viernes, 14 de febrero de 2025

Triunfar en la derrota

 


El 15 de octubre de 1967, festividad de Santa Teresa, una semana después de que soldados bolivianos ejecutasen en La Higuera al guerrillero revolucionario argentino Ernesto “Che” Guevara, al otro lado del Atlántico un jurado compuesto por Ricardo Fernández de la Reguera, Martín de Riquer, Baltasar Porcel, José Manuel Lara Hernández y Manuel Lombardero otorgaban durante el transcurso de una elegantísima gala celebrada en el lujoso hotel Ritz de Barcelona el premio Planeta a Ángel María de Lera por la novela “Las últimas banderas”, escritor de cincuenta y siete años de edad, natural de Beides, un pueblecito de la provincia de Guadalajara que actualmente cuenta con apenas cincuenta habitantes.

He sabido de él y de su obra gracias a “El día del lobo” (Ed. Espasa), la última novela del gran Antonio Soler, que narra el estallido de la Guerra Civil española en Málaga, la terrible represión que sufrieron los vecinos de esa ciudad y sobre todo la tristemente célebre Desbandá, en la que miles de malagueños, en su mayoría madres, niños y abuelos que huían hacia Almería de las tropas franquistas fueron masacrados en la carretera por la aviación fascista italiana, cuyos pilotos, en vuelos rasantes, disparaban a discreción sus ametralladoras sobre cuerpos indefensos. Palestina en España, España en Palestina, hace 90 años.

“Las últimas banderas”, igual que “El día del lobo”, es una magnífica novela. La he podido leer gracias a la colección de premios Planeta que atesora mi hermana, porque a no ser que se consiga en librerías de viejo, está descatalogada, al igual que sus otras diecisiete obras de ficción, una biografía y los cinco ensayos que escribió De Lera a lo largo de sus setenta y cuatro años.

Al finalizar su lectura, tras deshacerme del nudo en la garganta y resurgir del fondo oscuro de abatimiento con que miran los hombres derrotados, me acució la necesidad de confirmar el año de su publicación, porque, efectivamente, en 1967 las directrices ideológicas del régimen franquista con respecto a la cultura eran muy claras.

De hecho, solo un año antes Franco había derogado la ley de censura que durante treinta años persiguió y aniquiló toda obra y autor contrarios a los preceptos de su santa cruzada. En su substitución, el consejo de ministros franquista aprobó en marzo de 1966 la célebre ley de Prensa e Imprenta, obra legislativa cumbre del fundador del Partido Popular, a la sazón ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, también conocido como el asesino de Vitoria.

La ley de Fraga, por mucho que presentase algo más de flexibilidad y cierta permisividad con respecto a la anterior, contemplaba el secuestro de publicaciones, imponía un depósito previo de toda obra, y preveía sanciones “para quien escriba o publique lo que se considere contrario a los Principios Fundamentales del Movimiento y el ordenamiento jurídico general del franquismo.”

A pesar de las apariencias aperturistas, en gran alarde oximorónico, Fraga Iribarne estableció un sometimiento voluntario (sic) de toda obra a los censores del Servicio de Orientación Bibliográfica dependiente de su ministerio que podían aceptarla, rechazarla o modificarla. Si el editor procedía sin acudir voluntariamente al censor corría el riesgo de ser denunciado o de que la obra fuera objeto de Secuestro Previo Administrativo. Según un estudio del profesor Francisco Rojas de la Universidad de Alicante, entre 1966 y 1977 se produjeron setecientas cuarenta y siete denuncias políticas o morales a obras de diversos géneros y temáticas.

 La capacidad de influencia y corrupción en las altas esferas gubernamentales del dueño de la editorial Planeta, José Manuel Lara, debían ser muy eficaz. 1967 supuso un punto de inflexión en los premios Planeta. La editorial hizo una apuesta estratégica firme con la que se jugaba mucho, convirtiendo su premio no sólo en millonario sino en el mejor dotado de España, superando el millón de pesetas con el que por entonces premiaba el editor José Vergés su premio Nadal.

Sin embargo, contra lo que podría parecer previsible, los premios Planeta no iniciaban esa nueva etapa millonaria con una novela de costumbres, o de temática amorosa, trepidantemente negra, o entretenidamente blanca en cuanto a su contenido ideológico, político o moral, sin riesgo a enfadar a las autoridades censoras. Todo lo contrario. “La últimas banderas” contenía todos los ingredientes del escándalo político y de no haberse tratado un producto de la factoría Lara, a buen seguro hubiese sido censurada, o incluso secuestrada.

Y es que Ángel María De Lera, aunque había publicado ya algunas novelas de cierto éxito, no sólo no era un personaje allegado al régimen, o ni siquiera neutro, sino que había luchado en el bando republicano como comisario de guerra, siendo detenido en 1939 y condenado a muerte. Afortunadamente, en 1944 obtuvo la libertad provisional y en 1947 fue puesto en libertad.

El hecho o antecedente político más significativo del autor de “Las últimas banderas” radicaba en la fundación del Partido Sindicalista junto a un personaje tan histórico y marcadamente revolucionario como fue Ángel Pestaña, una de las figuras más destacadas del anarcosindicalismo español, al que le unía una gran amistad. En 1936 De Lera consiguió la única acta de diputado que obtuvo ese partido, pero le cedió el escaño a su amigo Pestaña.

Por si fuera poco, la novela “La últimas banderas” es un libro escrito des del punto de vista de un revolucionario, de revolucionarios y sobre revolucionarios que luchan contra el golpista Franco. Sí, es cierto, es un libro sobre la derrota, sobre la caída de quienes defendieron con su vida la legalidad republicana al tiempo que intentaron una revolución obrera en España. Sin embargo, todos los personajes positivos que aparecen están siempre del lado republicano o de la revolución. La perversidad emboscada y traicionera del quintacolumnismo madrileño, y la crueldad de las tropas franquistas en la toma de las ciudades andaluzas, o de los escuadrones falangistas se hacen más que patentes.

Quiero decir que el autor adopta durante toda la novela el código moral e ideológico de los perdedores. Es más, De Lera, que se declaraba literalmente como anarquista y jacobinista machadiano, escribe su obra en clave de lo que hoy día llamamos autoficción, ya que el protagonista es el maestro y comisario de guerra Federico Olivares, su trasunto, y gran parte de sus vicisitudes novelescas son autobiográficas.

Pero hay más.  Fraga Iribarne y todo el establishment franquista tuvieron que contemplar sin rasgarse las vestiduras y sin sarpullidos, la cubierta de la primera edición, insisto, publicada en 1967, compuesta por el nombre del autor, a continuación, el título y debajo sendas banderas comunista, anarquista y republicana. Lo que se dice un sinDios. De algún modo, Ángel María de Lera estaba obteniendo finalmente un triunfo en su derrota.

Por esa razón, no creo que a los generalotes que formaban por entonces parte del gobierno y que lucharon en campo de batalla contra el autor, como Camilo Menéndez Tolosa, Camilo Alonso Vega, José Daniel Lacalle Larraga y a los almirantes Luis Carrero Blanco y Pedro Nieto Antúnez les hiciese mucha gracia la novelita de marras, y ya no digo al Secretario General del Movimiento, José Solís Ruiz.

Esa portada tan edificante permanecería visible en los escaparates de las librerías durante muchos meses, pues el éxito superó todas las expectativas, con muchas reimpresiones. Los cincuenta mil ejemplares de la primera edición se vendieron muy pronto. Según he podido saber gracias a la tesis doctoral sobre los premios Planeta escrita por Fernando González Ariza, el dueño de la editorial, José Manuel Lara, afirmó que “me conformaba con no perder, para lo cual bastaba con vender cincuenta mil ejemplares (un tiraje no acostumbrado). He duplicado de sobra. El autor no sólo ha cobrado un millón cien mil pesetas sino que le he pagado un millón más, y la obra seguirá reeditándose y pasará los tres millones de derechos de autor.” Pocos dudan de que un buen pellizco de los beneficios fue a parar a los virtuosos billeteros de prebostes franquistas.

Tras conocerse el premio a Ángel María De Lera, el crítico José Luis Cano escribió que “En ‘Las últimas banderas’ tenemos un testimonio que expresa simpatía sin veladuras por el bando republicano. No es quizás la gran novela de la guerra civil del 36 que aun estamos esperando, pero sí una de las mejores novelas que hemos leído sobre el tremendo drama.” Yo estoy de acuerdo. Además de estar escrita con mano maestra, la novela es un magnífico testimonio histórico y humano tanto del inicio como del final de la contienda porque la narración se plantea desde dos planos temporales diferentes.

Por un lado la sublevación militar, la entrada de las tropas franquistas en Andalucía y la defensa a ultranza de Madrid, y por otro las semana últimas, en la que se da cuenta del segundo golpe de Estado que sufre La República, en esa ocasión de la mano del Coronel Casado, el general Miaja, el socialista Julián Besteiro, y los anarcosindicalistas  Melchor Rodríguez y Cipriano Mera, quienes traicionan al presidente Juan Negrín y negocian una paz sin condiciones con Franco a espaldas del gobierno legítimo, lo cual ocasionó la enésima división en las tropas republicanas, enfrentamientos entre Casadistas y Negrinistas, fusilamientos recíprocos y la absoluta desmoralización que finalmente desembocaría como una riada negligente, torpe e inepta, en la caída de Madrid y la derrota final.

La capacidad del autor para mostrarnos el alma de los protagonistas provoca en el lector emociones encontradas que coinciden de algún modo con las de los personajes, porque éste que ahora escribe percibió el peso doloroso de la derrota, la desolación, la incertidumbre de un futuro en manos de hombres crueles, capaces de las peores atrocidades para quienes no comulgaban con su idea de mundo aprisionado en el caciquismo, el dogma, la superstición y la injustica.

Y también el heroísmo, la disposición para el sacrificio en aras del ideal de justicia y de igualdad, o los espacios reservados al amor, que tienen lugar en la oscuridad lúgubre de cuartos invadidos por la suciedad, la humedad y la cochambre; de bares malolientes, ahogados por el humo de la picadura que se fuma con gula y del olor a coñac y vino rancio.

Las calles de Madrid en noches de triste penumbra, bajo la vigilancia acechante de la Quinta Columna, salpicadas en cada calle por cadáveres reventados que nadie recoge ni reclama. Lejos queda el entusiasmo confiado y pasionario del No Pasarán.

El denuedo por la supervivencia, por matar el hambre, por hallar, ni que fuese, una colilla en el suelo y sentir el humo sucio en los pulmones como el único antídoto vivificador. La preocupación por la familia, por los hijos, por no encontrar la manera de ponerlos a salvo y evitarles el sometimiento seguro. Y la decadencia del alma, el hundimiento del espíritu, la certeza en lo más profundo de las conciencias del fracaso personal y colectivo, del final del sueño utópico de un mundo justo por el que el mismo Miguel Ángel de Lera luchó y muchos de sus compañeros dieron la vida.

Quizás el crítico José Luis Cano estuviese en lo cierto, y “La últimas banderas” sí es una extraordinaria novela, aunque no la gran novela sobre la Guerra Civil que durante décadas miles de lectores de diferentes generaciones han esperado. Desde luego, en mi opinión es un libro imprescindible, no solo desde el punto de vista literario sino histórico y político. Haría bien el imperio Planeta en devolverle a la vida a través de alguno de sus casi setenta sellos editoriales, tanto ésta de la que hablo como algunas otras de las diecisiete que escribió De Lera.

La gran novela sobre la Guerra Civil española se ha escrito casi un siglo después de aquel desastre y no la ha publicado la editorial Planeta. Su autor no la vivió. Nació dieciséis años después de la muerte de De Lera y veinticinco del óbito del tirano. Conoce aquellos años y la dureza de la posguerra gracias a la transmisión oral y al estudio esforzado de todo tipo de fuentes.

Aun así, o precisamente por trabajar distanciado de la desgracia, ha sido capaz como nadie lo ha hecho de plasmar de modo singular, único y con gran belleza literaria el alma de todo un país sumido en plena hecatombe, transformando nuestro país en un territorio fantástico donde destaca como ninguna otra cosa la muerte, el dolor sin sentido, la crueldad, pero también el heroísmo, el amor y la fraternidad, porque cuando plasmas esas ideas o esos hechos sobre un telón mágico, la realidad y la verdad se descubren en toda su plenitud descarnada.

“La península de las casas vacías” de David Uclés (Ed. Siruela) es la gran novela de la Guerra Civil española que no pudo leer José Luis Cano, y tampoco Ángel María de Lera, y que hemos ansiado y esperado varias generaciones de lectores. Se me disculpará el gesto mandón, pero es imperativo leer ambas, porque en su lectura honoramos a quienes soñaron con lo mejor para todos nosotros, porque leyéndolas vencemos en la derrota.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Emocionante tu comentario.
No he tenido la fortuna de leer la novela pero siento habérmela perdido.
Me ha venido al recuerdo algo que me contaba mi abuela sobre los últimos días de la guerra en Madrid:
"Había un soldado herido en el suelo. Venían los camilleros y le preguntaban: ¡De quien eres, de Casado o de Negrín y según la respuesta que diera, lo recogían o lo dejaban en el suelo."
Síguenos deleitando con tu prosa.
J.C.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

J.C. Probablemente la puedas encontrar en librerías de viejo. Se vendieron miles y miles de ejemplares. Es una gran novela
Un abrazo fuerte
¡Salud!

Anónimo dijo...

20 páginas me quedan de la obra de David Uclés. Las estoy administrando a una por día porque no quiero que acabe esta maravilla. Debería ser lectura obligatoria en los institutos.
Leolo

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Leolo, si no lo es ahora, lo será, porque está destinado a ser un clásico, aunque... no estoy seguro de que las lecturas obligatorias en los institutos vayan por esos derroteros
Un abrazo fuerte
¡Salud!