Hoy me encuentro optimista. Debe
ser el espíritu navideño. Tras la desgracia de Valencia, el cambio climático acaba de constatar su real presencia, concreta, objetiva, terrible,
consecuencia de una actividad industrial inusitada, desatada durante más de
siglo y medio por el liberalismo, que también, por si fuera poco, nos ha
regalado el progresivo crecimiento y normalización social y política de los
fascismos posmodernos, populismos de ultraderecha -o como queramos llamarlos.
En paralelo, observamos
también el aumento exponencial del
negacionismo científico, y de la difusión masiva de la mentira y la falsedad
institucionalizadas e industrializadas; el desprestigio progresivo de las políticas
sociales y el ataque feroz -convenientemente financiado- contra los políticos
que encarnan y representan opciones, ya no alternativas, sino sencillamente
sensatas; la comercialización o transformación en objeto comercial de todo bien
o actividad cultural; la transformación masiva y global de la cultura en una
industria del entretenimiento huero, vacío, a través de las grandes plataformas
televisivas de pago, o de las redes sociales, que deja fritas nuestras
neuronas, listas para emplatar; el ensimismamiento occidental que nos produce ceguera
y nos impide ver otros lugares del
planeta que no cuentan con nuestro bienestar; la normalización de la violencia
de Estado - terrorismo de Estado- en aras de los equilibrios geopolíticos, que
está produciendo nuevos genocidios; la amenaza real de una tercera guerra
mundial, gracias a la OTAN y a Vladimir Putin; la perspectiva de que la mal
llamada Inteligencia Artificial destruya millones de empleos cualificados a
medio plazo y empuje a las clases medias a la misma vulnerabilidad y
precariedad que la clase obrera…
Hay quien dice que esto no es así
y afirma que los occidentales vivimos en el mejor de los mundos posibles, o al
menos en el menos malo. Una de esas personas es el filósofo Javier Gomá, quien
a pesar de todo se pregunta: ¿Por qué si vivimos en el mejor lugar y momento de
la Historia nos encontramos en tal estado de descontento, angustia,
preocupación y siempre a punto para el enfrentamiento y la crispación?
Gomá no busca las causas de la
desazón o de la insatisfacción en la política, o en la economía, o ni siquiera
en la historia. Para el escritor vasco, autor entre otras muchas obras de la “Tetralogía
de la ejemplaridad”, de “Universal concreto” o “Dignidad” (libros que
recomiendo encarecidamente) la democracia liberal occidental es la causa del
mejor momento de la humanidad. No sólo vivimos más años y mejor, o estamos
mejor atendidos y educados que nunca, sino que colectivamente hemos progresado
moralmente de un modo extraordinario. Pero entonces ¿Por qué estamos tan
terriblemente enfadados?
La respuesta del pensador de
la filosofía de la Ejemplaridad la encontramos, por un lado en el individualismo
social, herencia del romanticismo, que ha propiciado una vulgaridad casi
hegemónica, estadio cero a partir del cual deberíamos crecer. En segundo lugar en la indignación, producto del progreso
moral, de las afrentas contra la dignidad ajena. Y finalmente, pero
no por ello menos importante, en la desaparición del bloque soviético en 1989, que
actuaba como chivo expiatorio de todos los males que afectaban a las
democracias liberales y que ahora buscamos internamente, entre nosotros.
Ante esta situación, la solución
que propone Gomá es de raíz Krausista: la educación. Gracias a la educación y
la formación podremos quitarnos de encima el malestar y, partiendo de ese estadio cero de la vulgaridad rampante,
seremos capaces de construir una mayoría selecta, en oposición al
aristocratismo de Ortega y Gasset, que defendió la constitución de élites
directoras, minorías selectas, para la regeneración social.
No parece que el sistema educativo
esté pasando por su mejor momento. No pocos Estados norteamericanos han
prohibido hablar de Darwin en las escuelas. Ya en los años 80, según consignó Susan
George, el 60% de los norteamericanos creía en Adán y Eva como sus antecesores
reales. Los universitarios y los maestros españoles no leen más que lo
estrictamente necesario para aprobar sus exámenes o realizar sus trabajos. La
educación pública española, en todos sus niveles, se halla en estado de
decadencia y derribo y, a la luz de la creciente polarización, no se esperan
cambios a mejo ni a largo plazo, pues sus señorías andan ocupados en otros
menesteres.
Soy un convencido de que la
educación detenta un poder transformador extraordinario, único. Pero cada
sociedad tiene la educación que quiere tener. El modelo, por supuesto, lo
imponen las clases privilegiadas con el objetivo último de que nada cambie y
mantener su posición predominante.
A pesar de la valía y la importancia de toda la obra de Javier Gomá, a la hora de analizar nuestra época, el escritor se niega a surfear las olas de la política, de las ideologías y de la economía. En un post reciente publicado en Twitter ( o X, qué más da) afirma que “la politización del mundo en la vida es un asco. Lo peor sobreviene cuando esa colonización alcanza al pensamiento. La inmensa mayoría de lo que uno lee hoy bajo el nombre de pensamiento no es tal, sino ideología, que es la política infiltrada en la conciencia.”
Por tanto, quien busque en Javier
Gomá propuestas susceptibles de caminar la senda de la política, que desista. Sorprendentemente,
sus libros las contienen, y algunas muy similares a las de pensadores clásicos contemporáneos,
marxistas para más señas; pero él se niega a aceptar que su obra, en realidad es
una invitación a la construcción colectiva de un nuevo modelo social, a una
transformación. Por eso estoy convencido que actualmente, por mucho que Gomá se
defina y se sienta cómodo en el Chester del liberalismo clásico, hoy día es un
revolucionario, no en cuanto a propuestas económicas, por supuesto, sino a los
aspectos morales y éticos.
Gomá no quiere saber nada de la
política. Punto. Esboza alguna que otra idea pero dicho en román paladino, no
se moja, quizás porque, como liberal convencido que es, confía en que los
hombres y mujeres occidentales sabrán orientarse convenientemente en este
atolladero, en el que se da la situación que he descrito muy someramente al
inicio. El único lugar donde podemos leer, strictum
sensum, a un Gomá político es en “Verdades
penúltimas”, libro publicado por la editorial Arpa en abril del presente
año y que transcribe cinco conversaciones con su amigo Pedro Vallín.
Pedro Vallín (Colunga, Asturias, 1971) es un extraordinario periodista, inteligente,
muy bien informado, de estilo sumamente atractivo, capaz de ofrecernos la
actualidad desde ángulos inauditos vinculando su afición y conocimiento del
cine, la literatura y la filosofía a todo tipo de acontecimientos sociales,
políticos y culturales, lo cual da como resultado jugosas reflexiones,
incisivas, singulares y profundas, ricas en matices y sumamente creativas.
Por eso, para hablar de lo que
dice, de cómo lo dice, de lo que piensa y escribe, uno debe asumir el riesgo de
sufrir su conocidísima cachaza asturiana, látigo inclemente de mercaderes,
tribuletes, plumillas del tres al cuarto y twiteros desvergonzados, porque a
Pedro Vallín le va el Rock&Roll con chile, y la sidra con ginebra, y no
repara en recursos a la hora de arrastrar por el estercolero opiniones ajenas,
si es que no le parecen inteligentes o fundamentadas. Digamos que su
subjetividad es algo más belicosa que la de la mayoría de mortales. Y lo digo
con conocimiento de causa, porque he sufrido su mal beber.
Efectivamente, Pedro Vallín afirma
que “como lector, la inteligencia me embriaga
pero la belleza me rinde.” La
inteligencia y su activismo liberal, ideología que orienta todo su discurso, su
posicionamiento político, ético, estético, profesional y personal en la vida. Por
eso ha formado tándem con una de las cabezas mejor amuebladas del último medio
siglo y esa es la razón de que su partenaire baje a la arena de la política,
porque a Vallín le chifla revolcarse en la política. Podría aprovechar y recensionar el libro, o también “C3PO
en la corte del rey Felipe”, otra estimulante obra de Vallín (también en la
editorial Arpa), expresión esencial de sus puntos de vista y muy revelador en algunos aspectos de la política
española de los últimos tiempos.
Zweig y Polany, dos miradas coetáneas hacia el futuro
Y entonces ¿ A cuento de qué Gomá
y Vallín? Hay quienes llaman llorones a quienes nos da por pintar un mundo como
el que he descrito en un ataque de optimismo en el primer párrafo, como si hubiese
otro modo de pintarlo. Quizás sí, pero el cuadro resultante sería una obra
abstracta, una ensoñación. Lo cierto es que desde los atentados del 11 de
Septiembre en los Estados Unidos de América, el panorama económico, político y
social se va pareciendo más a aquellos años previos que desembocarían en la
gran hecatombe de la nuestra civilización y que Stefan Zweig narra en su
célebre libro autobiográfico “Los días del ayer”.
La lectura de esta obra nos
desvela cómo las clases medias europeas, hijas legítimas y únicas
usufructuarias de las bondades del liberalismo -encantadas de haberse conocido-
celebran a diario el bienestar de sus vidas fruto de la explotación de millones
de trabajadores y de dos revoluciones industriales que han desplegado una
actividad fabril febril, nunca conocida en la historia, de tal manera que podríamos considerarlas como el nacimiento de la crisis
climática planetaria.
Por supuesto, el autor, miembro
excelso de la burguesía centroeuropea, ni se digna mencionar a las clases
trabajadoras. Página a página describe la maravillosa época que le tocó en
suerte vivir hasta que, sin saber cómo, todo ese mundo feliz se derrumbó con la
irrupción- cual elefante en cacharrería- de los fascismos europeos, del
nazismo, del movimiento obrero y de la Revolución Bolchevique.
Zweig se pregunta una y otra vez,
en las páginas finales, qué ocurrió para que su sociedad elegante, cultivada y moralmente
satisfecha se rasgase como paño barato y deviniese en un infierno, en el final
de la civilización occidental. No soy yo muy amigo de la literatura de Zweig.
Su estilo no ha aguantado el paso del tiempo y los temas que trata no me
interesan, pero el libro en cuestión es un documento valioso a tener en cuenta,
sobre todo como espejo retrospectivo para reconocer lo que ahora nos sucede.
El punto de vista que complementa
con rigor histórico, político y filosófico el fresco literario del autor
austriaco es el de Karl Polany y su libro -imprescindible- “La gran
transformación.” Polany es húngaro de nacimiento, hijo de acomodados padres
judíos, austriaco de adopción y exiliado a Gran Bretaña y los Estados Unidos
durante el nazismo. Este antropólogo, economista y sociólogo es coetáneo a
Zweig. Tan sólo se llevan cinco años. Por tanto, ambos degustaron las mieles de
la edad de oro del liberalismo, aunque sus intereses y sus puntos de vista
difieren, porque si en Zweig encontramos
el lamento suicida por el paraíso perdido, en Polany hallamos las respuestas a
los dramáticos interrogantes del novelista, y por ende, la prefiguración de lo
que podríamos llegar a vivir en pleno siglo XXI si no le ponemos remedio.
Polany lo deja meridianamente claro. No busquemos “en desiertos lejanos”, como dijo aquel infausto español de bigotito oscuro. El desmoronamiento de la civilización occidental, el nacimiento y desarrollo del fascismo y del nazismo se debieron al liberalismo. Es el liberalismo, también llamado sistema de libre mercado, acompañado y auspiciado por las democracias liberales, asumido e inoculado en la sociedad no ya como sistema económico, sino cultural, como cosmovisión ineludible, el padre legítimo, denodado constructor y causa del infierno europeo de la primera mitad de siglo -y si no le ponemos remedio, de nuestro futuro.
Esa conclusión no es una mera
opinión. Llega a ella tras analizar somera y exhaustivamente la economía, la
política y la sociedad occidental desde las primeras décadas del siglo XIX,
momento en que los países occidentales establecen el patrón oro, el dinero se
convierte en materia de especulación y el trabajo en objeto de mercado. Millones
de personas sufrirán en el 1800 el desarraigo, la aculturización y la
explotación más terrible que nunca se haya conocido en la Historia. Estamos
ante el nacimiento del capitalismo, sustentado y propiciado por los Estados que
lo compulsan y lo impulsan a través de la legislación supuestamente democrática
gracias a democracias censitarias, también autoproclamadas como liberales.
En la última década del siglo XIX
y la primera del XX, tras una explosividad inaudita de producción a escala
mundial debida al avance tecnológico, hay un momento en que circula en el
mercado global más mercancía de la que se puede vender y comprar, y se produce
la deflación. Tras el Reino Unido, los gobiernos empiezan a renunciar al patrón
oro, instauran duras políticas arancelarias y proteccionistas, mientras luchan
por las materias primas en África y Asia.
Empiezan las escaseces, el paro,
la ruina de los pequeños inversores, y más explotación. El conflicto social
estalla. La burguesía o las clases medias, estandartes sociales del
liberalismo, detentadoras de las democracias que legislan a conveniencia de sus intereses, atemorizadas por la explosión emergente y
pujante de los que Polany denomina como movimientos colectivistas, que amenazan
su posición y sus beneficios, impulsa, fabrica, protege y finalmente facilita
el poder a los fascismos europeos, que surgen en todos y cada uno de los países
europeos, con el nazismo alemán como movimiento político que ocupará el poder,
junto a Mussolini en Italia y Franco en España. Y que nadie se llame a engaño:
el hecho de que el partido del Hitler contenga el adjetivo socialista no lo
convierte en socialista, del mismo modo que el PP europeo y español son
cualquier cosa menos popular. Bien al contrario, es un partido totalmente
liberal, instrumento político del gran capital.
El resultado del currículo
liberal es destrucción, dolor y muerte masiva. Nunca la humanidad vivió algo
semejante. El emisor de relatos del sistema cultural capitalista del que
formamos parte y al que obedecemos sin rechistar nos ha repetido hasta la
saciedad que la pugna de los movimientos socialista y comunista frente al
fascismo o el nazismo fue lo que propició el desastre. Algo así como una lucha
entre dos utopías que aspiraban a la perfección sin reparar en costes de vidas
de las que, por supuesto, hay que huir. El liberalismo sólo pasaba por allí. Pero
no. Es el liberalismo la causa directa.
Sobre las ruinas de su acción, el
liberalismo resurgió más sabio, esta vez desde el otro lado del Atlántico, para
construir nuevamente en Europa la sociedad del crecimiento infinito, del beneficio,
de la explotación, en esta ocasión de la mano del gran triunfador. Ahora ya
sabían que hay que explotar con precaución. Es necesario proporcionar sanidad,
educación, vivienda, ciertas dosis de bienestar, y convertir a la gran masa
productora en el gran mercado, para que consuman y soliciten y sueñen aquellos
que no necesitan, a costa incluso de la dignidad, de la que tan bien ha escrito
Gomá.
Pero la bestia no descansa, la
bestia es voraz, y siempre quiere más. A la bestia lo mismo le da que el
planeta se convierta en un lugar inhabitable para su creador, porque, paradójicamente,
carece de conciencia humana, aunque sea nieta
legítima de la Ilustración. A la bestia le es exactamente igual dejar sin sustento
a millones de personas, o explotarlas laboral y culturalmente hasta envilecerlas.
Y ocurrirá igual que ocurrió en el pasado siglo: que ante
una nueva contradicción del capitalismo liberal, ante el nuevo atolladero que ya
se prefigura, surja un movimiento masivo de protesta y los propietarios del
dinero, los poderosos, azucen de nuevo a su jauría filofascista para proteger
sus privilegios y sus intereses. De hecho, los cancerberos de la ultraderecha ya
están ladrando, y algunos ya duermen en las habitaciones de la Casa Blanca. Escribí
la semana pasada que el liberalismo es el monstruo goyesco del sueño de la
razón, y ahora añado que el neoliberalismo es Saturno devorando a sus hijos.
Además de a Karl Polany,
cualquier persona inquieta por el presente y el futuro debería hacer el esfuerzo
de leer también el extraordinario libro de Gonzalo Pontón “La lucha por la
desigualdad” (Editorial Pasado y Presente) que hace unos meses recensioné. Quien lea las conversaciones
de Gomá y Vallín detectará una admiración casi reverencial hacia la Ilustración
como la gran madre que alumbró lo mejor que ha dado la Historia, esto es, las
democracias liberales occidentales.
El libro de Pontón es una
enmienda total a la Ilustración. Antes que él, en 1948, poco después del fin del
horror nazi y de la segunda gran guerra, Horkheimer y Adorno ya escribieron su “Dialéctica
de la Ilustración” , para afirmar que las Luces son cómplices y por tanto
responsables de su propio hundimiento. Y es que es muy difícil, por ejemplo,
hallar un hombre de la ilustración o inmediatamente posterior a ella que no sea
racista.
Leer a Tocqueville, autor de referencia de las
democracias occidentales, es un auténtico calvario, un ataque constante a la
dignidad de las personas. Pocos desconocen el gigantesco genocidio indio que los
liberales demócratas cometieron en los prometedores Estados Unidos de América,
pero pocos saben que los llamados padres de la nación americana, tales como
Franklin, Washington o Jefferson afirmaron públicamente, no una, sino muchas veces, que “el mejor indio es el indio muerto.”
Pensar que las democracias
liberales occidentales son las generadoras y las adalides de la dignidad del
hombre se me antoja poco menos que un sarcasmo. Gonzalo Pontón demuestra, más
allá de toda duda, que la responsabilidad de la desigualdad reside en la Ilustración,
ariete intelectual con el que la burguesía colonizaría medio mundo y forjaría
las democracias liberales occidentales, que hoy ya derivan hacia el neoliberalismo.
Habrá quien crea que ha valido la
pena, porque no hay más que ver la vidorra que nos pegamos. Vacaciones, coche,
moda, sanidad, dientes relucientes y bien colocados, educación, pensiones… Sin embargo, Pontón demuestra que todo es
una gran ilusión de la que nos beneficiamos, algo, migajas, el 20% de la población del planeta, pues las
cifras globales de la desigualdad no hacen más que aumentar desde el siglo
XVIII hasta nuestros días.
Pero el liberalismo es hábil, un
lobo que se escabulle y se camufla bajo la lana blanca de la bondad de la
democracia. Un liberal nos dirá que gracias a las democracias occidentales el mundo
no sucumbió bajo el nazismo, o bajo el estalinismo, pero esconderá la pata de
lobo para no desvelar que el nazismo no fue más que una excrecencia liberal, o
que Francisco Franco, tras la época de autarquía, no hizo más que instaurar un
sistema de libre mercado, de corte liberal de la mano de los tecnócratas del Opus.
Porque a la hora de asumir responsabilidades
en la historia y en el presente, el liberalismo tan solo pasaba por allí.
Liberales son todos los políticos y votantes de PP y VOX, Trump, Meloni, Le
pen, Orban, y si me apuran hasta Putin, pero los liberales los tachan de ultraderechistas
o neoliberales, como si hubiese alguna diferencia.
Pedro Vallín, desde su liberalismo
militante, es el azote de todos ellos. En una ocasión me espetó en Twitter “¡Trump es todo lo contrario a un liberal!”
¿Y entonces qué es Donald Trump? Da la sensación al leer su “C3PO en la
corte del rey Felipe” que todos aquellos personajes a los que critica, con
razón y sin piedad, miembros del llamado
Estado Profundo español, hayan nacido con su maldad y su corrupción en los fondos
oscuros de cuevas misteriosas con la finalidad espuria y malvada de desmontar
su preciada democracia liberal, pero en realidad Vallín y los individuos objeto
de su crítica escancian sidra de la misma botella.
La cuestión es que hombres y
mujeres como Pedro Vallín, buenas personas, inteligentes, honestos,
trabajadores, que se hacen corresponsables de los destinos de su sociedad, ni
moral ni éticamente se siente cómodos en tan edificantes compañías, y niegan la
naturaleza liberal de aquellos a quienes considera monstruos.
La esencia de un liberal siempre
parte de la defensa de la propiedad privada, del lucro y del beneficio, del crecimiento
económico, de la mercantilización de todos los aspectos de la vida, que ponen por delante de la dignidad de quienes
se la reportan, los vulnerables, la gran masa de la población. No hay salida al
atolladero en el que nos encontramos dentro de un marco liberal. Es inútil. Todo
consistirá en el preceptivo repaso de pintura de la fachada principal
Esta es una reflexión que debería hacer toda buena persona que, abominando de la explotación humana, defensora de la dignidad, preocupada por la crisis climática y por la pendiente vertiginosa de populismo, malestar, enfado y crispación constante, se llame a sí misma liberal. No, el liberalismo no pasaba por allí. El liberalismo es agente activo de nuestra actual situación, y como no seamos capaces de reorientarla, terminará nuevamente en una hecatombe.
Es el espíritu navideño, que me inyecta grandes dosis
de optimismo. Feliz Black Friday.
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