A pesar de nuestra
arrogancia, a pesar de las conclusiones o las meras especulaciones que leemos
en innumerables estudios profusamente documentados, el punto culminante de
progreso en la historia de la humanidad, a partir del cual todo ha devenido en
una incontenible decadencia, fue el día en el que uno de nuestros ancestros
silueteó una figura antropomórfica sobre las paredes de la caverna, sin pretender ni sospechar que aquella imagen
suya, creada en unos pocos minutos tras la penumbra primitiva del fuego, permanecería allí estampada durante miles y
miles de años, muda, ausente de público y, por tanto, vacía de significado.
A partir de esa noche -porque yo
estoy convencido que ocurrió en la noche- todo fue de mal en peor. Nuestra
inteligencia experimentó un cambio radical en su funcionalidad y el hombre, al
verse representado, bípedo y armado, puesto
en pie ante su destino, tomó conciencia de su lugar en el mundo, porque ninguna
otra de las criaturas con las que
convivía era capaz de semejante hazaña. De manera que, en lo profundo de
aquella oscuridad ignota, al calor de una hoguera instigadora, alcanzamos el
hito más importante de toda nuestra existencia colectiva y fue entonces cuando
llegamos a la conclusión de la incontestable superioridad de nuestra especie.
De hecho, aquella silueta
humana era lenguaje avant la lettre, porque comunicaba a los
hombres y mujeres que la contemplaban su diferencia en relación a todo los que
les rodeaba, y les hablaba con gran
elocuencia y efectividad de todas sus
capacidades. De algún modo, aquella simple figura desveló más misterios, abrió
más interrogantes, respondió más preguntas, construyó más conciencias, abrió
más caminos y contuvo más información
que todos los miles de millones y
millones de libros que en el mundo han sido.
Pudo suceder que días
antes de producirse la hecatombe, aquel mismo macho, o aquella misma hembra que
dibujó sobre la roca de una cueva la primera imagen impresa de un hombre, viese reflejado su rostro sobre el río
mientras bebía, mientras observaba los peces antes de lanzar el rudimentario arpón y se viese sacudida por una terrible turbación, miedo, estupefacción; una
conmoción inexplicable solamente expresada con un gesto al que siguió,
probablemente, una onomatopeya. Sin embargo, aquel rostro reflejado en el arroyo
que se desdibujaba y recomponía inexplicablemente
al capricho del agua, carecía de valor, porque tan solo se trataba de un hecho indescifrable,
fortuito, en el que no concursaban ni el pensamiento, ni la habilidad, ni la voluntad humana.
Nunca, nadie, desde aquel
misterioso instante, ha sido capaz de igualar semejante proeza; nunca nadie ha influido
de un modo tan decisivo en el devenir de la humanidad. Hoy, decenas de miles de
años después, miramos esas pictografías desde nuestra infalible y sabia civilización
con los aires de superioridad condescendiente
del adulto que recompensa con un beso a un niño después de ver cómo ha dibujado
a papá y a mamá.
Y la verdad es que no acabamos de entender que
a partir de aquel instante irrepetible, único y determinante, no hemos hecho
otra cosa que vivir durante siglos y siglos la fantasía de un progreso, el
sueño de la evolución, la quimera frágil de un desarrollo que nos ha aportado
un supuesto bienestar, quizá conocimiento, la posibilidad de crear y de
disfrutar de la belleza y también, y sobre todo, la superpoblación de la especie,
convertidos en un virus maligno dentro de una célula contaminada ya sin
remisión.
Hemos alcanzado las
estrellas; estamos muy cerca de poner el pie en otro planeta; vivimos más de
ochenta años y viviremos todavía más; hemos dado con el secreto de la vida y
ahora somos capaces de manipularla; hemos creado máquinas inteligentes que piensan
y actúan con más efectividad que muchos de nosotros; somos capaces de
sobrevivir y de llegar a los lugares más remotos de la Tierra en apenas unas
horas… Nada de esto hubiese sido posible sin aquel maldito primer dibujo
grabado sobre la pared.
Aquellos hombres y
aquellas mujeres de inteligencia extraordinaria que tomaron conciencia de sí
mismos a través del lenguaje incipiente de los símbolos, eran cazadores, seres
libres, esclavos solamente de su fragilidad, subyugados por la imposibilidad de
protegerse del frío en la intemperie; sometidos por su inferioridad física frente
a todo lo que les rodeaba. Hombres y mujeres libres, porque no se vieron obligados
a vender ni su habilidad, ni su capacidad de resistencia, ni su fuerza de
trabajo a nadie; porque no habían arraigado en ningún territorio y no tenían
necesidad de defender propiedad ninguna, tan solo la pieza que habían cazado.
Pero aquella criatura que no caminaba como las demás apareció una noche representada sobre la roca y entonces adquirió la identidad, la conciencia de su poder, la posibilidad de explicarse a sí mismo más allá de los hechos, independiente a los hechos; adquirió la facultad de generar consecuencias sin moverse del sitio; de crear el verbo y divorciarlo de la acción, para mentir, medrar, conseguir alianzas, señalar enemigos...
Pero aquella criatura que no caminaba como las demás apareció una noche representada sobre la roca y entonces adquirió la identidad, la conciencia de su poder, la posibilidad de explicarse a sí mismo más allá de los hechos, independiente a los hechos; adquirió la facultad de generar consecuencias sin moverse del sitio; de crear el verbo y divorciarlo de la acción, para mentir, medrar, conseguir alianzas, señalar enemigos...
Los que lo vieron asistieron, pues, a la inauguración de una Historia ya demasiado larga en la que todavía no hemos osado impugnar aquel gesto de soberbia inteligencia. Por eso, quizás, aquella muestra excepcional de talento, al fin y al cabo no supuso más que el episodio más desdichado de nuestra existencia sobre la Tierra. Todo lo demás fue llegando solo, mera cuestión de tiempo.
3 comentarios:
Magnífico texto, con el que estoy de acuerdo en todo. Pero... fíjate, desde aquellas primeras y sorprendentes (por lo aparentemente modernas) pictografías que nuestros ancestros pintaron seguramente sorprendidos de sí mismos, yo creo que hemos aprendido mucho, aunque a veces creamos que vamos hacia atrás. Yo siempre digo (no lo digo sólo yo) que el ser humano es el único instrumento con que cuenta el Universo para explicarse a sí mismo. ¿No estaremos aquí solamente para eso?
Buena pregunta. No sé a donde nos llevarían las respuestas. En cualquier caso, el juego reslutaría estimulante
Disculpa por la tardanza en responder, Juan. Me he perdido estos días
¡Salud!
¡Salud!
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