Como ya tengo mis años, el médico me ha recomendado hacer ejercicio ligero, caminar una horita todos los días, a mi ritmo, sin forzar la hernia. Y para amenizar la marcha, nada mejor que una radio conectada a la oreja. Oigo la voz de una mujer que explica sus viajes alrededor del mundo y su fantástica vida cosmopolita. En mitad de su relato suelta la siguiente frase: “Quien no es testigo de su tiempo es que no existe”. Detuve mi marcha súbitamente. Caminaba entonces por las calles de un polígono industrial y allí me quedé quieto, boquiabierto, con los ojos idos, mirando hacia ninguna parte. Reaccioné al oír el claxon impaciente de un camión que necesitaba maniobrar y al que estaba impidiendo el paso. Al poco retomé, paso a paso, el ritmo del paseo terapéutico. Ahora caminaba con la frasecita bailándome en la cabeza de lado a lado de las paredes del cerebro, mientras la señora cosmopolita continuaba hablando por la radio. Pero yo ya no oía nada porque seguía escuchando una y otra vez “Quien no es testigo de su tiempo es que no existe”.
Una pausa para la publicidad me libró del ensimismamiento y mi atención se centró de nuevo en el relato de lo que en la emisora se decía: uno de los bancos a los que el gobierno de un país europeo ha ayudado con 10.000 millones de euros (prestados por los contribuyentes a un interés del 0%) dice, a través de una preciosa voz, que son lo mejor de lo mejor y que vayas a guardar tus ahorros en su entidad, que te unas a ellos porque va a ser la juerga padre. Después de tan creible mensaje, un coro de voces jóvenes canta y grita de felicidad la sintonía corporativa del banco y me da por caminar más deprisa, al ritmo desenfadadamente joven y alegre del mejor banco del mundo. A los pocos metros, y todavía no sé por qué, me acordé de “La Naranja Mecánica” de Stanley Kubrik.
Finalizada la cuña publicitaria volvió la señora viajera, que se explayaba ahora en sus días y sus noches de New York, en las conexiones con la Gauche Divine barcelonesa y en los viajes tan divertidos que realizaba, en avioneta, a Roma, en compañía de los luchadores antifranquistas de Bocaccio. Aquellos, como todo el mundo recuerda, eran tiempos para la dolce vita. Entre ida y vuelta, la señora soltó esta otra frase: “En realidad, todos somos fruto de nuestro tiempo”. Y esta vez no pude permanecer en pie. Me senté, me deshice de los auriculares y desconecté la radio. Y apoyado contra la persiana sucia de un taller metalúrgico, entre el ruido de herramientas que golpeaban el acero y el olor a viruta de hierro, sentí la profunda sensación de haber dado con una de las clave de la existencia. Y empecé a preguntarme ¿Qué diablos significaba ser testigo? ¿Un testigo es aquel que mira, que está presente, o aquel que ejerce como tal, es decir, que cuenta y participa de lo que ve? ¿Existo por el solo hecho de mirar a nuestro alrededor?. ¿Es una obligación existir? ¿O sencillamente es la consecuencia lógica de nacer?. Naces y existes, y entonces ¿la existencia es algo parecido a un premio, que se gana por dar testimonio? ¿O uno es, sin más, aunque sea mudo y ciego y sordo, y así ya vale.?
Un obrero vestido de azul, manchado su traje por colores indefinibles, casi extraterrestres, levantó de repente la persiana y salió a fumar un cigarrillo. Los ojos de aquel trabajador estaban quemados y ni pestañas ni cejas los protegían, seguramente, a causa de la miles de horas que había pasado en su vida tras la soldadura electrógena. Al verme sentado allí, me ofreció un pitillo, sin demasiado interés, como en un gesto de buena educación o quizá por comprobar si yo era una presencia real. Le dije que no con la cabeza y, como todavía me encontraba en estado de postración reflexiva, el trabajador debió de pensar que buscaba comida o amparo en el polígono. Introdujo la mano en el bolsillo y me alargó un euro y me dijo que me tomase un café en la máquina del taller. Le dije que no se preocupase y, sin mediar una palabra más, a bocajarro, le solté
-¿Usted cree que es fruto de su tiempo?
El obrero, calmosamente, como el pistolero bueno de un western, le dio dos fuertes chupadas al cigarrillo y expiró el humo por la boca y por la nariz. Después, con gesto certero y gran destreza, lanzó la colilla por entre el enrejado de la alcantarilla y, mirándome muy fijamente a los ojos, con sus ojos achicharrados, sin cejas ni pestañas, me respondió.
-No hay más que verme.
Recibí la respuesta como quien recibe un disparo. Fui incapaz de seguir con la conversación. Permanecí callado mientras aquel tipo me miraba algunos segundos, entre extrañado, lastimoso y con desprecio, como quien se mira a alguien que merece indiferencia. Creo que permanecí allí sentado algunas horas hasta que, ya de noche, muerto de frío, decidí volver a casa.
En la soledad del camino, bajo la luna helada, pensaba en la ausencia de testigos del tiempo real.
Vuelvo mañana.
La obra que ilustra esta entrada es del pintor argentino Ricardo Carpani. Está en el diario electrónico "El Popular" http://www.diarioelpopular.com.ar/diario/2007/12/04/index. El diario presenta a este pintor como "comprometido con su tiempo".
1 comentario:
Si aceptas como bueno el silogismo "cartesiano" PIENSO LUEGO EXISTO, es evidente que tú, pobrecito hablador ERES, O EXISTES, como prefieras... así que si te vale de algo mi pobre opinión, ¡ni se te ocurra irte!
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