miércoles, 28 de agosto de 2013

El lector



Lo he explicado  a menudo: busco siempre un bar, ruido de fondo, gente y vehículos trajinando de un lado a otro, y poco a poco nos quedamos solos la historia y yo,  el libro con sus personajes, el autor ausente y un servidor. 

Sin embargo, a veces, cuando mejor me encuentro, cuando el estado de aislamiento es casi completo, cuando nada de lo que ocurre a mi alrededor me importa, me afecta o ni siquiera puede distraerme, de repente me asalta una amenaza, un sensación estúpida de acechanza y de peligro, íntima, pero tan real como las letras que leo: alguien se acerca a mí, por la espalda, a traición, y sin venir a cuento, sin tener la más mínima oportunidad de reaccionar para reconocer y ver el rostro del enemigo inminente, recibo un primer golpe en el rostro, un golpe de puño brutal y desmedido, propinado con gran  efectividad, con  fuerza aguda y trayectoria experimentada. Antes de que mi cuerpo caiga al suelo, sorprendido todavía por la acometida, mi espalda recibe otra sacudida, seca y certera, justo contra el único lugar donde el golpe retumba y resuena en  un eco doloroso que sufro desde las costillas hasta el hueco que aloja los pulmones. Y ya no puedo sostenerme sobre la silla y caigo de costado, violenta y aparatosamente. 

Al mismo tiempo,  la mesa cae y todo lo que hay sobre ella sale volando por los aires: la libreta de citas,  retazos de alguna historia abortada, la pluma estilográfica, los dos cartuchos de reserva, la funda de las gafas, y la taza de porcelana blanca con restos de café, que se estrella contra el suelo y se convierte en tres o cuatro pedazos cortantes, como sílex primitivos. 

El libro se desploma; queda inerte, espatarrado y muerto junto a las gafas rotas, que con la violencia del primer puñetazo se convirtieron en la primera víctima y único testigo. Finalmente caigo a la acera, atontilado, semiinconsciente. Me da la sensación de que al hacerlo me golpeo la cabeza contra el pavimento, pero en ese instante, y dada mi situación, tampoco podría asegurarlo, porque el estado de gozoso autismo en el que me encontraba, unido a la sorpresa de un súbito dolor inesperado, de un ataque insospechado, me convierte desde el primer momento en un pelele, en un cuerpo indefenso al capricho salvaje del instinto  de mi atacante. 

De modo que ahí quedo, tumbado, dentro de una burbuja de realidad que nadie de los que me rodea puede llegar a ver. A ojos de otros clientes, a ojos del camarero y de los viandantes, durante las dos o tres horas en las que permanezco en la terraza del bar, todo transcurre con absoluta y monótona normalidad: un tipo sentado lee frente a una taza de café. Por lo tanto, nadie más que yo sabe, ve  o sufre la escena que acabo de describir. A pesar de todo, sigo tendido sobre el suelo; sangro profusamente  por la nariz; noto que se mueven los dientes dentro de la boca y me escuecen los labios.  Respiro con dificultad; cada bocanada de aire parece desgarrarme por dentro. Seguramente no lo recuerdo pero, antes de largarse sin impedimento alguno y de dejarme en semejante estado, mi enemigo, a modo de despedida, ha estampado con ganas su pie contra el costado sobre el que he caído. Solamente el daño, el dolor y la angustia por la incertidumbre de un nuevo trompazo me mantiene con la conciencia despierta, lo justo como para observar con la cabeza recostada en la acera, frente a mí, impertérritas sobre el suelo,  mientras sorbo un nuevo trombo de sangre nasal,  las  gafas con el cristal partido en decenas de pequeñas fisuras concéntricas, convertidas así en oportunas testigos de todo lo ocurrido para defender la veracidad de los hechos ante los incrédulos, con la previsible subjetividad  propia de un prisma locuaz. 

Llega un momento, misteriosamente, en que todo vuelve a la normalidad.  Así que respiro aliviado porque sigo sentado a la mesa delante de una buena historia; el último sorbo de café está frío; la estilográfica y la libreta acechan  una buena frase. Sopla ligeramente el aire. Truena un ciclomotor trucado. Pido otro café. Como el prisionero en el calabozo tras la última tortura, me arriesgo a persuadirme de que nada ni nadie podrá interponerse entre mí y estos momentos de felicidad y, antes de retomar la lectura, extraigo un trapito negro de la funda, limpio las gafas y mientras certifico la integridad  de los cristales  me pregunto por qué no me da por imaginar también que,  alguien, sin venir a cuento, del que jamás sabré nada ni conoceré su rostro, se aproxima por la espalda y me besa en la nuca mientras leo.

6 comentarios:

HOSTAL MI LOLI dijo...

Genial, me encantó lo que has escrito, que gran imaginación. Un abrazo.

Tesa dijo...

Que mal rato más bueno me has hecho pasar!
Un beso.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Gracias de nuevo Loli, pero mi imaginación es bastante limitada. Todo sale de la realidad
¡Salud!

Tesa, es que todo, todito, es cierto... Para que luego digan por ahí cuatro espabilados que leer es bueno.
Besazos

ESTER dijo...

Leer es genial; si el texto vale la pena, el lector hace suya la historia y se introduce de lleno en lo que se relata.
Por experiencia lo digo.

Besos, Ester

Ana Rodríguez Fischer dijo...

¡Qué fuerza! ¡Con cuánta energía regresas! La foto es magnífica: un reto empezar con ella... El final, redondo! Abrazos!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Ester, incluso es una necesidad. Leer nos acerca más al mundo, y al mismo tiempo nos aísla de él.
Un beso.

Ana, la foto es del cartel de "Perros de paja", una película perturbadora que va directa al hígado. De hecho, cuando buscaba una imagen para esta entrada sabía que quería unas gafas agrietadas y al encontrar el cartel pensé en titular la entrada "lectores de paja". Pero creí que se hacía demasiado evidente y ,al fin y al cabo, el origen del texto no era la peli.
Gracias por seguir por aquí y buena reincorporación a la otra realidad.
Besos