Llueve con insistencia. La gente transita tranquila bajo el paraguas. El cielo es gris. Desde pequeños nos enseñan a decir que el cielo está cubierto cuando está nublado, cuando las nubes tapan el color azul, como si el azul fuese el color que al cielo le corresponda por una suerte de decisión arbitraria, que cuajó con fortuna. Yo propongo que se diga que el cielo es gris, quiero decir, que el gris sea su color, su estado natural permanente, y propongo que cuando se vea azul se diga que el cielo está descubierto. Creo que mi propuesta no va a resultar muy popular, pero ya se sabe, los románticos somos acérrimos defensores de causas inútiles que, además, acaban siempre por hacernos daño.
Ahora que los cristales de la buhardilla se llenan de gotas ingénuas que caen y mueren en la pendiente transparente del tragaluz, me acuerdo de los días enteros en que Dolores y yo nos nos amábamos en una acogedora habitación de pensión, muy cerca de la Plaza Mayor de Madrid. La primaveras lluviosas nos acompañaban. La luz clara del cielo de Madrid entraba por entre las persianas en una suerte de armonía temporal entre el cielo y nosotros, porque era entonces cuando llegaban las horas de la piel, de los besos, de las manos en los vértices del placer, de los olores espesos y de los jadeaos, de huecos ocupados y éxtasis enloquecidos, y del abrazo infinito, enredados, exhaustos, entre las sábanas. Cuando recuperábamos el aliento nos mirábamos, muy cerca, casi bizqueando, y sonreíamos divertidos, hasta que escuchábamos el trueno lejano. Al poco, la luz huía de la ventana, la habitación se oscurecía y se oía un débil y espaciado repiqueteo que se convertía, en cuestión de segundos, en un tremendo y ruidoso chaparrón de mayo que castigaba los adoquines de la calle. Dolores, entonces, se levantaba y se escondía tras la cortina, me miraba con gesto de sorpresa y me decía lo fuerte que llovía, y después se reía de los viandantes que corrían a refugiarse, bajo los portales, totalmente empapados. Me invitaba, incluso, a asomarme con ella, pero yo nunca quería. Me gustaba observarla y disfrutar de la visión del reflejo de las gotas de lluvia recorriendo su cuerpo desnudo, sobre la piel blanca, clara. Era gracias a la lluvia que gozaba, entonces, recostado y tranquilo, de un segundo éxtasis, dibujando los contornos de sus formas contundentes, casi en secreto, en la distancia del alcance de mi brazo, abandonado en la paz del sopor que proporciona el amor. Creo que ella lo sabía. Por eso, al poco, cuando escampaba y la luz amagaba con iluminar de nuevo la habitación, venía de nuevo a mi lado y me besaba y aquella habitación era, durante algunos minutos más, el mundo entero habitado. Así nos transcurría el amor, entre la lluvia bendita y la luz de Mayo.
Lo dije al principio: el cielo es gris. El cielo siempre es gris
Vuelvo mañana.
La pintura es de Nicoletta Tomas Caravia. La he encontrado en su pàgina web http://www.nicoletta.info/ No la conocía. Sus pinturas son tremendamente expresivas y muy personales . Con tu permiso Nicoletta.
1 comentario:
Envidio a Dolores...
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