. Cada día más destrucción, mayor infamia. Cada día más muertos, más sufrimiento. ¿Dónde está Dios? ¿Dónde diablos está Dios?

En aquel punto volvimos al silencio. Tras semejante confesión no sabía qué decir. Compadecía a mi amigo, pero no se lo podía decir. La compasión no cabe entre amigos. Se sentó de nuevo.   Ya sólo quedaba el agua del hielo derretido en los vasos, que mirábamos como esperando un milagro, con los ojos muy abiertos y la cabeza humillada hacia la mesa. Vi la mano de Andrés convertirse en un puño.

-El almez ya está oscuro. Ya no hay luz-  casi susurré, por tender un hilo al que sujetar aquel momento triste y restablecer un poco los ánimos.

Mi amigo alzó la cabeza, bebió del agua manchada, chasqueó la lengua y miró hacia la ventana.

-Ahora se ve tal como es, sin el artificio del atardecer- Hablaba sosegado, tranquilo. Ya el puño se deshizo y la mano reposó en la mesa- Sin luz todo recupera su naturaleza, su verdad. Qué curioso, ¿no te parece?  La oscuridad nos ayuda a ver. Parece un tópico, ya sabes, eso de que los ciegos ven mejor porque ven desde dentro, pero lo cierto es que ese almez es ahora más real que hace una hora, cuando el sol lo camuflaba y lo transformaba en un objeto poético.

-Es posible, pero era un almez antes y lo sigue siendo ahora. Estamos viendo el mismo árbol que hace cuatro whiskies...

-… más un trago de agua. ¡Qué mal sabe, por cierto!

-Podríamos salir a cenar algo, y seguimos con esto- Propuse. Ya me dolía el culo de estar sentado. La silla, a pesar del cojín, no era muy cómoda. Un día de estos las cambio

-No me apetece comer. Bebería otro trago.

-Como quieras, Andrés.

-Pues venga, vayámonos. Pero una cuestión importante, antes de que se me olvide. Ahora empezarás a enumerar los argumentos racionales por los cuales es una estupidez creer. Ahórratelos, porque me los sé todos, y te diré más, todos y cada uno de ellos son irrebatibles, de manera que por ahí no va haber debate posible.

-Eras un creyente un tanto atípico.

-Yo creía en un Dios bondadoso, un Dios como un padre, que cuida de sus hijos, los entiende, les ayuda. A veces es posible que se produzcan decepciones, mutuas decepciones, pero el vínculo de amor entre un padre y un hijo siempre prevalece, lo aguanta todo. De manera que si Dios no es así, no es, y por tanto es otra cosa, es el diablo.

-Entonces crees en el diablo.

-El mal es perseverante, consistente, permanente. El bien es contingente. Primo Levi lo vivió en carne propia. Los que estuvieron en Auschwitchz saben que Dios no existe. ¿Y qué es Palestina sino otro Auschwitchz?

-La historia del mundo está plagada de matanza y destrucción, Andrés. No eres lo que se dice una persona poco leída. ¿Por qué precisamente ahora? ¿Qué ha ocurrido en Palestina que no haya sucedido en otros momentos de la historia como para detonar tu apostasía? ¿Por qué te ha afectado de eso modo?

-Ahora te lo explico. Venga, vayámonos. Quizás sí que estaría bien tapear algo con una copa de vino.

-Me alegro de que entres razón.

-¡Jajaja!Tú también vas sobrado de gracejo hoy, amigo.

-Venga, anda, pasa. Vamos aquí cerca, a la vuelta de la esquina. Preparan un morro frito que quita el sentido.

Y nos fuimos. Volví a casa tarde, un par de horas antes del amanecer. Me senté en la mesa de la cocina a tomar un café mientras observaba cómo la luz de una farola dibujaba sombras superpuestas en las hojas del almez. Me pregunté qué estaría pensando Andrés justo en ese momento.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Pues sí, parece que el mal sí existe. El bien, mejor dicho, el Bien, la mayor parte de las veces es otra cara del mal, o del Mal: en su nombre se cometen casi todas las tropelías. Así que frente al Bien y al Mal sólo nos queda la posibilidad de la bondad, que se escribe con minúscula, que suele nadar contracorriente y actuar con discreción, anónima y desapercibida. Andiamo

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Por supuesto que existe. La bondad, sí, la única salida.
Estamos muy solos, amig@
¡Salud!