martes, 22 de octubre de 2019

Constancia del tiempo perdido


Resulta difícil de creer. A veinte metros bajo tierra, en algún rincón del subsuelo donde reposan un puñado de automóviles, canta un grillo.  El canto resuena en todo el garaje. Desconozco la esperanza de vida de los grillos. Según parece, a lo sumo seis semanas, siempre y cuando encuentren un entorno húmedo y dispongan de comida. Mi grillo ya hace meses que canta. Es difícil de creer, pero es así. 

Si tenemos que hacer caso de los entomólogos, el fenómeno es perfectamente normal, porque  los grillos son insectos nocturnos. Quizás ha interpretado como noche la oscuridad perenne  del aparcamiento y esa es la causa por la que frota constantemente sus cuatro pares de alas reclamando para sí, en su minúsculo agujero, otras presencias.

O probablemente halló una veta de gusanos sabrosos  y abundancia  de plantas y  hongos, lo cual le permite una existencia longeva y plena, en la que solamente tiene que pensar en satisfacer sus instintos, sin más preocupaciones. 

Y es que, tal y como  me aseguran, el canto de  los grillos tiene, sobre todo,  una función reproductiva. De manera que tras recuperarme de la sorpresa del primer día, semana a semana  he  llegado a envidiar al grillo de mi garaje, en la propiedad de su nido, comiendo, cantando, desplegando sus encantos,  sin más preocupación que la preservación de la confortable soledad oscura  que rige su vida de grillo.

Han caído las  lluvias del otoño y me empapa la  melancolía, que toma posesión de mis pensamientos tiñéndolos de trascendencia. La primera mañana que escuché el canto subterráneo  del grillo, los árboles  todavía lucían sus hojas y la claridad se prolongaba casi hasta abrazarse  con el amanecer. 

Dentro de pocos días, los señores y las señoras que gobiernan nuestro  tiempo manipularán nuestros  relojes, la noche se cernirá precipitadamente sobre las tardes y me despojarán del sol. Podría cantar como los grillos, pero me ocurre todo lo contrario, me dan ganas de llorar. Me invade una sensación de tristeza que no halla consuelo ni bebiéndome el mundo.

Añoro cada minuto de luz que perdí. Lamento las tardes que no miré al cielo buscando formas en las nubes. Suplico el retorno de los crepúsculos  tardíos, el vuelo rasante del vencejo y una tonelada de tiempo iluminado que dejé escapar sin otra recompensa que la mala conciencia. 

Por eso no entiendo muy bien por qué canta el grillo en la negrura profunda del garaje. Quizás no es un canto, y tampoco un insecto. Quizás se trate, efectivamente, de la conciencia, aquel Grillo Constante que nos invitó a escuchar  Mario Benedetti:

Mientras aquí en la noche sin percances
pienso en mis ruinas, bajo a mis infiernos,
inmóvil en su dulce anonimato
el grillo canta nuevas certidumbres.

Mientras hago balance de mis yugos
y una muerte cercana me involucra,
en algún mágico rincón de sombras
canta el grillo durable y clandestino.

Mientras distingo en sueños los amores
y los odios proclamo ya despierto,
implacable, rompiente, soberano,
el grillo canta en nombre de los grillos.

La ansiedad de saber o de ignorar
flamea en la penumbra y me concierne,
pero no importa, desde su centímetro
tenaz como un obrero canta el grillo. 


Mario Benedetti

2 comentarios:

Fackel dijo...

Todas las especies promueven sus hábitats e incluso los perfeccionan. No los abandonan así como así. Tu anécdota me ha recordado algo que me pasó hace unos años con unas piedras de caliza que traje de un páramo para que perpetuasen en mi casa un gesto simbólico que me apetecía reproducir. Las piedras eran porosas, llenas de agujeros y concavidades profundas deduzco. Las había lavado al traerlas, para quitar la tierra que asomaba y alguna telaraña. Pues bien, durante las siguientes semanas salía alguna hormiga que otra, cuando menos me lo esperaba aparecía otra más, ignoro cómo resistirían allí dentro, es de suponer que tendrían acumulado algún pertrecho.

¿Melancolía, dices? Con grillos o sin ellos el otoño siempre nos traen ese estado de ánimo que no tiene por qué ser enfermizo; tal vez el contraste de clima, tal vez la tristeza luminosa de los días, tal vez sabernos avanzando en edad y en cierto grado de decaimiento, tal vez que acortando la luz el día los recuerdos se precipitan como si fueran la verdadera luz, aunque bien pensado ¿no podrían ser la luz auténtica? La que ilumina nuestro pasado, la que aún quiere dar calor por lo que vivimos, la única que nos garantiza que hemos vivido puesto que la luz del futuro es incierta, no sabemos si la tendremos a corto o medio plazo.

NB. Las piedras me las traje de un páramo donde habían sido fusilados muchos inocentes hace 79 años, y mi familia paterna escuchaba las detonaciones de la madrugada. Miro esas piedras y la poesía pierde su sentido, o acaso se resguarda en ellas, como las hormigas.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

¡Fackel, amigo, me emocionas! Ésto que has escrito no es un comentario, es un regalo y no sé como corresponderte.

Quizás compartiendo contigo tu idea de la memoria iluminadora más que evocadora. La luz que nos ayuda seguir hacia delante.

La hormigas de tu piedra tienen que ver con el grillo porque son más que insectos supervivientes. Surgen de lo profundo de la historia, de los recuerdos, como testigos de aquella infamia. Aquellos años tuvieron que ser terribles. Creo que por mucho que intentemos empatizar con quienes los sufrieron nunca llegaremos a hacernos una idea, ni siquiera aproximada, de lo que padecieron.

Dentro de unas horas, los restos del responsable máximo de toda aquella etapa ominosa serán exhumados de su mausoleo. Han tenido que transcurrir 45 años...

Tienes razón, no hay poesía para tanto daño, para tanto olvido, para tanta pereza colectiva.

Un abrazo, amigo

(Yo también guardo piedras. Por ejemplo, conservo una pequeña roca del Cortijo de los Frailes, en Almería. Se deshace. Está envuelta en un plástico, junto a una antología de Lorca )