miércoles, 20 de enero de 2016

La virtud mediocre




Los franceses están cansados de virtudes mediocres
Albert Camus en el periódico “Combat”, 27/06/1945

Están por todas partes. Me he dado cuenta hace unos días. De alguna manera me ha ocurrido lo que nos ocurre cuando nuestro matrimonio se queda embarazado, o nuestras hijas se quedan embarazadas, que a cada paso que damos en la calle vemos vientres hinchados de futuro y nos preguntamos, por ejemplo,  si ese ser que palpita en útero ajeno algún día conocerá a nuestro vástago; si nuestra criatura cruzará su destino con aquella que ha de nacer en unos meses y que ahora espera protegida bajo la piel dilatada de su madre, en el lado opuesto de la calle, junto al semáforo rojo,  mientras come algo y masticando siente igual que yo la patadita súbita que me recuerda que recuerde las incertidumbres que no desvelan ni resuelven la imagen gris de una ecografía ni una amniocentesis, ni ninguna otra prueba médica certificadora de la buena salud del no nacido. 

Yo, al menos las veo por todos lados. Me sucede desde poco antes de las últimas citas electorales.  Las veo y las recuerdo. Por ejemplo, cuando hacía deporte a diario y competía con otros por tener más, por ser mejor precisamente porque eras capaz de tener más. Qué otra cosa es si no el deporte de equipo en el que disputas un balón, defiendes un espacio y el objetivo es invadir el espacio del enemigo. Si las pisabas debido a la velocidad excesiva de la carrera, a un mal cálculo en las posibilidades de equilibrio, a un análisis poco realista del espacio; o  debido  sencillamente al empujón grosero del contrincante, la leyes dictaban que perdías el balón. Entonces eran los otros los que tenían una nueva posibilidad de tener más y por tanto una nueva oportunidad de ser mejor. 

También las veo en el cielo, al atardecer. Acostumbro a mirar al cielo. No quiero olvidarme del cielo. Cuando el sol roza el horizonte que me ha tocado en suerte, el tráfico aéreo convierte el ocaso en todo un espectáculo porque decenas de ellas trazan sobre  el azul  efímero rasgos arbitrarios del boceto de una obra que cada día se intenta construir a sí misma y que está predestinada a la disolución casi instantánea desde el mismo momento en que el motor del avión lanza como un pincel su chorro de humo al aire. Pensar así me produce cierto placer, una especie de gozo estético, pero también me desasosiega porque siendo objetivo, en realidad lo que sucede es que centenares de almas sobrevuelan mi cabeza embutidas dentro de un artefacto metálico, con rumbo desconocido, gracias a la combustión de queroseno que deja la huella encarnada a su paso por el crepúsculo. 

Especulando sobre ellas -presentes a todas horas, en la televisión, en la radio, en la prensa escrita, en las redes sociales, en cualquier espacio ya sea geográfico, mediático, analógico o digital- voy a parar nuevamente a los recuerdos, a mis años escolares. Eran realmente temidas. El futuro inmediato de cada cual dependía ni más ni menos que  de la densidad de ellas por cada párrafo, por cada cálculo o por cada respuesta dada. Cuantas más, peor; cuantas menos, mejor. Había a quien le daba igual y hacía las cosas de cualquier manera, sin preparase, quizá porque sus ambiciones o sus sueños no pasaban precisamente por la pureza de sus ejercicios, por el folio sin mácula o por la solución exacta. De algún modo sabían que la profusión de esos trazos enérgicos,  siempre encarnados, lanzados sobre la hoja con cierta animosidad enfermiza que  gritaban de un modo casi obsceno un reproche contra la pereza, la torpeza y la imbecilidad, en realidad les estaba liberando de la tortura de seguir en el colegio porque lo que de verdad deseaban era ganarse el primer sueldo y tener el bolsillo lleno de pasta. Nadie, que ellos conociesen, se había hecho rico estudiando. Así al menos se lo había  dicho papá. 

También las veo sobre el asfalto, en calles comerciales, delimitando el espacio donde encaja el vehículo que puedes estacionar allí durante diez o quince minutos; el tiempo justo para comprar una barra de pan, un poco de vino y volver a casa, preparar la cena, y cenando observar cómo la gota que resbala lentamente por el cuello abajo de la botella se convierte también en un delgada línea encarnada que nos complace ver porque nos invita a la conversación sosegada,  al descanso y  al calor del hogar. 

Las veo en las cubiertas de los libros, en forma de faja acharolada, como si fuese una pancarta publicitaria que me anuncia la maestría, singularidad y el ingenio del autor del libro que jamás compraré. O en los hospitales, marcando un itinerario determinado que traslada al paciente a través de pasillos infinitos  hacia la esperanza de un diagnóstico  benigno o quién sabe si hacia el desasosiego de una sospecha fundada, hacia otra realidad de su existencia. Y por supuesto en las pantallas, en los periódicos, igual que dientes dentro  de fauces voraces, ilustrando gráficamente la obscenidad de los beneficios que los  corsarios del  IBEX 35 se embolsan a diario a costa del sufrimiento de los demás… 

Pero sobre todo las oigo, y no quiero oírlas más. Las oigo de boca de  tipos que para explicar lo que nos ofrecen no saben más que repetir lugares comunes porque en realidad no tienen nada que ofrecernos; de individuos que a fuerza de conspirar han conseguido la celebridad; de fulanos que al entrar en casa dejan la chaqueta sobre la silla porque temen que al abrir el armario caigan y se amontonen a sus pies todos los muertos acumulados durante años de vileza, ambiciones y podredumbre; hombres y mujeres -actores sobreactuados de un espectáculo lamentable-  cuyo objetivo en la vida consiste en engordar cada día su vanidad y, si es posible, su cuenta corriente, utilizando para ello el único recurso de que disponen, la virtud de su mediocridad.
  
¡Basta ya de líneas rojas!  ¡Basta ya de gritar, como quien declama un salmo,  la sacralidad de sus líneas rojas! ¡Basta ya de tirarse a la cara, como si fuesen piedras, sus putas líneas rojas! ¡Dejen de decir ‘líneas rojas’, por el amor de dios! Pinten la suya propia justo en bajo el dintel de su portal y no la traspasen; quédense en casa y déjenos a todos en paz, de una vez por todas.  Pero antes vayan y salgan, dibujen una única y última línea roja contra esas diecisiete empresas españolas que amasan fortunas y que jamás han declarado sus beneficios a nuestra Hacienda. Entonces habrán servido a sus patrias y a sus banderas, pródigas en líneas rojas, tan valiosas como el rastro menstrual de una compresa.

4 comentarios:

ESTER dijo...

En el cuento "BUITRES", Kafka muestra como el buitre se ahoga en la sangre de su presa.

Todo llegará...

Un beso, Ester

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

No estoy muy seguro de que el buitre finalmente se ahoga en la sangre de la víctima. Creo que la víctima ansía que su tortura finalice de ese modo, pero...
En cualquier caso, no conocía el cuento, magnífico, intenso. Kafka
Gracias Esther
Salud!

Antonio de Castro Cortizas dijo...

La sociedad de nuestros días cada vez se parece más a una carrera de ratas. Pero hay que resistir.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Resistamos Antonio, no hay más remedio
¡Salud!