En la prodigiosa década de los 80 del siglo pasado, cuando la imaginación despertaba en España y la creatividad se permitía ser insolente y hereje, muy cerca de donde yo vivo un tipo listo abrió un pub al que bautizó con el apellido del insigne naturalista Charles Darwin, una de la santidades científicas más veneradas por la historia contemporánea.
Recuerdo que al entrar en el local pasaban unos segundos antes de habituarnos a una penumbra de luces verdes y moradas que recreaban una atmósfera como de cueva psicodélica, de refugio neardenthal propicio para la confidencia, la conversación, el beso y el lote eterno.
Aquella iluminación atenuada -la aurora, quizá, de algún valle olvidado por la historia- era ideal para que al entrar nos encontrásemos como criaturas en el paraíso terrenal poco antes del momento nefasto en que se consumó el pecado original, porque metros después de atravesar el umbral del “Darwin”, uno podía ver en tamaño natural la figura esbelta y desnuda de nuestra primera madre esculpida en escayola, presta a hacerse con la manzana del árbol del bien y del mal que segundos después habría de morder su pareja de hecho (¿quién les casó?) propiciando así la ira de Dios, la expulsión del paraíso y todo el rosario de desgracias que desde entonces sufre la Tierra.
Recordar el “Darwin” en esta fase de mi vida en la que he decidido abjurar de la ciencia empírica y convertirme en el azote de la razón no es casual. De nuevo mi superyó guía mis pasos hacia la verdad y me coloca en un escenario de mi memoria más que favorable para el ejercicio de la dialéctica; un espacio en el tiempo en el que conviven, nada más y nada menos que el padre del evolucionismo junto a los protagonistas del creacionismo; el supuesto mono, antes de que fuese hombre, frente al hombre ya hecho y derecho por inspiración y deseo divino, a su imagen y semejanza.
No tengo necesidad de devanarme mucho los sesos para solucionar esta lucha de contrarios, y menos después de leer hace un par de días una nueva noticia relacionada con el hallazgo del pretendido primer eslabón de nuestra cacareada cadena evolutiva. Se trata de un Australopithecus al que han bautizado Sediba y que anduvo arriba y abajo, fardando de pulgar oponible y capacidad para erguirse, hace casi dos millones de años. Su aspecto, según graciosas recreaciones realizadas por los científicos, es el de un mono un poco más estilizado, de rostro más amable, menos simiesco y, precisamente por eso, más inquietante, porque las facciones desvelan una voluntad inquebrantable de dominar el planeta. Sin embargo, lo que los estudiosos no dicen es que el bicho en cuestión se dedicaba, básicamente, a follar, a comer y a dormir. Que no tenía conciencia de la muerte y que tampoco creía necesaria la acumulación de bienes. Y, por supuesto, que jamás, en sus breves años de ruda existencia, se hubiese planteado la estupidez de cambiar su fuerza o sus habilidades por objeto, cosa, o prebenda alguna.
Así es que uno compara los aspectos esenciales de este supuesto primer ancestro de la humanidad con Adan y Eva después de ofender a Dios y la resultante no puede ser más diáfana: es absolutamente imposible que el hombre de hoy -también llamado sapiens sapiens por la turba fanática- tenga algo que ver con el amigo Sediba, porque entonces estaríamos ante un anatema, algo así como una herejía, ya que deberíamos reconocer que lo que en realidad se ha producido es una involución.
Efectivamente, la gran inteligencia que demostraba el Australopithecus en su quehacer cotidiano es diametralmente opuesta a toda la perversidad, estulticia, torpeza y estupidez de que hacemos y hemos hecho gala a lo largo de los siglos y que se imprimió en cada rasgo cuando nuestro Padre creador tuvo a bien esculpir desde el barro primigenio la primera pareja de seres humanos, erectos, rubios, occidentales, y bien plantados. Es decir, nuestros verdaderos antecesores tal y como los artistas los pintaron por inspiración divina.
En definitiva, que se puede decir más alto pero no más claro: Adán y Eva, nuestros primeros padres, el fruto de un diseño inteligente para solaz y divertimento de su creador (no se puede ser más listo). Lo demás, pensar que algún día fuimos un aburrido homínido con cara de Chita que dedicaba su tiempo a no hacer nada son ganas de enredar; una escusa barata para vender libros y viajar a cuerpo de rey.
Recuerdo que al entrar en el local pasaban unos segundos antes de habituarnos a una penumbra de luces verdes y moradas que recreaban una atmósfera como de cueva psicodélica, de refugio neardenthal propicio para la confidencia, la conversación, el beso y el lote eterno.
Aquella iluminación atenuada -la aurora, quizá, de algún valle olvidado por la historia- era ideal para que al entrar nos encontrásemos como criaturas en el paraíso terrenal poco antes del momento nefasto en que se consumó el pecado original, porque metros después de atravesar el umbral del “Darwin”, uno podía ver en tamaño natural la figura esbelta y desnuda de nuestra primera madre esculpida en escayola, presta a hacerse con la manzana del árbol del bien y del mal que segundos después habría de morder su pareja de hecho (¿quién les casó?) propiciando así la ira de Dios, la expulsión del paraíso y todo el rosario de desgracias que desde entonces sufre la Tierra.
Recordar el “Darwin” en esta fase de mi vida en la que he decidido abjurar de la ciencia empírica y convertirme en el azote de la razón no es casual. De nuevo mi superyó guía mis pasos hacia la verdad y me coloca en un escenario de mi memoria más que favorable para el ejercicio de la dialéctica; un espacio en el tiempo en el que conviven, nada más y nada menos que el padre del evolucionismo junto a los protagonistas del creacionismo; el supuesto mono, antes de que fuese hombre, frente al hombre ya hecho y derecho por inspiración y deseo divino, a su imagen y semejanza.
No tengo necesidad de devanarme mucho los sesos para solucionar esta lucha de contrarios, y menos después de leer hace un par de días una nueva noticia relacionada con el hallazgo del pretendido primer eslabón de nuestra cacareada cadena evolutiva. Se trata de un Australopithecus al que han bautizado Sediba y que anduvo arriba y abajo, fardando de pulgar oponible y capacidad para erguirse, hace casi dos millones de años. Su aspecto, según graciosas recreaciones realizadas por los científicos, es el de un mono un poco más estilizado, de rostro más amable, menos simiesco y, precisamente por eso, más inquietante, porque las facciones desvelan una voluntad inquebrantable de dominar el planeta. Sin embargo, lo que los estudiosos no dicen es que el bicho en cuestión se dedicaba, básicamente, a follar, a comer y a dormir. Que no tenía conciencia de la muerte y que tampoco creía necesaria la acumulación de bienes. Y, por supuesto, que jamás, en sus breves años de ruda existencia, se hubiese planteado la estupidez de cambiar su fuerza o sus habilidades por objeto, cosa, o prebenda alguna.
Así es que uno compara los aspectos esenciales de este supuesto primer ancestro de la humanidad con Adan y Eva después de ofender a Dios y la resultante no puede ser más diáfana: es absolutamente imposible que el hombre de hoy -también llamado sapiens sapiens por la turba fanática- tenga algo que ver con el amigo Sediba, porque entonces estaríamos ante un anatema, algo así como una herejía, ya que deberíamos reconocer que lo que en realidad se ha producido es una involución.
Efectivamente, la gran inteligencia que demostraba el Australopithecus en su quehacer cotidiano es diametralmente opuesta a toda la perversidad, estulticia, torpeza y estupidez de que hacemos y hemos hecho gala a lo largo de los siglos y que se imprimió en cada rasgo cuando nuestro Padre creador tuvo a bien esculpir desde el barro primigenio la primera pareja de seres humanos, erectos, rubios, occidentales, y bien plantados. Es decir, nuestros verdaderos antecesores tal y como los artistas los pintaron por inspiración divina.
En definitiva, que se puede decir más alto pero no más claro: Adán y Eva, nuestros primeros padres, el fruto de un diseño inteligente para solaz y divertimento de su creador (no se puede ser más listo). Lo demás, pensar que algún día fuimos un aburrido homínido con cara de Chita que dedicaba su tiempo a no hacer nada son ganas de enredar; una escusa barata para vender libros y viajar a cuerpo de rey.
3 comentarios:
Pero... ¿No veníamos de Paris?
Vale, veníamos de París. Y los parisinos, ¿de dónde vienen?. ¡Ah! Se abre otro gran enigma para la ciencia.... O es otra nueva mentira del marqueting francés que se hace necesario desvelar y gritar a los cuatro vientos
"El Tribunal Superior de Ibagué condenó a la Iglesia católica a pagar 430 millones de pesos a dos menores que fueron víctimas de abuso sexual por parte del sacerdote Luis Enrique Duque Valencia. Se trata de un fallo histórico, pues es la primera vez que la justicia encuentra responsable a la Iglesia por actos de un cura pederasta."
Y el cura pensaba: " Esta noche tendré listo el dispositivo la cuna de Judas. Estoy seguro que mis niños se divertirán. Por favor Dios! no me falles!."
Y como él, más....
Un beso, NENA
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