El yonqui se ha refugiado en el cajero automático de siempre y, como cada noche, ha dejado entrar con él al perro. Se sienta sobre el suelo. Ni siquiera se ha molestado en buscar un cartón para dormir con la ilusión de sentir bajo sus huesos algo parecido al recuerdo de un colchón que le separe de la tierra. Abre los brazos como el Cristo de Corcovado y de inmediato el perro acude y se acurruca sobre su vientre y recibe el abrazo del hombre que agradecido besa la coronilla peluda infestada de parásitos. La sensación placentera del calor animal, la necesidad de una dosis, de algo de comida o quizá también el miedo a las horas que han de venir le provocan ligeras convulsiones que empiezan en la piernas, se contagian a las manos, y en unos segundos todo la piltrafa humana es un temblor, de la cabeza a los pies, y tal parece que perro y amo -si es que fue algún día dueño de algo- se hayan fundido en un estremecimiento final hasta transformarse en un única criatura fantástica surgida de una nueva mitología escrita para ocultar o mostrar la verdad, un Centauro de los cajeros automáticos, el Hipogrifo de los suburbios, o la Esfinge de la miseria y del despojo.
Ahora distingo una sonrisa azulada. Más bien es una mueca de agradecimiento hacia el chucho. Veo la escena como envuelta en celofán, desde esta ventana, porque los pequeños ojos legañosos del tusejo reflejan tiritones la luz fría de la pantalla, y una fluorescencia irreal procedente del neón corporativo se cuela entre los huecos de la sonrisa desdentada que ha dejado la heroína. Quizá no le sonría al animal; le dedicará la sonrisa a la máquina, a modo de saludo educado, las buenas noches en nueve idiomas, con banderitas de colores. Además, conviene estar a bien con ella: a diario expende el dinero que ahora mismo agarraría como se agarra un puñado de arena para correr ante el camello y chutarse de nuevo.
O sea, que se ríe del chiste que él mismo ha fabricado, de la ironía de la que es protagonista; o de mí, y de mis elucubraciones, ya que de la misma manera que yo le veo, él me ve. Es una risa desdeñosa, que me acusa de su desgracia, de la dirección que ha tomado su destino, y que tal vez me señale acusadora, por no bajar, y plantarme ante la puerta, dejarme olisquear por su compañero y preguntar y decir cuánto necesitas para dormir sin calambres esta noche.
Me convenzo de que es así, de que efectivamente me ha visto, y me da tanta vergüenza que me apresuro a cerrar la ventana y a bajar la persiana, bruscamente, en un estrépito urgente de alarma aérea, como si me hubiese sorprendido una hipotética vecina de enfrente fisgando con unos prismáticos el momento íntimo de su desnudez nocturna.
Sentado, miro la luz de la bombilla, y el portalámparas negro, y los dos cables que se pierden en el techo a través del pequeño agujero oscuro. Al calor de la bombilla sobrevuela una polilla. Miro el espacio rectangular esclarecido en la pared y vuelvo a oír, como todos los días, el berrido del ciervo que perece a los dientes de los tres lebreles. Enciendo otro pitillo. Desde que era un crío y observaba a mi padre fumar, siempre he pensado que fumar es el telón entre dos actos. Fumar es ponerle fin a las cosas y empezar otras nuevas, o viejas, repetidas, pero empezarlas, y terminarlas, nuevamente, en un círculo de humo ritual, de gestos y costumbres reiteradas. Fumar es como un punto y seguido, y también, según y cómo, un punto y coma.
Desde que dejé a Maruja y me vine aquí fumo compulsivamente y me salto a la torera toda regla de puntuación, que es otra manera de andar por la vida, sin terminar nada, o empezándolo todo, o no hacer nada que uno ya hubiese hecho con anterioridad. Es otra manera de darle vueltas a las cosas; enlazar todo lo que a uno le pase por delante, sin pausas o entreactos. Encender un pitillo con la brasa de la última calada del anterior; ver el presente con el destello del último recuerdo, y también alumbrar nuevos caminos, y dejarlos a la mitad, abandonarlos por otros, retomarlos, encender la colilla caliente, cambiar de marca, ofrecer, tomar y pedir, pero dejarlo, jamás, porque cómo finalizar algo sin un cigarrillo, cómo dar paso a una nueva fase, cómo si no iba yo a recordar ahora mismo, en el momento en que lanzo como chorro de gas exterminador el humo hacia la puta polilla incansable, que hace más de 30 años, para poder llegar a la estación donde tomaba el tren hacia el colegio, por no tropezarme con la cuadrilla de yonquis que se apostaban en un extremo del paso subterráneo, daba un rodeo de dos manzanas.
Cómo no recordar ahora, viendo el humo saliendo de mi nariz, transformándose en niebla y deslizándose sobre la mesa, que cuando andaba apurado de tiempo no me quedaba más remedio que acopiar valor y pasar por entre el pasillo humano que formaban, igual que un primate segundón, con la cabeza gacha, a punto de mearme en los pantalones, bajo las miradas burlonas, chulescas, algunas ya descreídas y medio muertas, mientras soslayaba mi disimulo para ver cómo se inyectaban la heroína a la luz del día, en pleno centro de la ciudad; cómo se sujetaban, solidarios, unos a otros, las gomas en los antebrazos, y cómo, cuando el bolsillo estaba vacío, algunos pocos, los más débiles -los que todavía no se habían atrevido a probar la efectividad del miedo que todos le tenemos a la punta de una navaja en el cuello- vomitaban torrentes intestinales sobre la acera igual que hidrantes de las calles del Bronx.
Aquella, sin embargo, no era una película, ni ahora es una evocación desenfocada; era, ni más ni menos que mi realidad cotidiana, exactamente igual que la que acabo de contemplar hace unos minutos desde mi ventana, tres décadas después, en una barriada del rutilante estado del bienestar. Dudo mucho que alguno de aquellos tipos siga hoy vivo. A medida que yo crecía, cada cierto tiempo se sabía de la muerte de alguno, a causa del SIDA, de un ajuste de cuentas, de sobredosis, de una hepatitis mal curada, de una paliza en la cárcel. La mayoría no creció en un hogar desestructurado, ni era hijo de padres divorciados, sino más bien todo lo contrario: vástagos de clase obrera, educados en los valores del trabajo y del esfuerzo, del respeto a sus mayores dentro de una familia clásica, fundada bajo el altar, la mirada y la bendición de un cura. Ese fue el premio que recibieron sus progenitores, el premio al desarraigo, a jornadas laborales interminables, al pluriempleo: un puñado de sueños estafados, un corralito de porvenires que les envejeció prematuramente y se los llevó a la tumba y les impidió conocer a los nietos que nunca nacieron. (La procreación, la familia, el trabajo, el salario, la honradez, carne de su carne, obligación de toda mujer y todo hombre decentes.)
La polilla se ha posado un momento sobre el cenicero. No sé qué buscará una polilla en el borde de un cenicero. Está ahí, quieta, como hipnotizada. No aletea. Es una polilla extraña. Si hay luz, las polillas jamás dejan de volar. Vuelan en círculos alrededor de la fuente lumínica y se golpean una y otra vez contra ella, hasta morir. La luz artificial las confunde. Ellas creen que es la luna.
Ésta es diferente. Ha escogido ese lugar para acabar sus días, y ejercer así su voluntad inquebrantable. Le doy la última calada al cigarrillo y antes de aplastar la colilla se me ocurre acercarle la tacha. Las alas se han desintegrado instantáneamente. No huele a nada especial y tampoco se ha producido sonido alguno. Ha quedado poco más de un centímetro lineal de materia orgánica, que descansa sobre media docena de patitas inertes dispuestas en hilera en cuyo extremo se intuyen dos antenas. Dirijo el humo sobre lo que fue y el cadáver del insecto amputado cae suave sobre la ceniza y se mezcla con las otras colillas de mis anteriores puntos y aparte, o puntos y coma, o escritura dodecafónica, en el interior de lo que bien podría ser una fosa común de los recuerdos y del futuro, de mis reflexiones, de mis planes, de lo que debo y no debo hacer, porque con un cigarrillo puedo encender otro, con el pasado enciendo el futuro para que se convierta en humo. "Y entonces, Adan, de qué te va a servir."
Oigo ladrar.
Ahora distingo una sonrisa azulada. Más bien es una mueca de agradecimiento hacia el chucho. Veo la escena como envuelta en celofán, desde esta ventana, porque los pequeños ojos legañosos del tusejo reflejan tiritones la luz fría de la pantalla, y una fluorescencia irreal procedente del neón corporativo se cuela entre los huecos de la sonrisa desdentada que ha dejado la heroína. Quizá no le sonría al animal; le dedicará la sonrisa a la máquina, a modo de saludo educado, las buenas noches en nueve idiomas, con banderitas de colores. Además, conviene estar a bien con ella: a diario expende el dinero que ahora mismo agarraría como se agarra un puñado de arena para correr ante el camello y chutarse de nuevo.
O sea, que se ríe del chiste que él mismo ha fabricado, de la ironía de la que es protagonista; o de mí, y de mis elucubraciones, ya que de la misma manera que yo le veo, él me ve. Es una risa desdeñosa, que me acusa de su desgracia, de la dirección que ha tomado su destino, y que tal vez me señale acusadora, por no bajar, y plantarme ante la puerta, dejarme olisquear por su compañero y preguntar y decir cuánto necesitas para dormir sin calambres esta noche.
Me convenzo de que es así, de que efectivamente me ha visto, y me da tanta vergüenza que me apresuro a cerrar la ventana y a bajar la persiana, bruscamente, en un estrépito urgente de alarma aérea, como si me hubiese sorprendido una hipotética vecina de enfrente fisgando con unos prismáticos el momento íntimo de su desnudez nocturna.
Sentado, miro la luz de la bombilla, y el portalámparas negro, y los dos cables que se pierden en el techo a través del pequeño agujero oscuro. Al calor de la bombilla sobrevuela una polilla. Miro el espacio rectangular esclarecido en la pared y vuelvo a oír, como todos los días, el berrido del ciervo que perece a los dientes de los tres lebreles. Enciendo otro pitillo. Desde que era un crío y observaba a mi padre fumar, siempre he pensado que fumar es el telón entre dos actos. Fumar es ponerle fin a las cosas y empezar otras nuevas, o viejas, repetidas, pero empezarlas, y terminarlas, nuevamente, en un círculo de humo ritual, de gestos y costumbres reiteradas. Fumar es como un punto y seguido, y también, según y cómo, un punto y coma.
Desde que dejé a Maruja y me vine aquí fumo compulsivamente y me salto a la torera toda regla de puntuación, que es otra manera de andar por la vida, sin terminar nada, o empezándolo todo, o no hacer nada que uno ya hubiese hecho con anterioridad. Es otra manera de darle vueltas a las cosas; enlazar todo lo que a uno le pase por delante, sin pausas o entreactos. Encender un pitillo con la brasa de la última calada del anterior; ver el presente con el destello del último recuerdo, y también alumbrar nuevos caminos, y dejarlos a la mitad, abandonarlos por otros, retomarlos, encender la colilla caliente, cambiar de marca, ofrecer, tomar y pedir, pero dejarlo, jamás, porque cómo finalizar algo sin un cigarrillo, cómo dar paso a una nueva fase, cómo si no iba yo a recordar ahora mismo, en el momento en que lanzo como chorro de gas exterminador el humo hacia la puta polilla incansable, que hace más de 30 años, para poder llegar a la estación donde tomaba el tren hacia el colegio, por no tropezarme con la cuadrilla de yonquis que se apostaban en un extremo del paso subterráneo, daba un rodeo de dos manzanas.
Cómo no recordar ahora, viendo el humo saliendo de mi nariz, transformándose en niebla y deslizándose sobre la mesa, que cuando andaba apurado de tiempo no me quedaba más remedio que acopiar valor y pasar por entre el pasillo humano que formaban, igual que un primate segundón, con la cabeza gacha, a punto de mearme en los pantalones, bajo las miradas burlonas, chulescas, algunas ya descreídas y medio muertas, mientras soslayaba mi disimulo para ver cómo se inyectaban la heroína a la luz del día, en pleno centro de la ciudad; cómo se sujetaban, solidarios, unos a otros, las gomas en los antebrazos, y cómo, cuando el bolsillo estaba vacío, algunos pocos, los más débiles -los que todavía no se habían atrevido a probar la efectividad del miedo que todos le tenemos a la punta de una navaja en el cuello- vomitaban torrentes intestinales sobre la acera igual que hidrantes de las calles del Bronx.
Aquella, sin embargo, no era una película, ni ahora es una evocación desenfocada; era, ni más ni menos que mi realidad cotidiana, exactamente igual que la que acabo de contemplar hace unos minutos desde mi ventana, tres décadas después, en una barriada del rutilante estado del bienestar. Dudo mucho que alguno de aquellos tipos siga hoy vivo. A medida que yo crecía, cada cierto tiempo se sabía de la muerte de alguno, a causa del SIDA, de un ajuste de cuentas, de sobredosis, de una hepatitis mal curada, de una paliza en la cárcel. La mayoría no creció en un hogar desestructurado, ni era hijo de padres divorciados, sino más bien todo lo contrario: vástagos de clase obrera, educados en los valores del trabajo y del esfuerzo, del respeto a sus mayores dentro de una familia clásica, fundada bajo el altar, la mirada y la bendición de un cura. Ese fue el premio que recibieron sus progenitores, el premio al desarraigo, a jornadas laborales interminables, al pluriempleo: un puñado de sueños estafados, un corralito de porvenires que les envejeció prematuramente y se los llevó a la tumba y les impidió conocer a los nietos que nunca nacieron. (La procreación, la familia, el trabajo, el salario, la honradez, carne de su carne, obligación de toda mujer y todo hombre decentes.)
La polilla se ha posado un momento sobre el cenicero. No sé qué buscará una polilla en el borde de un cenicero. Está ahí, quieta, como hipnotizada. No aletea. Es una polilla extraña. Si hay luz, las polillas jamás dejan de volar. Vuelan en círculos alrededor de la fuente lumínica y se golpean una y otra vez contra ella, hasta morir. La luz artificial las confunde. Ellas creen que es la luna.
Ésta es diferente. Ha escogido ese lugar para acabar sus días, y ejercer así su voluntad inquebrantable. Le doy la última calada al cigarrillo y antes de aplastar la colilla se me ocurre acercarle la tacha. Las alas se han desintegrado instantáneamente. No huele a nada especial y tampoco se ha producido sonido alguno. Ha quedado poco más de un centímetro lineal de materia orgánica, que descansa sobre media docena de patitas inertes dispuestas en hilera en cuyo extremo se intuyen dos antenas. Dirijo el humo sobre lo que fue y el cadáver del insecto amputado cae suave sobre la ceniza y se mezcla con las otras colillas de mis anteriores puntos y aparte, o puntos y coma, o escritura dodecafónica, en el interior de lo que bien podría ser una fosa común de los recuerdos y del futuro, de mis reflexiones, de mis planes, de lo que debo y no debo hacer, porque con un cigarrillo puedo encender otro, con el pasado enciendo el futuro para que se convierta en humo. "Y entonces, Adan, de qué te va a servir."
Oigo ladrar.
10 comentarios:
en realidad, por real, todo el relato tiene algo de macabro, aunque aparentemente solo sea el final, cuando describes la "desaparición" de la polilla (que casi voluntariamente se expone a su fin, como el yonqui)
me ha gustado, qué sé yo!!!
Javier, intuyo quién eres por tu apellido: Qué sé yo!! que te delata
"todo lo real tiene algo de macabro". Te tomo prestada la frase, o mejor, como en la realidad, te la robo.
Lo real lo contiene todo, precisamente porque es real (¿Lo dijo Perogrullo?: lo macabro, lo sensible, lo dulce, lo amargo...
Gracias por pasarte
El día que la mierda tenga algún valor, los pobres nacerán sin culo. (Gabriel García Márquez).
No queremos ver lo que nuestra conciencia nos echa en cara cada día. Es demasiado difícil reconocer nuestras hipocresías y vanidades y nos es más fácil hacer acopio de una gran dosis de compasión y falsedad. Todo es una gran falacia y a los yonquis de los cajeros, a los fumadores compulsivos y a tantos y tantos otros los mutilamos como simples polillas.
Un beso, Ester
No queremos ver que el pasado es igual que el presente y mucho me temo que mejor que el futuro. Negamos realidades actuales, pensando que son de otro tiempo más "primitivo", menos sofisticado, más sucio.
Una simple polilla heterodoxa puede mostrarnos la dignidad a la que renunciamos nosotros, vertebrados racionales, dueños del mundo.
Abrazos
Genial y conmovedor, me encanta, me lo llevo al Nido. Un abrazo.
Me encantan estas visiones urbanas con que nos vas hipnotizando de cuando en cuando; tienes gran precisión en los detalles, sacándoles todas sus aristas. ¡Y mira que es difícil trabajar con polillas!
(por cierto, me pierdo un poco en lo de hidrantes)
Un beso!
Cuidalo bien, Loli. Muchas gracias
Ana, Igual que la ciudad nos hipnotiza, o igual que la polilla se deja hipnotizar, ya no por la luz, sino por los planes, los recuerdos, el futuro que yace en el cenicero. Luces ya muertas
Un hidrante es un surtidor de emergencia de agua a gran presión que se ubica en algunos puntos de las ciudades para que los bomberos puedan conectarlo de inmediato a sus mangueras en caso de incendio. (Son famosos los del Bronx porque en inmurables películas los niños los desprecintan en verano y se refrescan y juegan con el agua.) Yo he visto a yonquis con el mono vomitar con la misma presión y fuerza que un hidrante.
Gracias Ana. Abrazos
Esto cada vez tiene más cuerpo y más sentido. Me gusta. Mucho. Espero la siguiente entrega
Eso intento, Genghis, que Adan se haga, poco a poco, de carne y hueso, y pueda acometer sus planes, y no desfallezca en el intento.
Gracias por los ánimos, amig@
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