martes, 20 de septiembre de 2016

Una kefta con libertad



Yo los jueves no como paella. Los jueves  suelo comer una kefta en un pequeño patio interior.

Jaime, un sirio que
recaló en Catalunya después de navegar durante años por los siete mares, las prepara como nadie. 

Las cocina con carne de cordero adobada, sazonada en huevo, perejil, comino, cayena, cilantro, pimienta, pimentón y sal, y las sirve acompañadas con un poco de lechuga, tomate, pimiento y cebolla,  todo dentro de una pita rematada en su cumbre con una pizca de salsa de yogur. La riego con un par de cervezas bien frías.  Para chuparse los dedos. 

Jaime es tan generoso en las raciones que, debido al volumen de los ingredientes, a menudo la tortita se agujerea,  se derrama el contenido  sobre el  plato  y me veo obligado  a rematar  esa delicia árabe con un tenedor. 

Por eso los jueves es un día especial, porque además tengo el placer de participar de semejante manjar con un grupo de compañeros de trabajo con los que comparto desde hace más de veinte años mesa y mantel cada día de la semana. Buena comida, buena compañía, buena conversación los jueves a mediodía,  en la recta final de la semana, barruntándose  ya  el viernes mágico. 

El jueves pasado surgió el tema recurrente del fútbol y como quien lo protagonizaba era el FC Barcelona se hizo difícil no arrimarse a la política. Porque en estos  últimos años resulta complicado hablar de cualquier cosa en Barcelona sin encontrarnos con el ingrediente de la cosa independentista o nacional.

 Diana había estado en el Camp Nou viendo el partido  el día en el que la Asamblea Nacional de Cataluña, Omnium Cultural y la Plataforma Proselecciones Deportivas Catalanas  había repartido más de 30.000 esteladas  para protestar por la sanción de la UEFA debido a la exhibición  de banderas independentistas durante  la final de la Champions en Berlín.

La cuestión es que, al hilo de este hecho, Antonio y yo mismo opinamos que mezclar  política y deporte nunca había sido buena idea, y que el Barça no debería permitir ese tipo de manifestaciones porque la masa social del club es muy amplia y diversa, y no todo el mundo que va al estadio, ni siquiera todos los socios, tienen  por qué comulgar ni ser partícipes de determinadas posturas políticas.

Víctor -nada propenso a estar de acuerdo con nadie- opinaba igual que nosotros, aunque por poco tiempo.

Mª Carmen, de momento, no decía nada. Comía y nos miraba a todos, expectante. 

Y es que entonces, a raíz de una afirmación de Diana, se encendió el debate. Diana sostenía que no era una cuestión de política, sino de libertad individual de las personas, y que por  tanto el Club debía permitir que cualquier persona se exprese como mejor le parezca. Que ella  podría haber cogido una bandera,  pero no lo hizo, y que había respetar la libertad de quienes sí querían manifestar su protesta y su descontento de ese modo. 

Entre bocado de  kefta y  traguito de cerveza, a mí,  en ese momento, se me olvidó el fútbol, y hasta  la política, porque todo  mi interés se concentró en la expresión ‘libertad  individual de las personas’. 

Le pregunté a Diana si estaba segura de que las más de 30.000 personas que desplegaron una estelada en el Camp Nou lo hicieron libremente. Su respuesta fue un rotundo “por supuesto que sí, por supuesto que nadie ha obligado a nadie a  lucir su  estelada. “ 

Le dije a Diana que en realidad de lo que hablamos era de filosofía, de la manipulación de las masas, de aquello que ya había visto Ortega hace un siglo. Aseguré que, en realidad, la gran mayoría de las personas que enarbolaron la bandera con la estrella independentista no lo estaba haciendo libremente, sino fuertemente influida por una corriente de opinión manipulada desde determinados sectores del poder político con la ayuda de  determinados medios de comunicación. Que muchas de esas personas que participaron de esa propuesta, hace unos cuanto años, ni si quiera les hubiese parecido bien cualquier otra manifestación equivalente  en las formas y con el mismo trasfondo ideológico. 

Entonces Antonio intervino para apoyar mi tesis. Aseguró que la historia ha demostrado que  la gente es manipulable, y que el poder lo sabe. Yo apoyé su reflexión añadiendo que quienes  lo detentan,  aprovechan  la nula capacidad crítica y la poca inteligencia de que hacemos gala cuando dejamos de ser quienes somos para convertirnos en  masa,  gracias a determinadas técnicas que utilizan  con  intereses muy concretos. 

En este punto, el debate empezó a  subir de tono. Víctor dejó su posición a nuestro lado y a mostrar su  desacuerdo con Antonio y conmigo. A Diana no le sentó demasiado bien el comentario de Antonio y manifestó  que lejos de lo que él pensaba la gente no es tonta, y que no hacía falta llevar el tema a la filosofía porque la cuestión es  bien sencilla, tan sencilla  como respetar o no respetar  la libertad de expresión de las personas. 

Víctor entonces tomó la palabra y afirmó, riéndose, que sin ser independentista él hubiese cogido una estelada solamente por joder  a la UEFA. Ahí fue donde Antonio dio un  respingo en el asiento, propinó uno de sus ya célebres  golpes en la mesa y encarándose con Víctor le reprochó que si hubiese actuado así hubiese formado parte de una manifestación política  detrás de la cual se reivindicaba, sobre todo, la independencia de Catalunya -algo con lo que  Víctor no estaba de acuerdo- y que, por tanto,  hubiese actuado de modo poco inteligente, porque hubiese dejado de ser él para formar parte de  la masa y de una idea con la que no comulgaba. 

Mª Carmen le pidió a Antonio que no gritase, y que por favor, no se enfadase, que no era para tanto y que mejor era para todos hablar del partido. Diana volvió a tomar la palabra y nos hizo observar que le parecía bien que todo el mundo hiciese lo que le diese la gana y que le estábamos dando demasiadas vueltas a algo que estaba muy claro.  Yo no le hice caso y seguí dándole vueltas al tema. Le propuse viajar en el tiempo y visualizar a la masa ingente de berlineses enarbolando banderas nazis al paso de su Führer: todos ellos salieron a la calle ejerciendo su libertad individual. 

Por supuesto, Diana me reprochó el ejemplo, lo tachó de demagógico y afirmó que era un caso diferente. “Claro que es diferente, Diana- le dije- pero menos de lo que  crees, porque de lo que hablamos es de que el  ejercicio individual de la libertad  no tiene nada que ver con la manifestación masiva de seres humanos, quienes finalmente dejan de serlo para transformarse en la causa por la que se manifiestan;  porque muchas de las personas que participan de este tipo de acciones lo hacen sin la más mínima reflexión, sin una conciencia de  convencimiento propio, movidos sencillamente por la simpatía hacia el congénere, y en muchos casos movilizados por una coacción subyacente, colectiva,  invisible, fruto de las relaciones, las  coyunturas y de las técnicas de manipulación masivas.” 

En este instante de la conversación yo  ya había terminado le kefta y saboreaba la segunda cerveza, que todavía conservaba el frío.  Víctor volvió a intervenir y expuso que, según mi punto de vista, todo aquel que saliese de manifestación era una persona manipulada.  “Por  supuesto que sí”, le respondí. “Tú, y yo, y todos los que estamos aquí somos manipulados cada día, desde que nos levantamos. La cuestión  es ser consciente de ese hecho para poder permitir la manipulación solamente cuando, de un modo muy claro, confluyan los intereses de quienes están detrás de ella con los tuyos propios  individuales, y  sin conculcar los derechos de la mayoría…” 

Y así discurría nuestra hora de la comida en el restaurante de nuestro querido Jaime. Que si libertad para arriba, que si libertad para abajo. Cuando nos sirvieron el café  la cosa ya se había sosegado. Entonces Mª Carmen nos hizo ver a Antonio y a mí que al argumentar cualquier  tema en el que había desacuerdo, él y yo nos transformamos, nos ponemos demasiado vehementes, gesticulamos y levantamos demasiado la voz,  y  da la sensación de que tratamos  a los demás como a tontos por no pensar igual que nosotros. “Es la pasión que se desborda, como mi kefta, querida MªCarmen”, le respondí, y todos nos pusimos a reír.

Los cinco  nos queremos mucho.  Como Víctor es el más cariñoso, sufragó la primera ronda de cervezas. Cuando esperábamos en la barra nuestro turno para pagar, vimos a  Pedrerol en la televisión. “¡Jaime, cóbranos rápido, que  este tío es un merengue  manipulador y  no hay quien le aguante!”, gritó alguien. Y salimos por piernas después de compartir  otra divertida comida entre  buenos compañeros, un jueves, en el patio del amigo Jaime.


5 comentarios:

ESTER dijo...

Totalmente de acuerdo con Diana.

Ester

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

¡Cuánto descanso y cuánta relajación se debe sentir teniendo las cosas tan claras!

¡Salud!

ESTER dijo...

Pues sí.

Roy dijo...

Un hurra por los amigos que aún pueden hablar, aunque sea de forma vehemente!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

¡Hurra!