Quiero conocer a ese hombre o a esa mujer y abrazarle. Quiero ofrecerle mi mesa, mi café, mi silencio, mi escucha. Quiero encontrar a sus amigos para insultarles. Quiero volver al momento y al espacio en el que tomó la decisión de salir de casa, a la calle, y recorrer
Y antes: quiero volver al momento de antes. A los días y semanas anteriores en los que, uno a uno, como fichas de dominó trucado, los imbéciles le dejaban de llamar, de escribir, de existir.
Y después, verle escribir su grito en letras grandes y hermosas, sin reproches sin odio, como un lamento necesario y permanente, difícil de borrar, como un clamor público; el desahogo para seguir respirando, para seguir viviendo en la esperanza de que alguno de los imbéciles que le dejaron en la estacada quizá lo lea y, quizá, pronto, sonará de nuevo el teléfono que yace en el rincón.
Justamente antes de que empezase a escribir la primera letra en la pared, en ese preciso instante, yo posaría mi mano sobre su hombro y le susurraría al oído, despacio, sin asustarle: “están aquí, contigo”. Y así, nunca, nadie, llegaría a leer la que fue su última frase.
Vuelvo mañana
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