Era tan hermosa la visión de los dos puntitos morados, uno al lado del otro, sobre la espalda desnuda, bronceada, limpia de toda erupción, delimitada por los tirantes del vestido floreado, que decidí no decir ni hacer nada. No quise avisar a la mujer que tomaba, despreocupada, una bebida refrescante sentada a la orilla del mar, mientras la brisa del atardecer de agosto le despeinaba ligeramente los cabellos lo justo para proporcionarle el alivio de la canícula y descubrirme, a mí, a quien no veía, a mí, en quien jamás repararía, el cuello frágil, la tentación del crepúsculo, el pecado propiciatorio de virtuosos y malditos.
No le dije nada. De hecho, ni siquiera hice por verla el rostro. Me daba por satisfecho con poder observar, sin que ella se diese cuenta, la piel del torso salpicada casi imperceptiblemente por las dos pequeñas marcas circulares cuyo origen yo conocía perfectamente, separadas pocos centímetros una de otra, como si de dos lunares se tratase.
No le dije nada. De hecho, ni siquiera hice por verla el rostro. Me daba por satisfecho con poder observar, sin que ella se diese cuenta, la piel del torso salpicada casi imperceptiblemente por las dos pequeñas marcas circulares cuyo origen yo conocía perfectamente, separadas pocos centímetros una de otra, como si de dos lunares se tratase.
Tampoco di aviso a la autoridad competente, aunque desde el primer instante en que las vi supe cual era su procedencia y hasta el modo en que aquellos dos estigmas se habían producido.
Probablemente, en pocas horas, aquella doncella que aliviaba, despreocupada, la sed y el bochorno a orillas del mar, recibiría poco después de la medianoche, la visita de una criatura fascinante, superviviente de la historia, transformado en elegante caballero que doblaría las rodillas ante el lecho descuidado del apartamento de verano como un guerrero de la antigüedad, como un amante dolido, para saciar el hambre y ahuyentar la soledad con la sangre dulce de aquella bella dama de agosto.
Y yo iba a seguir a la mujer durante la noche, y me colaría en su alcoba, y en un rincón oscuro, a salvo de los indiscretos neones y de la impertinencia de la luz municipal, esperaría ansioso a que se produjese la invasión sigilosa del cuarto y la libación precisa ejecutada con extraordinaria delicadeza por el más triste amante de todos los tiempos, como si aquella enésima víctima, consecuencia de su existencia eterna, fuese todavía aquella primera mujer lejana en la que derramó el primer deseo.
Yo iba a estar allí para deleitarme con la visión de la pasión del beso afilado, con la destreza del amante experimentado y con el sonido del aire musicado a través de los labios encarnados de la bella desconocida que poco a poco perderían el color mientras a través de ellos se escucharía, probablemente por última vez, algo parecido al acorde quejumbroso de una viola libidinosa, en una trampa onírica de dolor y placer.
3 comentarios:
Siempre he pensado que los que se dedican a la labor del voyeurismo sufren un montón, aunque ellos no lo crean. Hay que ir al ataque sin dilaciones y eso va por ti; la belleza de una noche de agosto es demasiado preciada para perderla.
Un beso, NENA
El vampiro y el voyeur eran la misma persona? buen relato. Un beso.
Nena, de eso, de ir al ataque, "el Conde" sabe un rato.
Buena pregunta Loli. Los dos vampiros. Uno se queda con la sangre; el otro con el momento de la vida que se escapa en un éxtasis definitivo
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