miércoles, 30 de marzo de 2022

La mano de Mío Smith

 


La mano que mueve la cuna no es la mano que gobierna el mundo, por mucho que se empeñen los amantes de los lugares comunes. Desgraciadamente, la mano que gobierna el mundo es la mano de Willie Smith; una mano abiertamente beligerante, implacable, rápida y efectiva; una mano inesperada, premeditada y alevosa que golpea a todo aquel que  se pone por delante; una mano insidiosa y vengativa, que sonríe antes de restallar sobre su víctima con toda  la fuerza de que es capaz, dando a luz  a la incredulidad  de un silencio pasmado.

Porque, aunque es sabido que tras toda palabra sobreviene la acción, la mano que gobierna el mundo niega su poder y se acoge y practica el hecho consumado, de manera que en su preponderancia y avance es la acción la que genere la palabra, ya sea de disculpa, de manipulación, de rendición,  tergiversación de los hechos o reescritura del discurso de lo acontecido en beneficio propio y humillación ajena.

Una mano abierta sobre el rostro desconcertado de alguien, ante la estupefacción paralizada de millones de personas, en virtud de una aparente afrenta, es violencia sin paliativos, negación de la razón, atentado a la dignidad. Aunque la mano de Willie Smith es doméstica, y también prosaica, porque es un aficionado insultando a un árbitro desde la grada, un futbolista  agrediendo al contrario o un automovilista exhibiendo el dedo corazón por la ventanilla de su coche. Por eso, la mano abofeteante de Willie Smith es el atrevimiento, el  descaro, la mala educación y la vulgaridad del discurso fascista.

La guantada televisada y global de la pasada noche de los Óscar no es la escena de una película, no es ficción, no es Bud Spencer repartiendo treinta guantazos por minuto en el desierto de Almería, ni siquiera  Glenn Ford cacheteando a Rita Hayworth  dentro  del camerino. Es la acción premeditada, serena, calculada y pretenciosa de un hombre tan mirado de sí mismo que creyó contar con el derecho a defender algo supuestamente suyo, como lo habría hecho un conde en la Edad Media, un duelista decimonónico, un borracho en un bar, Ruiz Mateos con Boyer o un macarra en la calle Montera.

Y es que el actor norteamericano, tras escuchar los chistes sobre su esposa, sonrió, se levantó de su butaca, caminó decidido,  con paso firme, muy tranquilo.  Durante ese breve trayecto Smith se está viendo a sí mismo protagonizando la escena de su vida, creyendo encarnar un  héroe de reminiscencias épicas, un héroe social, convencido de que, tras el desenlace luctuoso, ofrecerá un gran ejemplo a sus hijos gracias al cual será aclamado por propios y  extraños ante una  exhibición inolvidable de viril pundonor conyugal.

Pasado un día se ciernen sospechas  sobre la autenticidad de los sucedido; hay quien se está dedicando a diseccionar a través de las imágenes la gestualidad del agresor y del agredido; hay quien invierte su tiempo en analizar exhaustivamente toda la escena en su conjunto, con el ánimo de revelar indicios que prueben el montaje. De mundo-Hollywood no sería de extrañar. Aunque quizás el primer rastro que debemos husmear para desentrañar  el móvil de semejante espectáculo sea el hundimiento de la audiencia televisiva de la ceremonia de los Oscar, que ha sufrido una caída en las dos últimas décadas de 50%, lo cual explicaría la necesidad de este bochorno planetario.

Bofetada real o bofetada acordada, exabrupto sincero o exabrupto falso, la cosa es que  el asunto se agrava si Willie Smith, Jadda Pinket,  Chris Rok y la Academia que otorga los premios Oscar planearon la escena con el fin de que la gala recuperase visibilidad y audiencia y, por tanto, un aumento en la cuenta de resultados para la próxima edición, cuyo mayor atractivo será el recuerdo del paseo sobre fieltro rojo más visto de la historia, una sonora agresión y la frase “Quita el nombre de mi mujer de tu puta boca” Sería tanto como animar a todos los medios de persuasión del mundo a proponer escenas violentas, de estirpe cutre, con la única finalidad de  ganar dinero, que finalmente es lo que a estas alturas, todos perdonamos. “Bien hecho”, diría un amigo del comercio al uso.

Ciertamente, el asunto no hay por donde cogerlo. Tenemos el deber de censurarlo, sin contemplaciones, sin medias tintas, sin un tanto así de condescendencia. De haber sentido que se ultrajaba a su esposa o de haber sentido la necesidad de limpiar su honor como Mío Cid en la afrenta de Corpes,  la salida digna y más efectiva que le quedaba al señor Smith era abandonar la sala, pero no podía, porque le recibía un premio, el premio más importante de su carrera, y entre recogerlo y mostrar su indignación con su ausencia, prefirió lo primero. Por eso decidió invadir el escenario y agredir al causante de su desasosiego. Por eso se quedó después sentado y eligió gritar igual que un vulgar hooligan, igual que el ciervo en la berrea. Por eso, finalmente, ocupó nuevamente el escenario y, ante el silencio y la pasividad escandalosa del público, se permitió ofrecer unas palabras, justificando su propio proceder y obviando el perdón de su víctima, eso sí, con la célebre y codiciada estatuilla en la mano.

Tras miles de años, al menos en algunas partes del planeta, el hombre ha conseguido que sus conflictos se diriman a través de las leyes que entre todos dictamos. El honor y sus variantes se litigan en los tribunales, civilizadamente. La defensa de nuestra reputación ya no se realiza a golpe de espadón, o con un disparo de pistola de pedernal. Ni siquiera un padre al que han violado a su hija se ve en la obligación moral de acabar con la vida del agresor, tal y como ocurría hace apenas un siglo. Además, en los países llamados avanzados, la educación universal se ha extendido. Las mujeres, con mucho esfuerzo y obstáculos, van ocupando el lugar que les corresponde. Los países intentan siempre agotar las vías diplomáticas para resolver sus disputas e intereses…

Quiero decir que, a pesar de haber realizado este camino colectivo, en ocasiones surgen tipos extemporáneos que lo desandan y nos llevan a lugares de partida.  De hecho, la Historia de la humanidad se ha construido a manotazo limpio. A pesar de que somos una aplastante mayoría las que solucionamos nuestros problemas y hasta nuestras afrentas sin romper un plato, o sencillamente asumiendo estoicamente determinadas eventualidades de la vida, en los últimos años van ganando espacio actitudes, maneras de estar en el mundo y personas cuyas propuestas y ejemplos intentan llevarnos a todos, maniatados, a la casilla de salida, con la ayuda de la comunicación  injertada en el dinero. La mano de Willie Smith indica esa dirección; la mano de Willie Smith es la mano que ha gobernado el mundo durante mucho tiempo. Niega la palabra, la desdeña,  y en la fuerza notoria y mediática de su acto propina otra bofetada al futuro con la aquiescencia, los aplausos y las risas de muchos, y la indiferencia de otros.

martes, 8 de marzo de 2022

La tía Julia y el tertuliano

 


Vamos a ver, existen diferentes tipos de volcanes. Los más peligrosos son los llamados Sars cov 2, más conocidos como estrombolianos. Ahora bien, en función de los parámetros que nos ofrece el panel de las Naciones Unidas para el cambio climático, podría darse el caso de que  la lava llegase al mar, con lo cual estaríamos a las puertas de un conflicto de incalculables consecuencias, en virtud del cual el mismísimo rey emérito debería vacunarse de nuevo porque a estas alturas de la pandemia sabemos que las personas de mayor edad son las más vulnerables y más allá de vacunarse,  la OTAN podría entrar en una dinámica de división que no interesa más que a Putin, muy sensible en lo que se refiere a  la depreciación de la vivienda en La Palma que, tras la última erupción, ha asolado Ucrania, un país envuelto sin quererlo en un grave conflicto que podría afectar al calentamiento global y al mismo tiempo propiciar un acercamiento de China a EEUU, eso sí, con mascarilla, pues no está claro todavía que la pandemia de la COVID se encuentre en vías de extinción. De hecho, los expertos aseguran que la última variante Omnicron podría aniquilar macrogranjas porcinas y vacunas  como si de un castigo de la naturaleza se tratase, ante lo cual Pablo Casado tendría todavía alguna posibilidad de disputarle la presidencia del PP a Alberto Núñez Feijoo, por mucho que Miguel Ángel Rodríguez y su Isabel Díaz Ayuso se afanasen en la reconstrucción de todo el parque inmobiliario de la Isla, o que Pedro Sánchez, siempre al quite, renueve su confianza con Esquerra Republicana de Catalunya tras el encontronazo de los icebergs que se han desprendido en el Ártico y que amenazan al tráfico marítimo, cuestión esta que no es baladí dado la falta de todo tipo de componentes que sufre la industria mundial a consecuencia de la escasez de silicio, del bloqueo marítimo tras la pandemia que, por lo que parece, entra en vías de gripalización tal y como aseguran otros expertos de indudable valía, como por ejemplo el manacorí Rafa Nadal, que tantas y tantas alegrías no está dando a los aficionados al deporte y a todos los españoles de bien,  o al Ministerio de Economía y Hacienda a quien la reforma laboral de Yolanda Díaz parece que no ha sentado demasiado bien, pues según fuentes muy bien informadas, Yolanda Díaz es inmune al COVID, un hecho que no ha dejado indiferente a los partidos de la oposición quienes, después de difundir el rumor, aseguran que Putin en realidad es comunista y no nacionalista, y ni siquiera ultraderechista, de manera que  en las fotos en las que  Santiago Abascal aparece junto a Salvini, Salvini junto a Puigdemont y  Putin,  y éste último junto a Marie LePen no son más que otra consecuencia de las estrecheces de materia prima a la que se ve abocada la industria , y en especial al precio del quilovatio hora, que provoca una coladas a 2 euros la lavadora , aclarado y centrifugado completo. Bien, queridos colaboradores, no tenemos más tiempo, gracias por sus valiosísimas opiniones, que arrojan luz sobre la compleja actualidad y proporcionan a nuestros oyentes y a nuestra audiencia datos objetivos con los que ellos mismos puedan formarse su propia opinión de lo que acontece. Nosotros no hacemos otra cosa que informar. La opinión es cosa suya. Hasta mañana.

martes, 1 de marzo de 2022

En primera persona

 

Sobre la guerra es imposible decir algo valioso, o diferenciado. Sobre la guerra está todo dicho, porque siempre, durante toda la Historia, la guerra ha sido igual. La guerra nos la sabemos de memoria. Lo mismo ocurre con la muerte. Frases, artículos, noticias,  versos, párrafos,  libros o imágenes sobre la guerra y sobre la muerte son inútiles porque únicamete llegamos a conocerlas en el momento trágico y misterioso del tránsito definitivo, ante la visión de nuestra casa destruida, de los cadáveres ensangrentados de  nuestros hijos.  La guerra y la muerte son primera persona. Lo demás son aproximaciones bienintencionadas, compasiones, documentos para la historia o apologías insensatas.

Hace más de veinte años la muerte y la guerra asolaron a los hombres y las mujeres de la región de los Balcanes. Durante toda la última década del siglo XX,  en el corazón de Europa, miles de persones  asesinaban a otras miles  personas, las violaban, las torturaban, destruían sus ciudades, sus colegios, sus hospitales, sus mezquitas y sus iglesias; dejaban en la ruina las casas de sus enemigos; invertían toda su inteligencia en infligir el máximo dolor a sus semejantes; se apostaban tranquilos en las azoteas para reventar con una bala el cráneo de la mujer o el hombre que cruzaba la calle; asesinaban a sangre fría a civiles ante los ojos de sus hijos y después asesinaban también a sus hijos, y después bebían, fumaban y se explicaban chistes procaces, o se fotografiaban junto a los cadáveres. Porque profesaban otra religión, porque hablaban otro idioma, porque sus orígenes eran diferentes.

En aquel tiempo trabajé junto a Gabriel. Compartíamos oficina y responsabilidades. También compartíamos determinada visión del mundo y de la vida. Quizás por eso Gabriel y yo nos animamos a  refundar una revista trimestral. Pudimos publicar tres números. El segundo lo dedicamos a la Guerra de los Balcanes cuando se producía el llamado asedio de Sarajevo. Toda la revista era un alegato en contra de la guerra y contra los nacionalismos, desde  varios puntos de vista.  Estoy orgulloso de haber participado en aquel proyecto, aunque por mucho que nos esmeramos,  no decíamos nada nuevo, porque sobre la guerra está todo dicho, igual que sobre la muerte.

Poco después Gabriel y yo dejamos de producir la revista; nuestros caminos profesionales y vitales se separaron. Supe de él gracias a algunos artículos que publicó en un diario en los que explicaba la experiencias que vivió  en una viaje que hizo alrededor del mundo. Él me los enviaba. Eran unos textos hermosos, rebosantes de respeto por la gente, fuese cual fuese su cultura y su modo de vida. Finalmente recaló de nuevo en España. Se instaló en Ses Illes. Lo supe porque poco antes de que  finalizase  2017 recibí un wattsup . Yo, la verdad, le había perdido la pista. Ni siquiera sabía su nuevo número de  teléfono. Me produjo mucha alegría saber de él y Gabriel  también se mostró feliz; incluso me invitó a su casa, pero después de uno cuantos mensajes, todo empezó a torcerse.

Me pidió que firmase una petición favorable a los partidos secesionistas catalanes. Yo le dije que no compartía ni sus objetivos políticos ni las formas con las que querían conseguirlos. El tono de los mensajes cambió de inmediato. Poco a poco, sin darnos cuenta, nos habíamos enfrascado en una discusión que no tenía más que una salida. Y es que llegados a la culminación de nuestros argumentos Gabriel me llamó fascista, con letras mayúsculas y admiraciones. Intenté recordarle con quién estaba conversando, pero su respuesta fue otro FEIXISTA!! y después otro, y  otro más. Escribió gritando hasta tres veces  la infausta  palabra y finalmente se hizo el silencio entre  nosotros. Y desde 2017,  hasta ahora.

lunes, 21 de febrero de 2022

Desolación, desesperación y miedo

Según los diccionarios la desolación es una sensación de vacío o hundimiento provocada por una angustia, por el dolor o por una gran tristeza. Refieren los diccionarios una segunda acepción que señala  la ruina  y la destrucción completa de un edificio o un territorio, de tal manera que nada queda  en pie.

Sustantivos como decadencia, ruina, destrozo, perdición, destrucción o devastación son los familiares de la desolación,  la parentela que acude cobrar las comisiones y celebra solícita sus méritos y hazañas con el regalo de sus significantes en las manos.

Asolar es destruir; desolar es causar a alguien una gran aflicción, una angustia en extremo; privarle de todo consuelo o de toda situación favorable. Desolar y asolar suponen, etimológicamente,  la eliminación de  toda posibilidad de solaz, o sea, de consuelo, de alivio,  del placer o de entretenimiento. Desolar y asolar niegan el descanso tras el trabajo y el esfuerzo.

Por otro lado, la definición de desesperanza se suele despachar con su contraria, a saber, el estado de ánimo  en el que se ha desvanecido la esperanza.

La desesperación, originaria de la desesperanza, supone  la alteración extrema del ánimo causada por la cólera, la rabia, el despecho o el  enojo en su versión más vehemente.

Nada dice el diccionario sobre la impotencia o  la incomprensión como comadres que son de la desesperanza, pero todos sabemos que también ellas la amamantan.

La desesperanza provoca inacción, nos convence de que no hay nada que podamos hacer; sus colmillos nos inoculan en la médula espinal una certeza de prolongados efectos en virtud de la cual,  por mucho que nos esforcemos, por muchas buenas  ideas que llevemos a cabo, por muy arduos que sean los denuedos y los sacrificios que estemos dispuestos a padecer, nada de lo planificado o de lo que hayamos sido capaces obtendrá resultados según lo previsto o lo deseado.

Tan potente y eficiente  es la desesperanza que incluso nos convierte en culpables de nuestra iniciativa, de nuestros propios intentos. La desesperanza nos transforma en malhechores de la acción, seres incompetentes sin habilidad ni virtud para sacar adelante  ideas y proyectos.

Baruch Spinoza decía que no hay miedo sin esperanza, y a la inversa. Decía el filósofo que miedo y esperanza son más similares  de lo que aparentan. Únicamente difieren  en el estado de ánimo ya que ambos están marcados por la duda,  por la memoria y  por las expectativas, por lo  que pueda o no pueda suceder en un futuro. O sea, que para el pensador holandés la esperanza en realidad sería un término autoantónimo, porque según su punto de vista nos ofrece dos significados opuestos.

De ahí, probablemente, que los políticos mantengan estrechas relaciones con el miedo y con la esperanza, de la que son asiduos usuarios, publicistas,  contratistas  y  usufructuarios que azuzan  entre la ciudadanía, en beneficio de sus objetivos, emociones tales como la ira, la alegría, el entusiasmo, la confianza o el asco.  La zanahoria en el horizonte, el miedo a la miseria, la necesidad del palo para caminar, el recuerdo de su daño infringido, y hambre eterna.

Y es que tanto la desolación como la desesperanza son visitantes frecuentes de la Historia, siempre presentes en años anteriores y posteriores a una guerra, momentos de decadencia y relativismo moral, culto a la frivolidad, supremacía de la vulgaridad,   miseria intelectual, triunfo de la mediocridad  y ausencia clamorosa  de voces sensatas. 

Las sociedades que durante largos periodos de tiempo son incapaces de detectar y  diagnosticar  este estado ético generalizado acaban por sucumbir y, finalmente, se arriesgan a contraer anhedonia crónica,  la enfermedad que inhabilita a una persona para el gozo a causa de la anestesia emocional provocada por la carencia de dopamina.

En su sentido social sufriremos anhedonia colectivamente cuando nos veamos expuestos a la iniquidad permanente; cuando, gracias a la desidia y la indiferencia, la reivindicación del mal convicto y confeso devenga en hegemónico al tiempo que, ya cautiva y desarmada, enmudezca la resistencia.

Y entonces la desesperación nos conducirá a la pasividad, porque nada de lo que proyectemos, al margen de la infamia y de la más darwiniana supervivencia nos satisfará, porque quienes gobiernan nuestras emociones nos habrán convencido de la derrota de nuestros empeños  y entonces claudicaremos y aceptaremos, casi sin darnos cuenta, el yugo de la dictadura.

¡Ay! ¡Y para cuando eso suceda!  Para cuando eso suceda muchos caerán en la cuenta, por fin, de qué es una democracia y qué es el fascismo, y evocarán privadamente,  gimiendo rumores de nostalgia, insatisfacciones adolescentes y añoranzas de un pasado dilapidado!

Madrid ahora; todavía Cataluña; anteayer el País Vasco. Miles de personas jalean y votan a  la delincuencia organizada, ofrecen sin pudor su inquebrantable confianza al bandidaje y solicitan de los malhechores -impúdicos, arrebatados de ardor patriotero-  el gobierno de la inmoralidad bucanera. Desolación, desesperación y miedo. ¡Cuánto deseo equivocarme!

martes, 15 de febrero de 2022

Letra de araña

 

El hallazgo sucedió tal y como te lo cuento,  justo una semana después de la mudanza y de que abandonásemos el piso donde habíamos estado viviendo durante más de  un cuarto de siglo. Cualquier otra versión de lo acontecido es apócrifa, o directamente falsa. Si queríamos retomar nuestras vidas necesitábamos un cambio de aires. Esa fue la causa.

Las paredes, cada uno de los objetos encerrados en nuestras  habitaciones, las calles, el barrio, todo el entorno me recordaba permanentemente el olvido, el trauma de la amnesia que a diario invadía mis horas. Cada intento de evocación suponía la constatación del desierto en el que se había convertido la memoria de mi existencia antes del desgraciado accidente.

Tras dejar el hospital a duras penas reconocía mi propio rostro frente al espejo. Era consciente de que no me había quedado solo gracias al aroma de tu perfume, al sonido de tu voz y al tacto sabio de tus manos sobre mi piel. Es decir, la memoria de los sentidos y una ajustadísima y limitada  intuición sobre mí mismo era todo el patrimonio con que contaba para empezar de nuevo.

De manera que, efectivamente,  cambiar de vivienda era un condición sine qua non si  pretendíamos superar cuanto antes aquellos meses terribles y sus secuelas. Todavía padecía algún dolor, producto de las múltiples fracturas,  pero ya me había desprendido de las muletas y podía caminar con cierta solvencia. Así que me encontraba en condiciones más que aceptables para afrontar con garantías el trajín de una mudanza.

Es ahora, en pleno uso de mis facultades, que ya me reconozco por completo; por fin sé quién soy y en consecuencia me atrevo y me decido a revelarte el contenido de una vieja y descolorida carpeta de cartón azul que  accidentalmente extraje  con la escoba mientras barría los bajos -siempre oscuros,  inescrutables - de las estanterías del trastero  de la nueva vivienda en la que, después de este tiempo, podríamos decir que hemos recompuesto nuestras vidas.

En un principio el hallazgo  incluso me molestó, o mejor dicho, me produjo esa clase de pereza ante  la nimiedad de hechos totalmente intrascendentes que ni siquiera llegan a la categoría de lo doméstico, pero cuya resolución, instantánea y simple,  producen un fastidio irracional y tentaciones de postergación. Tanto es así que estuve tentado a empujar  la carpeta de un puntapié y condenarla de nuevo y  para siempre a la oscuridad, al polvo,  a las arañas del olvido, desde donde yo había vuelto algo tocado y a la postre presumiblemente  indemne.

Quizás ese fue mi  error, hacer caso omiso a mi primer impulso. La negación y censura de esas resoluciones irreflexivas son el alimento del azar, siempre al acecho. Si además ponemos de nuestra parte una pizca de curiosidad abrimos la puerta de par en par al destino.

Y así fue, porque finalmente la tomé en mis manos. Es igual que las que utilizábamos hace muchos años para guardar en ellas trabajos escolares; idéntica a la que los hogares de medio país guardaban a buen recaudo, al fondo del cajón del tocador, bajo la ropa interior, el libro de familia, la escritura,  los recibos de la luz y del agua,  facturas, garantías de electrodomésticos,  la letra del piso, de los muebles, informes médicos, la póliza del entierro,  y toda una serie de documentos sobre los que se cimentaba la seguridad de cualquier familia. Las carpetas de cartón azul venían a ser una especie de memoria y archivo de obligaciones, diario del deber cumplido, el testimonio de la honradez del pobre,  el dietario fragmentario en el que se consignaba y salvaguardaba el fruto y la prueba del trabajo y del denuedo.

Al  mirarla por ambas caras a penas marqué la silueta de mis dedos sobre una leve capa de polvo que la cubría, aunque fue en vano, porque no vi signo o letra alguna que sugiriese o apuntase al nombre de su propietario o a su contenido. No me quedaba otra opción que retirar las dos gomas y abrirla.

Este tipo de indagaciones caprichosas suelen resultar inocuas. No dejan de ser una vulgar necesidad  fisgona que debemos satisfacer, porque en ocasiones nos creemos audaces detectives tras la clave de misterios que no existen,  materia  intrascendente que nos permite acceder a deudas de poca monta o, en el más productivo de los casos,  a alguna miseria moral sin más peso que el del alma de quien vivió en aquel lugar.

Aun así, en la intimidad subterránea de un trastero, sin más compañía, que el sonido de las cañerías y el pálpito de la lámpara fluorescente,  persistí y violenté la privacidad ajena, sabiéndome a salvo de juicios y censuras.

Dos folios tersos,  todavía sin avejentar, con su blancura original intacta. Ese era el contenido de la carpeta, ni más, ni menos. Dos holandas  sueltas, sin grapas, manuscritas por una sola cara con tinta azul, probablemente de pluma estilográfica, con la que  su  dueño había escrito  cientos de  palabras ceñidas, pequeñas, apretujadas unas contra las otras, que en su abigarramiento ocupaban la totalidad de la superficie del papel, dispuestas de modo perfectamente rectilíneo y en bloque, casi sin márgenes en todos los puntos cardinales del documento, como si el autor tuviese una imperiosa necesidad de explicar algo muy importante para lo cual contaba con poco espacio.

Al primer vistazo esa fue mi primera e ingenua sospecha. Tenía que haber reflexionado, ni que fuese unos segundos para darme cuenta de que el autor sólo había escrito una de las caras de cada folio; para detectar en esa sobrecarga gráfica impulsos extraños, algún tipo de obsesión, obcecación, (quizás miedo), que provocaron en el prosista -ahora sí, misterioso- la necesidad enfermiza de hacinar de ese modo singular, tan desconcertante, como tejidas en una convulsión de puntadas precisas, unas palabras contra otras.

Algo en aquellas dos cuartillas me produjo la sensación de enfrentarme al pasado, al manuscrito perdido de un tiempo extinguido,  el remoto testimonio extraviado de los hititas, la versión corregida y aumentada del código de Hammurabi, una copia en papiro de la mismísima Piedra Roseta, o fragmentos de los evangelios apócrifos hallados en el Mar Muerto.

Tengo que confesar que, por extraño que parezca, la rareza del hallazgo y sus características no causaron en mí excesiva impresión. Es cierto que me llamó la atención el barroquismo gráfico con que se aplicó a conciencia el escriba contemporáneo; un miedo al vacío que impedía al autor del texto oxigenar letras, frases y palabras, líneas y párrafos. Algo, o alguien, alguna causa de fuerza mayor,  le habría obligado a escribir así.

Quizás, pensé, aquella supuesta rareza se debía a alguna peculiaridad fisiológica, o a una malformación, pero concluí mis conjeturas en este sentido acudiendo a hipótesis más sencilla; probablemente se trataba, simplemente, de su singular caligrafía. Letras más retorcidas y extravagantes había visto, aunque,  como suele decirse, podemos obtener más información  del carácter de las personas examinando su letra que preguntando a sus dueños sobre sus sueños mientras dormitan en un diván.

Fuesen cuales fuesen las causas, después de observar durante un par de minutos  aquel mar de signos ortográficos perfectamente justificados a sangre, que desafiaban los límites de cada una de las hojas,  finalmente dejaron  de resultarme misteriosas y, si no familiares, sí comprensibles, extrañamente plausibles.

Sin embargo, esa tranquilidad con la que en un principio acometí el análisis del contenido de la carpeta azul no duró mucho. Desde entonces he escuchado en silencio, con humildad y cierto sentimiento de culpa el reproche alarmado de haber metido las narices donde no me importa. Y lo entiendo. Es verdad, todo iba bien, yo progresaba adecuadamente, y comprendo tu preocupación porque, según los médicos, cualquier experiencia inesperada, por insustancial que a priori pueda parecer, podría provocarme una recaída. ¡Lo sé! ¡Lo recuerdo!

Cierto es  que había dejado atrás los in albis que padecí durante semanas, frecuentes al inicio de mi recuperación. Últimamente a penas se me iba el santo al cielo, me concentraba mucho mejor en todas mis tareas, sobre todo en la lectura, y cuando establecía conversación con amigos y familiares era capaz de captar perfectamente cada matiz, cada giro, e  incluso me atrevía a algún chascarrillo, lo cual causaba gran alegría entre mis interlocutores, que ponderaban en privado o públicamente, entre aliviados y sorprendidos, mis avances y el cambio que había experimentado desde aquellos días aciagos, por fortuna relegados al olvido, igual que la vieja carpeta azul, víctima inocente de las arañas, de la oscuridad, cuyo contenido tuve la osadía de leer.

En mi descargo diré que nadie en mi lugar hubiese desdeñado la oportunidad de conocer el significado que ofrecía aquel  tumulto de letras atropelladas hallado azarosamente en un subterráneo, en esa especie de cripta urbana en la que descansa la memoria olvidada, una recua de objetos muertos que  hemos abandonado con el desdén desagradecido y displicente  con que tratamos a lo que ya no nos resulta útil, por viejo, por molesto, porque ocupaba entre nosotros un espacio que ya no merece. Al fin y al cabo, eso es un cuarto trastero.

De manera que, sin pensarlo mucho, tras dar vuelta y vuelta a cada una de las hojas para cerciorarme que, a pesar de mi examen minucioso, el manuscrito no escondía algún otro secreto, me dispuse a leer la primera frase, que recuerdo de memoria, de corrido, sin necesidad de acudir al original. Decía así:

He amado con generosidad, apasionadamente, con toda la energía de mi cuerpo y la verdad ofrecida de mi alma abierta en canal.

Ante un inicio de este calibre, ¿Cómo detenerme? Porque... ¿A quién amó? ¿Todavía se aman? Tras esa confesión ¿Habría una descripción detallada de ese amor? ¿O sencillamente se trataba de la impostura romántica de un adolescente? Tenía que seguir. No podía dejar de saber, y, sí, corrí el riesgo de continuar leyendo, sin detenerme, hasta el final:

Sin embargo soy capaz de odiar con la misma intensidad con la que amo; odiar desmedidamente, sin cortapisas, hasta el punto de desear el peor de los males al primer ser humano que se cruzase en mi camino. O más, si cabe, hasta desearos la muerte. Odiar carnalmente igual que he amado, con la piel, el aliento y con cada uno de los sentidos. Degustar el odio, acariciarlo, olerlo, practicarlo intensamente, odiar hasta la exasperación, alcanzar el éxtasis hasta quedar tendido sobre el suelo, exhausto en ese estado de semiinconsciencia etéreo que sigue al orgasmo, producto de un odio en su más hiperbólico apasionamiento. Que nadie me malinterprete. Mi deseo frustrado no es el de la tortura ajena, el maltrato carnal o la experiencia sadomasoquista, porque, a pesar de que sufro la carencia del odio, y lo anhelo,  nunca pretendí infringir sangre o dolor; sólo muerte, una ira imaginativa y mental, casi diría que intelectual, en el plano del ideal; ese fuego, el calor efervescente del que algunos hablan, capaz de ocupar por completo como una densa viscosidad todos los ángulos, espacios,  huecos e intersticios que en nuestro organismo dejan las arterias, los huesos, los músculos y las neuronas. Odiar de tal manera que la inquina hacia alguien, el deseo de una venganza, la rabia incontenible, una animadversión irracional e individual concreta se transforme en el alimento o en el combustible que nos permita despertarnos y nos motive a continuar con el día y con el mañana. Odiar a alguien y, en el acto de detestarle, odiar finalmente a la humanidad entera. Elucubrar, fantasear con ver en alguien el color macilento de la muerte y al instante desear con todas las fuerzas lo mismo para los vecinos, la familia, el barrio, la ciudad, el país, el mundo entero muerto gracias a mis ansias de odio descomunal, a mi odio universal, pleno y sin reservas. Igual que yo he amado. Igual que yo he amado ansío odiar. Igual que yo he amado y una erección tras otra expresaba mi amor hasta bien entrado el alba, así ambiciono odiar, erecto mi rostro, erecta mi espalda, la columna vertebral, erecto mi paso firme frente a todo lo que sea capaz de odiar, especialmente personas, conjuntos de personas, corporaciones, organizaciones, territorios delimitados en la arbitrariedad de la Historia, terrazas de bares atestadas de semejantes, estadios deportivos, salas de conciertos, cines, desde la primera a la última fila, cines infestados de familias, de parejas, de grupos de amigos, de gente solitaria, o sola, compartiendo la edulcorada  y última versión  estúpida de un cuento de Perrault. Odiar como odia Thomas Bernhard a los perros, o el General Custer a los indios norteamericanos, o los Reyes Católicos, Hitler, los rusos y los franceses a los judíos. Pero ya veo que no va a resultar nada fácil. Ahora mismo, mientras escribo esto sobre la mesa de un bar al aire libre, bajo un cálido y tonificante sol de primavera, una señora me ha tocado leve y dulcemente en el hombro con el extremo de sus dedos de la mano derecha; me he girado y me ha advertido amablemente que se me había caído la cartera al suelo. Esa señora nunca lo sabrá, pero me ha dado el día, me ha desconcertado porque hoy ya me va a resultar un poco más difícil odiar del mismo modo que he amado. No es que esa señora de pelo blanco y alargados dedos artríticos como patas de araña me provoque el menor atisbo de deseo; ni siquiera se me ocurriría amarla platónica y espiritualmente, humanamente, gozosa y quizás cristianamente. Sin embargo, el más mínimo gesto de agradecimiento, la educación de la gratitud recíproca  se ha interpuesto entre mí y cualquier nimio  aliciente de odiosos efectos  con los que la cotidianidad me incita a odiar entre el alba y el crepúsculo. De modo y manera que el gesto de la dulce señora de cabellos plateados ha apelado de tal manera a mi corazón y a mis conexiones neuronales  que sé, de manera efectiva, ya sin ningún género de dudas, que hoy, nuevamente, se frustrará mi deseo de odiar. Aun así, doy rienda suelta a mi cerebro para escudriñar intensamente en todas y cada uno de las moléculas  de mi anatomía el más ligero, liviano y sutil síntoma de odio, un gramo de odio, un gramo de ira, qué sé yo, rencores contenidos y sometidos al soborno con el pago de la piedad, la compasión o el miedo a una vertiginosa caída a los infiernos, a la pena de la ley, a la condena y al desprecio social, al fin de mi burguesa, dulce y placentera vida carente de sobresaltos dignos de mención.”

“El fin de mi burguesa, dulce y placentera vida carente de sobresaltos dignos de mención.” ¿Te das cuenta? No es que me cueste un gran esfuerzo  entenderlo. De hecho, creo que la última es la frase menos trascendental de todo lo que escribí. Un final bastante insulso, lo reconozco. No hubiese ocurrido nada distinto de no haberla escrito.  Pero es que  ahora, después de leértelo,  recuerdo  a la araña, una de esas arañas del polvo de los sótanos, de largas y finísimas patas, escabulléndose veloz hacia la  oscuridad de su guarida en el momento en que yo descubrí la carpeta. Te lo aseguro. Era capaz de ver a la araña deslizándose con sus patas de hilo quebrado sobre las letras, como si ella hubiese sido la guardiana de su significado, o mejor dicho, como si fuese, al mismo tiempo, la auténtica autora y narradora de tanto deseo y  frustración y yo un mero amanuense.

Pero no te inquietes, cielo, pronto te despegaré la cinta americana de la boca y te desataré. Sólo quiero que estemos aquí abajo, los dos, frente a frente, durante unas horas, alejados de las tentaciones y del soborno de la bondad para poder odiarte muy de  cerca,  del mismo modo que te amo, con la misma fuerza, la misma energía, vaciándome de odio en ti. ¡No llores, mi amor, no te va a pasar nada!¡ Por favor, te lo suplico, no llores vida mía, o no podré odiarte, y entonces lo nuestro habrá sido en vano!