Hace unos días fui a visitar a un buen amigo al hospital. Convalecía de un síncope: corazón cansado, corazón débil (todo buen romántico, en un momento u otro de su vida, sufre de síncope).
A mi buen amigo y a mí siempre nos ha gustado la noche, de modo que, provisto de mi petaca de piel, la visita se alargó hasta altas horas de la la madrugada, trago va y trago viene, arreglando el mundo, a escondidas de la enfermera.
Al salir, casi de amanecida, en la puerta del edificio vi sentados sobre un banco a tres indíviduos. Dos de ellos fumaban compulsivamente y hablaban en un tono más alto de lo normal, agitando los brazos, casi de manera violenta. El otro permanecía quieto, sin decir nada, aguantando el peso de su cabeza entre las manos y mirando hacia el suelo sucio de colillas.
"!Tu ya te lo has gastado, pues ahora no pidas!". "Y lo del casino... ¿quien se fundió lo del casino?", llegué a entender que se decían. Entonces el que no decía nada levantó la cabeza y la volvió hacia mí justo en el momento en que nuestras miradas se cruzaban al pasar: lloraba silenciosamente. Los otros dos seguían fumando, agitando los brazos y hablando cada vez más alto.
A medida que me alejaba de ellos fui perdiendo sus voces. El silencio del amanecer me acompañó durante el resto del camino a casa.
Vuelvo mañana
A mi buen amigo y a mí siempre nos ha gustado la noche, de modo que, provisto de mi petaca de piel, la visita se alargó hasta altas horas de la la madrugada, trago va y trago viene, arreglando el mundo, a escondidas de la enfermera.
Al salir, casi de amanecida, en la puerta del edificio vi sentados sobre un banco a tres indíviduos. Dos de ellos fumaban compulsivamente y hablaban en un tono más alto de lo normal, agitando los brazos, casi de manera violenta. El otro permanecía quieto, sin decir nada, aguantando el peso de su cabeza entre las manos y mirando hacia el suelo sucio de colillas.
"!Tu ya te lo has gastado, pues ahora no pidas!". "Y lo del casino... ¿quien se fundió lo del casino?", llegué a entender que se decían. Entonces el que no decía nada levantó la cabeza y la volvió hacia mí justo en el momento en que nuestras miradas se cruzaban al pasar: lloraba silenciosamente. Los otros dos seguían fumando, agitando los brazos y hablando cada vez más alto.
A medida que me alejaba de ellos fui perdiendo sus voces. El silencio del amanecer me acompañó durante el resto del camino a casa.
Vuelvo mañana
No hay comentarios:
Publicar un comentario