martes, 8 de septiembre de 2015

Justicia poética



Mª Teresa Vera fue una de las grandes figuras de la vieja trova cubana. Sin embargo, a pesar de que alguna vez habré tarareado alguna  de sus canciones –muy difundidas gracias al extraordinario disco antológico de Buena Vista Social Club-  no he sabido de ella hasta hace bien poco tiempo. Nació en Cuba, en la choza de su madre esclava, poco antes de la debacle colonial del 98. Bien temprano se fue a servir a Guanajay, a casa de Guillermina Aramburu, jovencita cultivada e inquieta de la alta sociedad, hija de un influyente periodista de postín, con la que, más allá de lo estrictamente laboral, mantendría durante toda su vida estrechos vínculos afectivos. 

Guillermina se casó  con Armandito Valdés, un golfete mujeriego y  ricachón procedente de Pinar del Río, al que acogió la familia Aramburu después de que los Valdés, hartos de las correrías del muchacho, le expulsasen de casa cuando, una mañana, apareció por la puerta sin camisa, sin mula y sin silla de montar, malogradas a consecuencia de una de las habituales timbas de cartas que se celebraban en los tugurios de  Playa Dayanigas. 

Armandito y Guillermina mantuvieron durante veinte años  un largo idilio del que surgió una familia con cuatro hijos,  de manera que  el mozalbete apuesto y calavera que llegó con lo puesto a Guanajay, se convirtió, gracias a los naipes y al amor,  en un hombre de provecho, responsable de la construcción de muchas de las vías de transporte del país.  

Después de dos décadas de apacible vida en familia, Guillermina supo que su querido Armandito gozaba de los favores de una amante. La dulce Guillermina se sumió en la desolación. Soportó paciente y en sufrido silencio el dolor diario de la traición. Sin embargo,  esta mujer bella, culta y  amante de la música, tenía que  desahogar de algún modo  la tristeza y la decepción, de manera que una noche sofocante, insomne, ya derrotada y desesperanzada por no poder recuperar los afectos de su amado, escribió dieciséis versos hermosos y abatidos; versos como gritos que cubrió con  música y que acabaría  entregando a su  amiga Mª Teresa,  a la que pidió que no desvelase la autoría hasta después de su muerte.

En muy poco tiempo la canción se convirtió en un clásico de la música cubana, interpretada desde sus inicios por la misma Mª Teresa Vera, quien guardó el secreto pesar  de la  dulce y triste Guillermina. 

Como decía, he sabido de esta historia hace bien pocos días: Escuché por primera vez a la joven cantante Silvia Pérez Cruz cuando ponía la voz a las coplas que interpretaba el trío “Las migas” en un concierto que ofreció en el pueblo donde vivo, hace ya unos cuantos años. Después volví a saber de ella porque había sido nominada  por El Periódico de Catalunya  como candidata a catalana del año junto a 9 personas más. Sentí curiosidad por conocer los méritos de que era deudora, pues compartía candidatura con Jordi Évole, la monja Lucia Caram, el ginecólogo Eduard Gratacós, el músico Jordi Savall, o el director de Médicos Sin Fronteras Joan Tubau, entre otros.

Durante mi investigación  fui a dar con un video en Internet que me ha obsesionado desde que lo vi, y que a día de hoy me ha producido tantos nudos en la garganta como lágrimas inconfesadas. 

Todo sucede en una taberna de pueblo; una taberna más bien espaciosa, con visos de haber sido en algún momento de su historia un casino provinciano. La parroquia del bar la componen hombres de edad avanzada, jubilados, ancianos o no tan ancianos, que después de comer continúan con la costumbre de tomar el cafelito y  echar la partida junto a sus paisanos.  Silvia y el guitarrista que le acompaña, (su padre, Cástor Pérez) se encuentran sentados entre los parroquianos, que mueven las cartas y el dinero sobre el fieltro verde como cualquier otro día, sin percatarse o sin hacer mucho caso de los intrusos y  obviando  los primeros acordes de la guitarra de Cástor, como si cada día que juegan sucediese  lo mismo, expresando de ese modo la indiferencia de la costumbre; o como si en realidad no estuviesen, o no le es oyesen y se tratase de dos almas invisibles que ocupan una mesa que parece estar vacía pero en la que nadie se sienta porque de algún modo se intuye una presencia inadvertida. Cástor introduce la canción y  canta, con delicadeza y cierta timidez,  los primeros versos acompañándose de su evocadora guitarra


¿Qué te importa que te ame
si tú no me quieres ya?
el amor que ya ha pasado
no se debe recordar
Fui la ilusión de tu vida
Un día lejano ya
Hoy represento al pasado
No me puedo conformar



Simultáneamente  unas cuantas parejas de manos artríticas, tiznadas por las manchas de los años, pero lo suficientemente ágiles todavía como para sostener con gran pericia profusos abanicos de naipes, se enfrentan sobre los tapetes, como cada día, convocando así al azar a tomar nuevas decisiones. La canción poco a poco se abre paso  entre los viejos tahúres de la cantina, aunque nadie parece percatarse ni de los bellos acordes que pulsa Cástor, ni de la voz aguda, hermosa y sentida, expirada hacia el aire tabernario con cierto aire doloroso, que empieza a elevarse y a ocupar toda la atmósfera del local. 

A pesar de todo, Silvia y su padre cantan e interpretan una canción entre  hombres a los que  tan solo parece preocupar el arrastro contundente del contrincante, o la seña subrepticia  del compañero. Es como si los músicos hubiesen adquirido el don de la invisibilidad, como si la materia de que están hechos no tuviese cabida en ese espacio en el que lo único que parece importar es la conjura del tiempo a través del juego. Solamente algún soslayo aislado, alguna mirada furtiva, parecen advertir la existencia de quienes interpretan la canción, pero por lo precipitado de esos gestos, da la sensación de que hubiesen visto una aparición, una imagen fantasmal, la sombra de una aparición y los restos lejanos de un eco.

De repente, una fotógrafa irrumpe en la escena y dispara su cámara hacia Silvia, pero ni si quiera esta invasión- una prueba irrebatible de realidad, quizá un intento vano de eternizar el instante-  arranca de su principal preocupación a la concurrencia.


Si las cosas que uno quiere
Se pudieran alcanzar
Tu me quisieras lo mismo
Que veinte años atrás.
Con qué tristeza miramos
un amor que se nos va
-es un pedazo del alma
que se arranca sin piedad.
 

Sílaba a sílaba, nota a nota, ante la mirada enternecedora de Cástor, Silvia   ha ido meciendo la pena de amor hasta rozar en quejidos el grito, hasta transformar el lamento en sentencia, hasta convertir  la experiència del tormento en verso. Entonces, cuando ya le queda poco a la canción para morir, algunas miradas se dirigen hacia ella. Son  miradas bobas, miradas chafarderas; miradas que parecen no entender lo que sucede; a lo sumo, miradas de cierta admiración ignorante, lo suficientemente indolentes  como para no expressar más que un gesto de sorpresa desedeñosa. Al final, cuando la inclemencia cierra el salmo, algunos parroquianos aplauden y Silvia da las gracias y pide perdón. 

He visto este vídeo innumerables veces. Me emociona y me acongoja. Me produce el síntoma del llanto, porque me invade una sensación irrafenable de  tristesa, nostalgia y melancolia. No lo puedo evitar. A pesar de que no lograba conectar la canción con el escenario, a pesar de que no hallaba  el sentido de disponer  la voz, la música y los versos de Guillermina Aramburu entre viejas  mesas de naipes; a pesar de mi ignorància -o gracias a ella-  el desconsuelo, un desasosiego placentero y la inquietud que nos conmueve ante algo bello me empujaban a ver una y otra vez las imágenes que acabo de describir.

Hasta que me decidí a buscar el origen de todo. MªTeresa Vera, Guillermina Aramburu, Armandito Valdés, una nueva mala mano en Playa Dayanigas, el destino que aguarda en Guanajay,  el espejismo de una vida feliz, la mentira, el engaño, el dolor oculto, la decepción, la tristeza de un amor traicionado y la expresión desolada y certera  del desamor en unos versos que fielmente  conservaron su anonimato con la finalidad de la salvaguarda de las apariencias pero con insospechada vocación colectiva.

Por eso, por todo ello, ahora sé que Silvia Pérez Cruz no es más que la voz de Guillermina Aramburu que a través de los años por fin puede cantar en primera persona su drama; el grito acompañado de una guitarra que lanza el despecho y la verdad a los tahúres, a los  hombres tramposos; el corifeo impasible  y justiciero que logra colocar al guapo Armandito en su justo lugar, el lugar del engaño, de la traición y de la certeza que siempre halla el medio con que  desmentir las ambigüedades y los malabarismos del azar.

2 comentarios:

Juan Nadie dijo...

Interesante historia.
Mucho más interesante es cómo la cuentas.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

¡Saludos, Juan!