A fuerza de no escribir se anquilosa la pluma. Efectivamente: una pluma jamás se anquilosa. Una pluma se seca, se oxida, revienta o, un buen día, decide perderse para siempre y para siempre decide dejar de contar cosas. Cuando una pluma se pierde ya no hay quien la encuentre. Sencillamente deja de exisitir. Y aquí no procede metonimia alguna. Quiero decir que pluma es pluma, el objeto, la herramienta, el apéndice que a cualquier escritor le crece en las yemas de los dedos índice y pulgar y que vive contectado al cerebro. No me refiero a las plumas patrias, a las mejores plumas del pais o las plumas del Paralelo. Hablo de la primera pluma extraviada que todo mortal echa de menos el resto de sus vidas. Aquella con la que escribimos por primera vez con miedo a emborronar la página inmaculada, con suma delicadeza, devotamente, como un inexperto amante que por vez primera se precipita, sudoroso, temblón, sobre la divina carne. Si esa pluma deja de estar a nuestro lado, reposando en el mismo lugar de la mesa en que nos ha esperado durante años, lo menos que sentimos es vacío, un hueco en la boca del estómago, o del alma - tanto da - y la sensación de que decenas de historias que nos disponíamos a contar ya nadie conocerá, ya no seran nuestras, ni de nadie. Se perderán para siempre, aunque no hayamos pensado nunca en ellas, ni las hayamos imaginado o, ni tan solo, tenido la voluntad de escribirlas. Yo quise contar hoy una historia y no puedo. Yo quise explicar hoy decenas de cuentos preciosos, y no puedo. Se me han instalado hoy todas las palabras precisas que expican el mundo, todos los adjetivos justos, los que son, los que van, los adecuados. ¡Hoy!,¡ tenía que ser hoy!, en el día de la emancipación de mi primera pluma.
Vuelvo mañana
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