lunes, 15 de junio de 2015

Ada Arendt


Los libros te salen al paso, te encuentran, te interpelan, te recuerdan que tienes con ellos citas pendientes que no se pueden posponer. Los libros solicitan de  nuestro compromiso, tiempo de nuestra vida, la aportación de nuestro  esfuerzo y nuestra soledad para poder recibir a cambio revelaciones, conocimiento, otros mundos, la realidad envuelta en un puñado de mentiras bien contadas,  buenos momentos,  y sobre todo , y ante todo,  dudas, más dudas, incertezas con las que  poder dirigirnos decididos a abrir  otras puertas para   adentrarnos en  territorios desconocidos, y así hasta el final de nuestros días. 

Dice el narrador de Juan Marsé en la novela  “Caligrafía de los sueños”: “Suma tiempo y libertad para vivir intensamente cada palabra de los libros que lee”.  Y aun así, a pesar de que algunos no leemos  porque nos sintamos solos o porque tengamos la  frívola necesidad  de matar el tiempo  como quien hace crucigramas o juega a los videojuegos,  un  miedo atroz nos recorre el cuerpo cuando -tal y como explica  Iñaki Uriarte en los tres volúmenes de sus "Diarios"- un buen día contemplamos la estantería de los libros que tenemos en casa y advertimos, horrorizados, que apenas  somos capaces de recordar algo de lo que leímos a pesar de que, en el instante que lo hacíamos y en sus días posteriores, nada ni nadie podía ocupar en nuestra mente el lugar que ocupaban los pensamientos, los personajes y las enseñanzas que leíamos absortos.

Porque, de repente,  llegamos a la terrible conclusión de  que gran parte de nuestra vida está dentro de esas páginas que ahora observamos desde el vértigo  de una probable existencia desperdiciada y, sin embargo, no hay ninguna certeza que nos empuje a constatar el sentido inverso, esto es,  que alguna pequeña parte del contenido de esas páginas resida  durante algún tiempo –ya no permanentemente, y menos  eternamente-  en nuestra memoria y en nuestra inteligencia.

Hace ahora un par de semanas hice mi última visita a  la librería. Siempre me ocurre lo mismo. Entro  con la idea clara de dos o tres títulos y, sí,  salgo con alguno de ellos, pero en compañía ajena a mi voluntad inicial. Este hecho es insólito e imperdonable, no porque sea el único que lo padece o porque resulte nocivo o perjudicial para la salud (al contrario), sino  porque a pesar de que se repite cada vez que voy de compras, en un momento u otro de mi deambular  entre las estanterías, dejo desprotegida  la guardia y me invade la fascinación: una palpitación extraña difícil de explicar que funciona como un llamamiento; algo así como una voz inaudible que me llega a las tripas y me dice que ha llegado el momento de tomar cuidadosamente  un libro determinado  para ofrecerle  toda mi atención durante los próximos días. Se produce en mí un interés singular, de procedencia incierta,  igual o parecido al que  profesa  un monje ensimismado  en la oscuridad de su oración al temblor de una vela.

Y es que, efectivamente, hay libros con vida propia que tienen dibujada en sus líneas de la mano un trazo reservado para mí, vinculado a determinados lugares de mi piel.  Esto no tiene nada que ver con lo esotérico o con las llamadas fuerzas ocultas. Tiene que ver con la presencia de nombres y obras que aparecen ante mí espontáneamente a través de las páginas de otros libros, hacia  las que  fluye intuitivamente  mi curiosidad o mi interés. Es igual que  un amor a distancia; algo similar a lo que sucede tiempo después de la confluencia  efímera de dos  miradas. Es  la perspectiva clarividente de un encuentro seguro  por muy  intrincada e incierta que sea la existencia,  porque  tanto el libro como yo cobijamos el convencimiento de que el futuro  nos será dado y será nuestro.

Hace un par de semanas me llevé de la librería el tercer volumen de los "Diarios" de  Iñaki Uriarte, que ya se ha convertido en el Montaigne ibérico. Me llevé “Diferentes maneras de ver el agua”, de Julio Llamazares, una hermosa, sencilla,  y conmovedora reflexión coral sobre la tragedia del olvido, sobre la destrucción del entorno y de la memoria, la aniquilación de la cuna y de la tumba; todo auspiciado por  la inclemencia humana  o por la intransigencia del progreso. Y me llevé también  “Tiempo de silencio”, una asignatura pendiente  con Luis Martín-Santos que me ha recordado Gregorio Morán después de  la lectura de “El cura y los mandarines…”

Cuando ya me disponía a pasar por caja, algo, no sé qué, un murmullo, los crujidos del parqué bajo los pasos de los clientes, un soplo leve de aire, o el aliento  de un presencia dulce a mi espalda-  seguramente la vulgar  exhalación del aire acondicionado- la cosa es que giré sobre mis pasos y me fui  directo hacia la sección de filosofía sin ningún objetivo ni motivo concreto. Allí estuve mirando durante casi un cuarto de hora todos los estantes, de arriba abajo. Escrutaba uno tras otro, sin ninguna meta aparente,  nombres y títulos impresos en los lomos de libros pertenecientes a todas las épocas del pensamiento occidental. De vez en cuando tomaba alguno entre las manos, lo hojeaba, observaba en la fotografía de la solapa las arrugas sobre la frente de los autores, los ceños atormentados, las miradas penetrantes, casi hirientes,   y volvía a dejarlo en su lugar, quizá por miedo, el temor a no dar la talla, el pánico  del gatillazo frente al poder del conocimiento, frente a la posibilidad de una relación  de la que, muy probablemente, solamente obtendría frustración y decepción. (Mi espalda curvada, sentado en el borde de la cama, la cabeza sostenida entre las manos y una voz tras de mí  que consuela mi impotencia y que provoca más sangre en la herida.)

Permanecí  contemplando el paisaje bibliográfico de   gran parte de nuestra filosofía  unos cuantos minutos, hasta que dio conmigo. Yo no lo buscaba. Estaba allí, aunque  yo no había ido a buscarlo. De hecho, tal y como he explicado, fue todo lo contrario.

Se trataba de una edición de bolsillo, encuadernada a la americana con tapas blandas de la editorial Paidós. Palpitaba en el extremo de una de las  estanterías superiores. No era fácil reparar en él  porque estaba aprisionado entre dos grandes tomos de Aristóteles y un diccionario. Estiré el brazo y nada más tenerlo en las manos supe que me lo iba a llevar, o mejor dicho,  que él me iba a llevar .¡Por fin tenía un libro de Hannah Arendt! ¡Cuántas veces no había leído referencias a su pensamiento,  a su obra y a las controversias que propició, que no dejaron indiferentes a nadie, que removían en muchos sentidos los fundamentos de lugares comunes del pensamiento y de la historia occidental muy asentados durante el siglo XX y que pervivirán en el futuro como  fuente de debate, de discusión intelectual  y de semilla de  conocimiento.!

El nombre de la autora está impreso en la mitad inferior de la portada, y debajo de su nombre el título “La condición humana”. La parte superior se  ilustra con un detalle del célebre  cuadro “El cuarto Estado”, obra del  pintor italiano da Volpedo en el que se representa la cabeza de una manifestación obrera en la época de la revolución industrial. La edición incluye una introducción de Manuel Cruz y la traducción es de Ramón Gil Novales. No voy ahora a comentar, ni siquiera a reseñar “La condición humana”. No me creo capaz. Estoy digiriendo su lectura, repasando notas, enlazando reflexiones, viajando de la mano de su autora desde la antigüedad clásica, que es donde beben y  nacen la mayoría de sus meditaciones, pero que reboza también en las ideas de los grandes pensadores de la Edad Moderna. Ese viaje a los orígenes de la inteligencia  le sirve  para vislumbrar la esencia del ser humano a partir de sus tres actividades fundamentales, el trabajo, la labor y la acción.  Ante tal material intelectual, ante la seriedad, el rigor y la pasión con que Arendt utiliza el conocimiento que atesora, uno se siente fuerte y valiente como para intentar   encajar su pensamiento  en nuestro presente. A veces, en un alarde de atrevimiento, durante la lectura, incluso  he osado ensayar mentalmente alguna que otra prospección hacia el futuro. 

Sin embargo, a riesgo de  resultar irracional y  ridículo, lo que quiero consignar ahora aquí es el momento de la llamada del libro de Hannah Arendt. Momento no como sinónimo de coyuntura  o circunstancia. Momento como sinónimo objetivo y concreto que define y marca un día, una hora y un lugar en el calendario y en el espacio. Porque ayer,  al poco de cerrar el capítulo en el que Hannah Arendt reflexiona en torno al poder, Ada Colau, la nueva alcaldesa de Barcelona, declamaba ante miles de ciudadanos y ciudadanas que ocupaban de nuevo  la plaza pública, uno de los discursos políticos más emotivos y esperanzadores  que yo haya escuchado desde que tengo memoria y  uso de razón. Cuando todo acabó, cuando Ada Colau lanzó su penúltima sonrisa de ilusión al pueblo que la seguía y la  televisión dejó de emitir ese momento histórico, abrí otra vez el libro que me interpeló y releí emocionado:


El poder es lo que mantiene la existencia de la esfera pública, el potencial espacio de aparición entre los hombres que actúan y hablan. […] El poder es en grado  asombroso independiente de los factores materiales, ya sea el número o los medios. Un grupo de hombres [y mujeres]  comparativamente pequeño pero bien organizado puede gobernar casi de manera indefinida sobre grandes y populosos imperios, y no es infrecuente en la historia que países pequeños y pobres aventajen a poderosas y ricas naciones. […] En una lucha entre dos hombres [o mujeres] no decide el poder sino la fuerza, y la inteligencia, esto es, la fuerza del cerebro, contribuye materialmente al resultado tanto como la fuerza muscular. La rebelión popular contra gobernantes materialmente fuertes puede engendrar un poder casi irresistible incluso si renuncia al uso de la violencia frente a fuerzas muy superiores en medios materiales. Llamar a esto “resistencia pasiva” es una idea irónica, ya que se trata de una de las más activas y eficaces formas de acción que se hayan proyectado, debido a que no se le puede hacer frente con la lucha, de la que resulta la derrota o la victoria, sino únicamente con la matanza masiva en la que incluso el vencedor sale derrotado, ya que nadie puede gobernar sobre muertos”.
Un par de páginas más adelante, Hannah Arendt añade: “El arte de la política enseña a los hombres  cómo sacar a la luz lo que es grande y radiante […] Mientras está la polis para inspirar a los hombres que se atreven a lo extraordinario, todas las cosas están seguras; si la polis perece, todo está perdido. Los motivos y objetivos, por puros y grandiosos que sean, nunca son únicos […] La grandeza o el significado específico de cada acto sólo puede basarse  en la propia realización, y no en su motivación ni en su logro.”
Por eso, que a nadie le extrañe que crea en algunos libros como en el amor de la vida, porque los encuentro o me encuentran, pero no los busco. Porque jamás fallan. Porque están junto a mí, acompañándome siempre, en toda circunstancia, aunque a veces me invada la sensación de no recordar las palabras y las verdades que un día me dijeron y que me cambiaron la vida

7 comentarios:

ESTER dijo...

Cuando alguien que no es lector me comenta que se aburre cuando lee un libro y pregunta qué hacer, yo le contesto que nada. "Entonces no seré nunca lector de libros" -me replican- .No te preocupes, el libro de tu vida, el que te hará vivir leyendo, llegará a ti sin que le busques.

-Eso no puede ser, ¿a ti te ha ocurrido?

-Si

Besos, Ester

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Yo creo que a ese tipo de personas nunca le llega el libro de su vida, ni ningún libro. A lo sumo el catálogo de IKEA.
Oye, y que tampoco pasa nada... Pero cuando ese tipo de personas consideran que los que leen lo hacen porque no tienen otra cosa que hacer, entonces me entran todos los males ;)
¡Besos!

ESTER dijo...

Mira, así te distraes....- me dicen-

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Que digan...Tú a lo tuyo

ESTER dijo...

"El recuerdo que deja un libro es más importante que el libro
mismo."
—Gustavo Adolfo Bécquer

Belén dijo...

Los libros dices... sólo los libros te redimen, solo los libros te consuelan, solo los libros te hacen olvidar EL DOLOR (en mayúsculas, digo, como el dolor que supone saber que tu hijo tiene un cáncer -ya está mejor, tranquilo-), solo los libros te enseñan, solo los libros no te decepcionan (bueno, y el chocolate...)... no se ¿me he pasado?. Un beso

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

¡Cuánto me alegro de que tu hijo esté saliendo adelante!

No te has pasado. Los libros y el chocolate tienen algo en común: que todo es empezar,una vez que los pruebas, es un no parar ;)

¡Salud!