jueves, 6 de febrero de 2014

Noche de orvallo


Ha sido una noche de lluvia. Acostado,  oía repicar el agua sobre los charcos y sobre el suelo de la calle. Al principio escuchaba con placer, pero al rato me he dado cuenta de que la melodía de la precipitación se había instalado en mi sueño y no podía dormir. Llovía calmosamente,  al ritmo de un orvallo paciente que espera a la noche para evacuar a sus anchas el peso de todos los días pasados. De modo que por  disfrutar del  placer  que supone  atender el invierno al abrigo de la cama; por forzar  mi voluntad al sueño  y al mismo tiempo  escuchar la lluvia caer bajo el calor de la frazada, me he pasado la noche en un duermevela extraño, digamos que  conturbado.
Era como vivir en un territorio inconcreto, un lugar donde es imposible la realidad completa, y donde tampoco se encarnan las criaturas que viven  las historias habitadas en los sueños. Ese debe ser el estado ideal para los recuerdos. Cuando la conciencia se relaja  y la realidad pierde consistencia, la memoria se desata y precipita las evocaciones. Así que en ese estar aquí y al mismo tiempo muy lejos, la memoria imprevisible se fue filtrando a través de la  noche  por las rendijas de mi semiinconsciencia, igual que el agua discurría y se distribuía sigilosamente por entre los bordes de las aceras hacia el alcantarillado, hacia los pozos sin fondo de la ciudad oscura; por entre los huecos circulares donde  crecen los árboles; a través de  los tejados oblicuos que la vierten sobre los patios traseros, sobre jardines saciados de rosales marchitos que aguardan sin fe otra primavera…
De ese modo se me fueron acumulando los recuerdos la noche pasada, hasta formar  profundos charcos de añoranzas, de dolor e indiferencia.
Quizá sea esa la razón por la cual, ahora que observo somnoliento esta mañana fría de agua, me invade la sensación de haber transmutado durante la noche  en un ser  ajeno al que fui. Porque las reminiscencias  siguen calando la tierra. Se enlazan, se asocian y van formando nuevas ciénagas, remansos opacos en los que no se ve nada más allá del reflejo de la luz mortecina de un día de lluvia, de las ondas y del destello fugaz que reverbera en las pequeñas  pompas de aire  que forman las gotas persistentes  al caer, tan efímeras como los días felices, como la lozanía de una juventud que se antojaba eterna, interminable; como aquel tiempo detenido en un amanecer luminoso de despertares apacibles, entre el aroma de los cuerpos y la vana certeza de estar  forjando  el destino de dos vidas soberanas.

4 comentarios:

Babe dijo...

Siento tu desvelo pero egoístamente me alegra el resultado. Precioso "Noche de orvallo"

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Me alegro que te haya gustado, Babe.
¡Salud!

Némesis dijo...

Orvallo melancólico. Fantástica entrada. Enhorabuena!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Gracias por pasar por aquí y por tu generosidad, Némesis.
¡Salud!