La veleta que
culmina la torre de la iglesia de Castrillo
de la Reina señalaba hacia el Norte. Desde que despuntó el sol tras las cuevas de El Colgado, el Cierzo se había estado ensañando con las
calles confiadas de la villa. Cuando amanecía así, un frío cortante proveniente de lo más
sombrío de la Sierra de la Demanda se filtraba durante todo el día por
cualquier resquicio y dejaba helados todos los rincones. El cielo de aquel día era un ir y venir de grandes cúmulos de nubes
grises y blancas, que se cernían y se
disolvían sobre aquellas tierras de una manera muy poco amistosa. A causa de la
misma acción del viento, aquellas
grandes masas nubosas se desbarataban y
en unos pocos minutos volvían a
agruparse en formas amenazantes, como si
obedeciesen órdenes, como si algún extraño poder se estuviese entreteniendo
en una especie de juego intimidatorio,
en un ensayo de maniobras hostigadoras
con finalidades ocultas.
En esas condiciones, salir a la calle suponía arriesgarse a
sentir el escozor del filo de una navaja en el rostro. Esa era la razón aparente por la que se
hubiese podido afirmar que, aquel domingo, las gentes de Castrillo apenas habían salido de sus hogares. Algunos se
atrevieron a aprovechar el mediodía para
dar un breve paseo y disfrutar del sol
que atenuaba mínimamente un ambiente tan gélido. El aire, aunque no era fuerte,
sajaba la piel y se mostraba inclemente con el ya menguado grupo de parroquianos
habituales a la hora de la salida de misa, o con la media docena escasa de paisanos
impenitentes que se daban cita puntual al vino blanco o a la cerveza del
mediodía en los tres bares que
permanecían abiertos y que, hasta hacía unos
pocos días, rebosaban de gente.
Agosto
siempre era un mes alegre porque la villa triplicaba su población debido a los
veraneantes, a las vacaciones de los
hijos de los hijos de los hijos que años atrás la abandonaron para ganarse la
vida en otros lugares. Por eso, durante esos
días, los críos rodaban veloces con sus bicicletas, las familias
paseaban su sosiego por los senderos,
las puertas de las casas se abrían de
par en par y a la orilla de su portal se
sentaban sus moradores a fumar calmosos, a charlar sobre cuestiones sin
trascendencia o a planear las actividades del día siguiente, que consistían,
casi siempre, en una apetitosa comida campestre, un chapuzón en el río, una partida
de cartas o unas copas amigables en el bar.
Castrillo de
la Reina vivía en Agosto su renacimiento
anual. Cuando caía el atardecer, el
cielo parecía querer cantarlo porque,
pasadas las nueve, las nubes algodonosas
se estiraban hasta convertirse en finísimas franjas pinceladas
de color púrpura y las golondrinas y los vencejos llenaban el aire tibio
de su griterío. En esos momentos era
como si toda la villa hubiese sido invadida por un gran coro de risas infantiles, como si toda persona,
animal o cosa quisiese dar testimonio de la alegría desatada en unos días de trasiego placentero que
discurrían plácidos sin más obligación que la de disfrutar con los cinco
sentidos de los olores, las voces y las sensaciones del verano; de la libertad
de observar con calma la luz del día y las estrellas de la noche; del placer de
reír, de comer, de hablar y de amar sin límite aparente.
Pero aquella
tarde era la última del mes y hacía
tanto frío que ni si quiera ladraban los
perros. La pareja de cigüeñas ya había abandonado el
nido de la torre. De hecho, la semana anterior se había iniciado el éxodo
habitual de cada año y prácticamente
casi todas las puertas se habían cerrado a cal y canto con grandes planchas de
madera o de acero dispuestas sobre ellas
para impedir que entrase el agua
y las nieves del invierno. Ver así la entrada sellada a las casas confería a las calles todo el aspecto de un cementerio. Diríase que el entramado urbano se transformaba en un conjunto tétrico de paredes, como si los dinteles alineados de las puertas y el vano de las
ventanas se hubiesen convertido en el hueco de
entrada a nichos en los que, en algún momento, moraron humanos y de los
que huyó como de la peste la vida.
Ahora que
rememoro esos momentos me pregunto si no será mejor que relate lo que ocurrió
totalmente alejado de lo sucedido,
poniendo entre la evocación de aquellos terribles acontecimientos y mi persona una prudente distancia. Me pregunto
si no será conveniente para mi pobre
corazón y mi salud mental inventar un personaje que reviva por mí lo acaecido en
Castrillo de la Reina justo en el momento en el que el crepúsculo se adueñó del
cielo durante el último domingo de Agosto, durante la
última tarde que yo iba a pasar en aquel
lugar, al que no sé todavía si podré volver. Ya nada será igual. Mi
familia, extremadamente celosa de mi salud y temerosa de que se repitan los
síntomas, temerosa de sufrir las consecuencias de lo continuos brotes paranoicos que padezco desde entonces, hará
todo lo posible para que jamás vuelva a poner los pies sobre aquellas tierras. Mucho
me temo que incluso voy a tener que pensar en esconder bien estas cuartillas,
porque si dan con ellas me arriesgo a padecer de nuevo el desagradable
cosquilleo de la electricidad sobre mis sienes y unas cuantas semanas de internamiento en el
hermoso sanatorio donde se dejaron durante meses una buena parte de sus
ahorros.
De manera que
digamos que en una vieja casa de la muy noble villa de Castrillo de la Reina, la última tarde del mes Agosto del año 2012, tal y
como era su costumbre, Melchor Andrés bebió
un último sorbo de vino y, satisfecho del ágape que había degustado, se dispuso a subir caminando por la calle de La
Cruz hacia el bar habitual, para encontrarse con sus compañeros de partida,
tomar café, beber una copa y jugar
durante un par de horas el mus. Al salir a la calle y cerrar la puerta tras de sí
miró hacia el cielo, después a la veleta
de la torre, masculló unas sílabas de fastidio, emitió un juramento y antes de iniciar el paseo calle arriba, se
alzó el cuello de la chaqueta para defenderse del frío. Melchor fumaba pero, en
contra de sus deseos, aquella última tarde no pudo hacerlo después de la comida, porque no halló manera de mantener viva la llama del encendedor. De manera que, a pesar de que había comido bien
y de que antes de salir auguraba para sí
mismo unos agradables momentos junto a
sus amigos en el bar, los primeros pasos de camino hacia allí le cambiaron el
humor. La abstinencia obligada le enfurruñó y pronunció nuevamente su blasfemia más recurrente. Malhumorado y medio
encorvado para protegerse del Cierzo, Melchor siguió
su camino calle arriba, en dirección a la torre de la Iglesia, detrás de la
cual se ubicaba el bar donde se encontraría con sus compañeros de partida.
Continuará
12 comentarios:
Bien empieza esta historia. Abrazos.
Tu descripción del pueblo y su ambiente, perfectos. Veremo cuál es el devenir de Melchor.
Besos, Ester
A ver cuanto hay de autobiografico
Celebro el inicio de una nueva aventura, de registro tan distinto. A mío también me ha gustado mucho la entrada sobre ese paisaje ¿tuyo? (porque son parajes que amo y que no conozco suficiente, siempre de pasada por allí).
Abrazos!
No me sale, así no me sale, no me gusta. Si le pongo riendas a la historia no me reconozco. Leo días después de escribir esta entrada y me parece que no soy yo, me parece que leo lo que otro escribe, y no me gusta. Si le marco el camino a las palabras todo resulta artificial, acartonado. Cuando más artificio le meto a lo que escribio mejor me parece. Cuanto más austero pretendo ser, menos em gusta. Esta entrada es lo más malo que he escrito en mucho tiempo ¡Joder!
El creador eres tú pero, ¿porqué los artificios? ¿porqué el peso de las palabras y no la sutileza sencilla de una idea?.
Besos, Ester
Las ideas se expresan con palabras. No hay cosa más artificial que expresarse de manera contraria a cómo uno es. No hay cosa más artificial que intentar sujetar lo natural, lo espontáneo, lo que fluye instintivamente.
La sutileza de una idea no es monopolio de la represión estilística. Además, ¿quién quiere expresar la sutileza de una idea? Yo, lo que quiero, es contar una historia, y que me guste leerla, que me resulte sugerente, y si es posible, que me emocione.Al leer esto que he escrito me veo como al alumno que repite sin cesar la tabla de cinco hasta aprendérsela de memoria. ¡Fuera riendas! ¡Hay que cabalgar a pelo, hasta el borde del precipicio!
No quiero convertir esto en un debate literario. Cada escritor tiene un estilo propio y sé que se pasa "mal" cuando después de escribir (que cuesta lo suyo) y relerlo, no se obtiene lo que uno espera.
A tí te gustan los circunloquios y yo soy más simple ( o escueta).
Ante todo, obtener la felicidad con lo que se hace.
El hombre feliz es el que vive objetivamente, el que es libre en sus afectos y tiene amplios intereses,(Bertrand Russell).
Besos, Ester
El artista siempre es infeliz, porque nunca está satisfecho.
Por cierto, no sé cómo se debe hacer eso de vivir objetivamente.
Besos
Vivir, sin más; sin influencias, como dices; sin riendas.
Ester
¡qué no, joeeeerrrr....!. Hoy que tengo un poco de tiempo y que he leido ésta, estoy impaciente por leer la siguiente. Ahora voy...no te fustigues tanto...
Gracias Belén, pero es que está fatal. Estoy por borrarla, pero tiene que continuar, así es que a ver si estoy un poco más inspirado
¡salud!
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