jueves, 18 de julio de 2019

El vicio del sueño



Por arreglarte una cosa te estropean otra. Así son los médicos. Y es que hasta hace poco yo vivía feliz  gracias a los pequeños  placeres de la vida. Pero un buen día me encontré con que  los hijos habían crecido lo suficiente como para despojarme de mi soberanía y, sutilmente, sin que apenas me percatase, me convirtieron en la diana de sus preocupaciones. 

Lo peor del asunto no es que se preocupen de uno. Bien mirado, incluso se agradece. Lo peor es que no sé si su desazón es sincera o quizás impostada. He llegado a sospechar que se trata de una venganza cocida a fuego lento a lo largo de los años,  probablemente debida a  todas las órdenes arbitrarias con las que les he dirigido buena parte de su vida.

Sea como fuere, la cosa es que una mañana de junio me  vi sentado en la sala de espera de  una fría consulta, expectante e inquieto. Dicen que ya no soy el de antes, porque toso a menudo y mi respiración se oye desde lejos, y  parece que me canso… y un sinfín más de síntomas y miserias  fisiológicas  de las que ellos se creen a salvo. 

Pero el destino estaba escrito. Aquella mañana fue decisiva. Todo cambió.  El médico, el brazo ejecutor del desquite  filial,  me prohibió  taxativamente  una de esas satisfacciones que me redimen del mundo, de las horas interminables sentado en el balcón, de la conversación tediosa con los pocos amigos que me quedan,  de las malas novelas, del régimen bajo en grasas y de ese humillante hilo de orina goteada que se precipita cada media hora  contra el borde de la tapa del retrete.

Efectivamente. De buenas a primeras, me quedé sin tabaco. ¡La abstinencia es terrible! Es tan penetrante  la nostalgia del humo surgiendo de mi interior que a las pocas semanas me sorprendí  soñándome  a mí mismo  aspirando dulce  tabaco de pipa, humedeciendo en los labios un magnífico habano mientras observo extasiado su incandescencia, o  leyendo en silencio mientras sostengo entre los dedos o descuelgo entre los labios, despreocupadamente,  un hermoso  cigarrillo. 

El sueño me resultaba tan placentero y profundo que una mañana, poco antes de despertar,  mi superyó surgió con toda la fuerza de su poder y sin consultar a aquel hombre débil, acabado y  humillado que yo era,  decidió  tomar  las riendas de mi vida para recuperar mi autoridad emancipada.

Y desde aquel maravilloso no despertar de finales de junio, aquí yazgo, tranquilo y estable, en un permanente coma vaporoso,  con la autoestima recobrada,  fumando a todas horas, indemne, inmune a la nicotina y a los alquitranes, a salvo de los reproches, de las caras largas, de las preocupaciones ajenas y de las sentencias abusivas del médico. 

Sí, he resuelto residir  en esta narcosis  perpetua, en un sueño infinito rebosante  de humo espeso y aromático, a pesar de los lamentos inconsolables de los hijos, que se acercan junto  a mi cuerpo inconsciente, implorando  al médico que haga algo. Pero lo siento, ya no hay nada que hacer. Aquí permaneceré,  tendido sobre mi cama, catatónico a voluntad, emancipado, disfrutando de mis placeres soberanos, soñando que fumo, fumando en mi sueño perenne  hasta el día que me falte la vida.

La ilustración es de Carlos Merchán. Se titula “Viejo fumando”. La he encontrado en su blog  http://carlosmerchansolopintura.blogspot.com/2011/06/viejo-fumando.html

2 comentarios:

Fackel dijo...

Ay, amigo. Haya mucho, algo o nada de ficción en el relato, es tan verídico...Me ha gustado la manera de desarrollarlo. Y como se tocan puntos que a ciertas edades vamos comprobando, tu entrada me sensibiliza un poco más. ¿O me apacigua?

Gracias.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

¡Hola Fackel!
Bueno, es ficticio. Yo todavía no soy prostático, pero todo se andará. Por eso, como bien dices, creo que en buena parte el relato es verídico, sobre todo por la pérdida de la soberanía, y el empeño de los hijos en hacer del cuerpo de sus padres mayores una cárcel, y todo para evitarse problemas y molestias. Al final siempre nos quedará el sueño emancipador.

Gracias a ti por pasar y participar.
¡Salud!