miércoles, 5 de abril de 2017

Soberbia


A pesar de nuestra arrogancia, a pesar de las conclusiones o las meras especulaciones que leemos en innumerables estudios profusamente documentados, el punto culminante de progreso en la historia de la humanidad, a partir del cual todo ha devenido en una incontenible decadencia, fue el día en el que uno de nuestros ancestros silueteó una figura antropomórfica sobre las paredes de la caverna, sin  pretender ni sospechar que aquella imagen suya, creada en unos pocos minutos tras la penumbra primitiva del fuego, permanecería allí estampada durante miles y miles de años, muda, ausente de público y, por tanto, vacía de significado.
A partir de esa noche -porque yo estoy convencido que ocurrió en la noche- todo fue de mal en peor. Nuestra inteligencia experimentó un cambio radical en su funcionalidad y el hombre, al verse  representado, bípedo y armado, puesto en pie ante su destino, tomó conciencia de su lugar en el mundo, porque ninguna otra de las  criaturas con las que convivía era capaz de semejante hazaña. De manera que, en lo profundo de aquella oscuridad ignota, al calor de una hoguera instigadora, alcanzamos el hito más importante de toda nuestra existencia colectiva y fue entonces cuando llegamos a la conclusión de la incontestable superioridad de nuestra especie.
De hecho, aquella silueta humana era lenguaje avant la lettre, porque comunicaba a los hombres y mujeres que la contemplaban su diferencia en relación a todo los que les rodeaba, y  les hablaba con gran elocuencia y efectividad de todas sus capacidades. De algún modo, aquella simple figura desveló más misterios, abrió más interrogantes, respondió más preguntas, construyó más conciencias, abrió más caminos  y contuvo más información que todos los miles de  millones y millones de libros que en el mundo han sido.
Pudo suceder que días antes de producirse la hecatombe, aquel mismo macho, o aquella misma hembra que dibujó sobre la roca de una cueva la primera imagen impresa de un hombre,  viese reflejado su rostro sobre el río mientras bebía, mientras observaba los peces antes de lanzar el rudimentario arpón y se viese  sacudida por una  terrible turbación, miedo, estupefacción; una conmoción inexplicable solamente expresada con un gesto al que siguió, probablemente, una onomatopeya. Sin embargo, aquel rostro reflejado en el arroyo que se desdibujaba y recomponía inexplicablemente al capricho del agua, carecía de valor, porque tan solo  se trataba de un hecho indescifrable, fortuito, en el que no concursaban ni el pensamiento, ni la habilidad, ni  la voluntad humana.
Nunca, nadie, desde aquel misterioso instante, ha sido capaz de igualar semejante proeza; nunca nadie ha influido de un modo tan decisivo en el devenir de la humanidad. Hoy, decenas de miles de años después, miramos esas pictografías desde nuestra infalible y sabia civilización con los aires de  superioridad condescendiente del adulto que recompensa con un beso a un niño después de ver cómo ha dibujado a papá y a mamá.
Y la verdad es que no acabamos de entender que a partir de aquel instante irrepetible, único y determinante, no hemos hecho otra cosa que vivir durante siglos y siglos la fantasía de un progreso, el sueño de la evolución, la quimera frágil de un desarrollo que nos ha aportado un supuesto bienestar, quizá conocimiento, la posibilidad de crear y de disfrutar de la belleza y también, y sobre todo, la superpoblación de la especie, convertidos en un virus maligno dentro de una célula contaminada ya sin remisión.
Hemos alcanzado las estrellas; estamos muy cerca de poner el pie en otro planeta; vivimos más de ochenta años y viviremos todavía más; hemos dado con el secreto de la vida y ahora somos capaces de manipularla;  hemos creado máquinas inteligentes que piensan y actúan con más efectividad que muchos de nosotros; somos capaces de sobrevivir y de llegar a los lugares más remotos de la Tierra en apenas unas horas… Nada de esto hubiese sido posible sin aquel maldito primer dibujo grabado sobre la pared.
Aquellos hombres y aquellas mujeres de inteligencia extraordinaria que tomaron conciencia de sí mismos a través del lenguaje incipiente de los símbolos, eran cazadores, seres libres, esclavos solamente de su fragilidad, subyugados por la imposibilidad de protegerse del frío en la intemperie; sometidos por su inferioridad física frente a todo lo que les rodeaba. Hombres y mujeres libres, porque no se vieron obligados a vender ni su habilidad, ni su capacidad de resistencia, ni su fuerza de trabajo a nadie; porque no habían arraigado en ningún territorio y no tenían necesidad de defender propiedad ninguna, tan solo la pieza que habían cazado.

Pero aquella criatura que no caminaba como las demás  apareció una noche representada sobre la roca y entonces adquirió la identidad, la conciencia de su poder, la posibilidad de explicarse a sí mismo más allá de los hechos, independiente a los hechos; adquirió la facultad de generar consecuencias sin moverse del sitio; de crear el verbo y divorciarlo de la acción, para mentir, medrar, conseguir alianzas, señalar enemigos...
Los que lo vieron asistieron, pues, a la inauguración de una Historia ya demasiado larga en la que todavía no hemos osado impugnar aquel gesto de soberbia inteligencia. Por eso, quizás, aquella muestra excepcional de talento, al fin y al cabo no supuso más que el episodio más desdichado de nuestra existencia sobre la Tierra. Todo lo demás fue llegando solo, mera cuestión de tiempo.

3 comentarios:

Juan Nadie dijo...

Magnífico texto, con el que estoy de acuerdo en todo. Pero... fíjate, desde aquellas primeras y sorprendentes (por lo aparentemente modernas) pictografías que nuestros ancestros pintaron seguramente sorprendidos de sí mismos, yo creo que hemos aprendido mucho, aunque a veces creamos que vamos hacia atrás. Yo siempre digo (no lo digo sólo yo) que el ser humano es el único instrumento con que cuenta el Universo para explicarse a sí mismo. ¿No estaremos aquí solamente para eso?

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Buena pregunta. No sé a donde nos llevarían las respuestas. En cualquier caso, el juego reslutaría estimulante
Disculpa por la tardanza en responder, Juan. Me he perdido estos días
¡Salud!

Juan Nadie dijo...

¡Salud!