No me tengo por una de esas personas a las que se les tacha
de amargadas, aguafiestas, pesimista, cenizas, o tristonas. Quienes me conocen
saben que más bien soy todo lo contrario; a menudo, más alegre que unas
castañuelas. Como diría un castizo, me gusta más la fiesta que a un tonto un
bolígrafo. Salir, ver, tomar, reír, bailar, disfrutar de un buen paseo entra
dentro de actividades preferentes en mi vida. Ojalá pudiese practicarlas más.
¿Pero a santo de qué esta extraña excusatio? Alguno por ahí se preguntará ¿Qué es lo que nos va
endosar este gruñón que se quiere hacer pasar por algo que no es? ¿Qué es lo
que nos va a prohibir ahora la reencarnación del incorruptible moralista de Jorge de Burgos? ¿Nuevamente la alegría de
vivir, acaso otra vez la risa? “La risa es la debilidad, la corrupción, la
insipidez de nuestra carne. Es la distracción del campesino, la licencia del
borracho. La risa libera al aldeano del miedo al diablo, porque en la fiesta de
los tontos también el diablo parece pobre y tonto, y por tanto controlable.
Pero le ley se impone a través del miedo, cuyo verdadero nombre es temor de
Dios”
Mientras se come las páginas envenenadas del libro segundo
de la Poética de Aristóteles, y antes de perecer pasto del fuego en la
laberíntica biblioteca de la abadía donde vive, así argumenta a Guillermo de Baskerville el viejo monje español Jorge
de Burgos en la novela “El nombre de la Rosa”, de
Humberto Eco, la razón por la cual cometió los asesinatos de sus hermanos en Dios allá por el lejano 1327. No, mi intención no es la de procurar a quien esto lea
un viaje en el tiempo, imitando al inquietante monje ciego. Más bien, todo lo
contrario.
Y es que de un par de décadas aquí proliferan en todos los pueblos y ciudades del país eventos
evocadores de épocas lejanas con no sé bien qué finalidad, más que la comercial
y la lúdica. Se trata de ofrecer a los ciudadanos durante un fin de semana un
espacio donde pasear con amigos y familiares entre tenderetes provistos de todo
tipo de productos entre los que suelen destacar los embutidos, los encurtidos,
quesos y todo tipo de lácteos, hierbas medicinales, aceitunas, crepes, pinchos
morunos, piedras de la suerte, morcilla malagueña, bolsos y cinturones de piel,
artesanía y bisutería variada, vinos y licores, dulces, churros, camisetas
heavy metal, pins y chapas de escalofriantes simbologías, inciensos, etc.
Es decir, el Ayuntamiento en cuestión reserva un área urbana
bastante extensa que durante unos días deviene, por ejemplo, en un poblado
medieval por obra y gracia de atrezos y vestimentas anacrónicas, grandes
estandartes de las santas cruzadas y de aguerridos templarios, herreros de
última hora, arqueros, espadas y escudos de metal y de madera, armaduras,
yelmos, mallas de acero y todo tipo de armas medievales tales como penetrantes
y sanguinarios mandobles afilados, mortíferas alabardas, hachas decapitadoras,
pesados y punzantes manguales, ballestas precisas, dañinas mazas desmochadoras,
y martillos de todos las formas y tamaños.
Si el pueblo o la ciudad disponen de castillo o de algún
edificio que se le parezca, entonces ya el éxito está asegurado, la feria
medieval en cuestión vivirá largo tiempo y pasará a formar parte de la agenda
pública y festiva a lo largo de los años.
El programa de actos que gira
alrededor de estas ferias de tanto predicamento popular suele incluir algo de
música tradicional, interpretada por músicos ataviados para la ocasión;
talleres de herrería en los que se enseña a fabricar espadas, y alguna cosa más,
aunque -esa es la verdad- muchos, muchísimos de los visitantes que la gozan, lo
ignoran todo o casi todo de la Edad Media, y en su imaginario es una época de
la historia que se alarga prácticamente hasta el siglo XIX.
Porque el asunto y el interés se reduce a un espacio
comercial, lúdico y festivo en el que los organizadores pretenden que el
público crea revivir festivamente, con
un bocadillo de morcilla en una mano, una lata de cerveza en la otra y los
niños fascinados frente al yunque del herrero, una versión Walt Disney de los
tiempos de la peste bubónica, del feudalismo esclavista atroz, de las santas y
sanguinarias cruzadas, de la represión y el miedo religioso, del derecho de
pernada, de la hoguera de las brujas, de la pobreza y la suciedad exultantes,
de la ignorancia y la funesta superstición.
Estas ferias cancelan la Historia y disuelven la Edad Media
en algodón de azúcar equiparándola, en ese juego inocente de los disfraces y
pastiche, a nuestro bienestar actual, a un presente moral al que costó llegar
siglos de dolor, luchas y sacrificios.
Los que miran y ven mientras pasean entre puestos de
supuesta artesanía y fingidos aprestos medievales son ojos contemporáneos y
despreocupados que homologan inconscientemente a su presente siglos de
ignominia transformada en puro festejo, relativizando o aniquilando de este
modo el valor moral del hoy, del ahora, de la dignidad con la que viven sus
vidas. Y ahora quien lo desee que me
llame amargado, malasombra, buscapleitos o cerril benedictino.
Hay ciudades, como Terrassa o Reus, que han explotado con
éxito otra veta turística y comercial a partir de la evocación histórica y de
la nostalgia boba, pero utilizando una época algo más próxima a nuestro
presente. Se trata de la llamada Fira
Modernista.
Durante un fin de semana, con la excusa de que las dos
ciudades atesoran un importante patrimonio arquitectónico de estilo Art Nouveau
(o modernista) el consistorio, en
complicidad con muchos ciudadanos que participan activamente, intentan
convertir las dos ciudades en epígonos lúdico festivos de sí mismas travistiéndose
tal y como debían ser a finales del siglo XIX y principios del XX.
Ambas ciudades jugaron un papel muy destacado en la España y
la Europa de entonces. Tanto es así que Reus, por ejemplo, gracias al comercio
del vino y del aguardiente, junto a París y Londres, formaba el exclusivo trío que
marcaba el precio del alcohol para la fabricación de licores en todo el mundo.
De hecho, después de Barcelona, Reus era la ciudad más importante de Cataluña.
La bonanza económica hizo florecer una poderosa clase burguesa que construyó en
la ciudad lujosos palacios al estilo de Gaudí.
Además del negocio del licor, en los aledaños de la ciudad se
instalaron otro tipo de industrias, con lo cual la pequeña burguesía y la gran
burguesía opulenta convivía con las clases trabajadoras en una época de
agitación sindical y de incipiente atmósfera revolucionaria.
Terrassa, por su parte, fue junto a Barcelona, la capital de
la segunda revolución industrial del
sector textil. Terrassa devino en la ciudad de los grandes vapores, salpicada
aquí y allá de altas chimeneas humeantes, actualmente protegidas, en la que se consolidó, igual que en Reus,
una acaudalada burguesía que se hizo construir palacios y casas lujosas y que
convivía igualmente en conflicto con el movimiento anarquista, cuyos seguidores
reclamaban justicia social, mejoras en
las condiciones laborales y finalmente el final de la explotación del hombre
por el hombre a través de la revolución proletaria.
En Terrassa, además, los discípulos de Gaudí dejaron també
su impronta arquitectónica en las fábricas, construidas la mayoría de ellas en
ladrillo y con una estética particular que se ha venido en llamar modernismo
industrial.
En la primavera de Terrassa y el otoño de Reus, desde hace
años, los alcaldes presentan públicamente antes los medios de comunicación y la
ciudadanía, tocados de chistera,
vestidos con levita y chaqué, reloj de cadena, camisa blanca almidonada,
pantalón recto, guantes blancos y bastón de empuñadura nacarada, el programa de
sus respectivas Fires Modenistes.
Durante ese fin de semana muchos terrasenses y reusenses lucen el vestido y la terna de
finales del siglo XIX que han confeccionado todo el año, que han encargado
coser o que alquilan en prestigiosas tiendas de disfraces, de manera que las
calles se llenan de señoronas de alta alcurnia, sombrilla de encaje en ristre, arrastrando
con elegancia el frufrú sedoso de sus largos vestidos, acompañadas de sus
caballeros, que lucen el redingote negro cual magnates del vermú y del percal.
El visitante puede ver en las plazas y en las ramblas
tenderetes rotulados con letras modernistas, o imitando a la tipografía
decimonónica en los que se venden embutidos, encurtidos, quesos y todo tipo de
lácteos, hierbas medicinales, aceitunas, crepes, pinchos morunos, piedras de la
suerte, morcilla malagueña, bolsos y cinturones de piel, artesanía y bisutería
variada, vinos y licores, dulces, churros, camisetas heavy metal, pins y chapas
de escalofriantes simbologías, inciensos, etc.
Sin embargo, estas ferias modernistas se diferencian de las
medievales en dos aspectos. Por un lado suele haber un programa bien trabajado,
con actividades divulgativas y culturales; en segundo lugar, de algún modo el
evento se polariza políticamente a través de la elección del personaje que cada
cual desea asumir.
Y es que mientras que unos deciden vestir la seda, los
encajes y el charol burgués, otros prefieren exhibir el humilde blusón
proletario junto a la visera ladeada, la
bata gremial o el delantal y la cofia. Eso sí, todos unidos, patricios y
plebeyos acodados en la barra, sentados en la terraza, abrazados en confiada
fraternidad, compartiendo pose para las fotos y los vídeos, mesa y mantel, y
baile de noche, en una jornada en la que queda cancelada, como por arte de
magia, la lucha de clases.
Hace más de un siglo, durante los años que recrean las
ferias modernistas de Reus y Terrassa, Montada i Reixac era un paraíso verde y
una buena opción de descanso para la burguesía de Barcelona, que respiraba aire
puro o se bañaba y pescaba en los dos ríos que la surcan.
Montcada es mi pueblo, donde nací y me crie, un municipio
fabril del área metropolitana que sufrió un primer cambio traumático con la
guerra civil y que después fue torturado por el desarrollismo franquista con
cuatro carreteras, dos autopistas, tres líneas de ferrocarril y una decena de
grandes fábricas alimentadas con trabajadores procedentes de toda España.
De aquellas “torres” vacacionales, rematadas por lindos
tejados pseudo alpinos, no quedan más que dos. Una de ellas está deshabitada.
La otra se convirtió en discoteca durante tres décadas; ahora la habitan sus
dueños, por fin jubilados tras años sirviendo cubatas de ginebra de garrafón y
siendo testigos exclusivos del discretísimo arte del lote clandestino, el
metemano lúbrico y la paja entre penumbras. Acogiendo sendos bares de solera,
sobreviven todavía los dos casinos.
Según datos del Institut d’Estadística de Catalunya, en
Montcada ahora conviven en paz algo más de treinta y siete mil almas. Seis mil
quinientos hombres y mujeres, aproximadamente un 17% del total, procede de sesenta
y seis naciones de todos los continentes, el 95% de los cuales son países pobres.
Efectivamente, soy natural de un pueblo de gente humilde compuesto en su gran
mayoría por trabajadores, como mi padre, de manera que difícilmente podría mi ciudad organizar una feria parecida a la de Reus o Terrassa. Medieval sí, por
supuesto. ¿Y qué pueblo o ciudad no la tiene?
Pero hete aquí que un grupo de montcadenses, nostálgicos de
aquellos tiempos del legendario cuarteto formado por el mossen, el médico, el alcalde y el sargento de las Guardia Civil; añorantes de los tiempos de las chachas con cofia y los
criados con blusón, de la letra con
sangre entra, de la genuflexión y el velo, del estupro o de la cases de barrets (prostíbulos)... se han propuesto rescatar de la memoria lo
que ellos consideran las tradiciones más entrañables para poder recuperar la
identidad montcadenca y así profesar amor infinito a nuestro pueblo.
La iniciativa
se anuncia así en el diario local, "La Veu de Montcada" (Traduzco del catalán):
“Llega ‘Revive Montcada i Reixac’, una muestra educativa sobre historia y
tradiciones”.
Ilustra el titular de la noticia una fotografía en la que se
puede ver en primer plano una señorona tocada con una estupenda pamela enlazada
de gasa blanca, vestida con blusa de seda, fajín de tul azul y falda larga a
juego moteada de puntitos blancos. Junto a ella aparece el que se supone su
marido, vestido de riguroso redingote, levita y pajarita negra, tocado de una
chistera y empuñando un bastón.
Al lado, otra mujer ataviada de criada, con la
preceptiva cofia y delantal blanco sobre riguroso vestido negro rematado en las
mangas por las correspondientes puñetas. Ésta simula empujar muy
profesionalmente un cochecito de bebé, también de época, primorosamente
enjalbegado, en el que se supone que dormita l’hereu o la pubilla de tan
respetable familia. Detrás de la criada,
aparece otra señorona burguesa que parece observar la escena, luciendo un
vistoso sombrero verde con forma de maceta invertida a juego con el fajín de
tul que encorseta y encinta un ostentoso vestido largo.
El objetivo de esta edificante iniciativa es “divulgar
la cultura, la historia y las tradiciones locales”, impulsada por la
Associació Cultural Montcada (ACM). Se han involucrado en llevarla a cabo más de una veintena
de entidades, seis colegios, las bibliotecas del pueblo, el propio
Ayuntamiento, etc. Durante la celebración del pasado glorioso montcadense tendrá lugar, incluso, un desfile que recorrerá el centro del pueblo.
José Maria Zaragoza, a
la sazón presidente de la ACM, escribe en el mismo diario un artículo al
respecto titulado “'Revive' es una muestra
de amor por el municipio” porque “pretendemos
fortalecer la identidad local fomentando la participación ciudadana en la
preservación y difusión de la historia y la cultura del municipio.”
Tan educativa propuesta parece añorar un pasado que
afortunadamente jamás volverá y que obvia y desdeña los aspectos fundamentales
de la historia que de verdad necesitamos conocer y recordar para valorar en su
justa medida lo que hoy tenemos.
Pero no: según sus propios instigadores,
pretenden tatuar en la piel montcadense a través de la inocencia lúdica una identidad
inexistente, basada en un planteamiento ostentosamente clasista que obvia la existencia real de la
mayoría de hombres y mujeres que vivieron, que viven y que vivirán en Montcada
i Reixac.
Finalmente, para comprenderlo todo en su conjunto, tan solo hay que cruzar la realidad demográfica y social de mi pueblo con el miedo de algunos a asumir que la identidad y la cultura son fenómenos dinámicos, cambiantes, y que somos y seremos siempre mezcla y sincretismo, o no seremos.
Y sí, ahora ya pueden acopiar leña, encender y lanzar un
fósforo a la pira y contemplar como yo, su seguro servidor, finísimo moralista
inquisidor de la posmodernidad contemporánea, arde atado de pies y manos en la
hoguera de las masas contrariadas tras encomendar mis cenizas a fray Jorge de
Burgos, que Dios tenga en su santa gloria. Daré por buen empleado tan generoso
sacrificio, ni que sea por aportar una chispa de realidad a las Ferias Medievales,
que de un tiempo a esta parte se ven algo desvaídas, como aburridas de sí
mismas.