Esos
momentos son todavía recientes, muy
próximos. De hecho, de todos los recuerdos que recojen todos estos cuadernos, este es el que mejor responde a la
realidad, por su cercanía con este
presente de lucha, y porque cuando hablo de ella y de mí, cada uno de los
gestos, de las palabras, el color de la luz y hasta el olor del tiempo, se fija
en mi memoria como las imágenes en una fotografía
clara y nítida, de modo que no
es necesario recurrir a artimañas propias de la literatura, de la ficción, de
la mentira más o menos idealizada, embellecida, o encanallada.
Cuando Maruja y
yo somos los protagonistas de mis recuerdos no me hace falta actuar como un
plumillas de tres al cuarto; no necesito dotar de veracidad a los sucesos que surgen turbios al invocarlos, desparecidos
tantos y tantos años, latentes en las
cuevas del tiempo como sombras dibujando
objetos contra la luz agotada de esas estrellas que exhalan los
últimos destellos de la noche
tras la tormenta, tan vertiginosamente lejanos.
Digo esto porque
todo empezó por amor, no hace muchos
meses, una de aquellas mañanas de lunes
que daba pie a una nueva semana laboral. Todavía conservo viva la sensación del
descubrimiento de la trampa. De no ser así, quizá hubiese claudicado. Por eso
alimento el recuerdo de ese día, para fortalecer mi deseo y alcanzar mis
objetivos. La revelación se hizo patente
igual que si hubiese estado durmiendo, muy
profundamente, sin soñar, solamente respirando dentro del cuerpo
inerte a merced de la inconsciencia, y
de pronto, a pocos metros de mí, alguien hubiese disparado un arma. Fue como la explosión espontánea de un vaso de cristal sobre el mármol. Surgió
igual que debe de suceder el
advenimiento místico de una verdad. Se manifestó como la confesión de un misterio largos siglos camuflado bajo la
inocente cotidianidad de los días que
viven y vivieron los hombres y las
mujeres que en el mundo han sido. Ese
día nació Adán y dentro de él (dentro de mí) el impulso incontenible de rebelarme
contra el gran engaño de la Historia, el origen de todo mal, el huevo de la
serpiente, la semilla que una noche
remota sembró el diablo.
Ese día tomé
la decisión de recuperar la iniciativa.
A partir de entonces acogí, de la misma manera que se arrulla a un bebé, mis principios y mis ideas. Día a día las
alimentaba, las amamantaba, y sobre ellas, poco a poco, semanas antes de dejar a Maruja,
fui cimentando mi plan y conseguí refundarme de nuevo. Pobre Maruja, tan
desorientada, tan desconcertada, tan preocupada. Hablábamos y hablábamos, pero
no entendía nada. Fruncía el ceño, agitaba las manos, se mordía los labios, y a
ratos intentaba recuperar la calma para hablarme con sosiego, pretendiendo así
hacerme entrar en razón, su razón, la razón que siempre nos han impuesto como
si se tratase de una cuestión natural, como si no hubiese manera humana de cambiar
las cosas sencillamente porque siempre han sido así. Pero nada ni nadie me lo podía impedir. Mi convencimiento era fuerte y pleno.
Mientras Maruja me repetía una y otra vez los mismos argumentos yo asumía que iba a estar solo. Pobre de mí,
libre sin ella, libre hacia un final incierto, libre al fin.
He sido
consciente en todo momento de que si de verdad creía en mí, de que si no quería
que esto acabase como la locura estúpida, banal y hueca de un tipo mediocre que se empeña sin ningún
sentido en tirar su vida por la
borda, iban a ser necesarios grandes sacrificios. Que
alguien me cite algún gran cambio en la Historia
que no se haya cobrado renuncias, dolor o sufrimientos. Me hubiese gustado acometer unidos esta aventura. No la voy a culpar, y si algún día nos
volvemos a ver, tampoco se lo voy a reprochar. La entiendo perfectamente.
(Nuestra
historia se detuvo en la puerta de casa, el día que salí por última vez. Todo
nuestro tiempo cayó sobre tu espalda. No te vi llorar. Te pedí un
último beso y sonreíste como sonríen los valientes ante el desenlace previsible
en la inminencia de la tragedia. Por
supuesto, no quisiste besarme; te
apartaste y cuando abría la puerta tú ya
te habías dado la vuelta. No te vi llorar; no dejaste que yo te viese llorar.
Sin embrago, antes de que la puerta sellase mi marcha, mientras te internabas pasillo adentro, por no gritar, por no dejar que oyese de ti ni
la más mínima queja, no pudiste evitar cerrar espontáneamente las manos y levantar levemente los puños, en un clamor de rabia reprimida, en el lamento
impotente que nunca gritaste y que ponía fin a nuestra común existencia.
Algunas
noches me llega el aroma de nuestra
historia en ráfagas de nostalgia, cuando los neones se adueñan del aire de las calles. En algún momento he pensado cómo
me recuerdas. He intentado ponerme en tu
lugar e imaginar cómo reproduces la remembranza de nuestra vida juntos,
la dicha de horas de amor, y me pregunto si el rencor no te habrá inundado la
memoria y ahora solamente viviré en tus
sueños de odio y furia, igual que viven
los mitos en mis recuerdos. Quizá ni siquiera aparezca en tus sueños y haya acabado por convertirme tan solo en el protagonista de tus pesadillas.
He dejado lo que más quiero sobre
el altar de las ofrendas. El riesgo es alto, equiparable al
sacrificio, pero en consonancia, más
alta es la meta a la que aspiro.)
Como decía, la
mañana en la que empezó todo tampoco era una mañana festiva. Habíamos pasado
toda la noche del domingo amándonos. Sonó el despertador puntual, pero nuestros
cuerpos habían perdido toda voluntad, toda capacidad de reacción a cualquier
estímulo que no tuviese algo que ver con el
placer. Recuerdo que el despuntar el día, cuando la luz del sol ya era
tangible y nos molestaba al entrar entre
los orificios de la persiana, actuamos como sonámbulos yacientes, porque
nuestros cuerpos se unieron en una dejadez inconsciente que, de conocerse, sería declarada ilegal. Entre sueños y veras, entre luces y
noches, nos habíamos sumido en una pereza pecaminosa, clandestina, a sabiendas
de que allí afuera, más allá de la ventana,
los minutos que pasábamos rezongando entre las sábanas eran
minutos robados a nuestras obligaciones laborables. Sin embargo, en la cama
nuestras leyes no eran humanas. Aquella mañana de lunes nos juramentamos para despreciar la legitimidad
de cualquier imposición horaria, y para
declarar prescrita y proscrita la vigencia de toda sumisión salarial.
(Continuará)
6 comentarios:
Adán, ¿cómo pretendes que te sueñe Maruja? Actuas por egoismo; es muy bonito recordar el aroma que deja una noche de amor; pienso que para Maruja, estar contigo representa un puntal en su vida.
Abandonarla como lo haces es de traidores.
Un beso, Ester
Ester, esa es una buena pregunta para Adán. Lástima que esté desaparecido y de momento no pueda contestarte.
Abrazos!!
¡ Vaya hombre! Desaparecido o escondido...
Desaparecido. Alfredo Lorente está sobre su pista
Saludos, y también para Maruja.
¡¡De tu parte!!
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