viernes, 15 de octubre de 2021

"¡Alabado seas!"


 Antropólogos, florkloristas  y frikis de diferente ralea afirman que aparece por primera vez en el nordeste de la Península Ibérica. El más antiguo se conserva en el monasterio de Poblet, (Tarragona). No en vano, los monjes y la clerigalla  de aquí y de allá siempre han destacado como  grandes aficionados al morapio, tanto a la hora de consumirlo como de vendimiarlo, criarlo y embotellarlo. Sin embargo es dieciochesco, es decir, hijo de la razón, de la Ilustración, y aunque apenas  contamos con el padre Feijoo, Torres Villarroel, Cadalso o  Jovellanos para sumarnos con ciertas garantías al siglo de las luces, nadie puede negar que  es nuestra tierra la que dio en conocer al mundo uno de los inventos más racionales y razonables, casi diría neoclásico, que nunca haya concebido mente humana.

Por su forma emparenta genéticamente con la cornucopia, el cornu copiae de los romanos, es decir, con la alegría de vivir, con la fortuna que nos depara benignos destinos , con la abundancia próspera, y hasta con la liberalidad, ese  modo amable de estar en el mundo practicando la honestidad, la generosidad, la tolerancia y la buena educación, viviendo y dejando vivir.

Se acunó entre blasones. Inasequible en sus inicios al campesino, al artesano, al criado o al vasallo,  fueron reyes, condes, marqueses, duques, infanzones y hasta hidalgos los exclusivos  pioneros en rendirle cumplido uso y, por tanto, precursores adelantados  en empinar el codo. Después, mucho después,  la  tasca, la  taberna, la posada y el mesón saciaron gaznates por el pitorro  y desinflaron odres por el emboque,  convirtiéndose así  en objeto y centro de sumo  interés  parroquial que, de lunes a domingo, sin descanso, mañana, tarde y noche,  llenaba el tabernero y al poco, entre cánticos, juramentos, bulla y alguna que otra pendencia,  se vaciaba de mano en mano, en un festival de parábolas púrpuras,  doradas, y rosáceas surgidas de la sed y del vicio, del frío y de la amistad,  golpeando con gran destreza sobre el labio en el mismísimo centro del arco de cupido, para deslizarse hacia la boca como si de una fuente carnal se tratase y, finalmente,  transitar brevemente a través el gañote sediento,  hasta alojarse en el meollo del alma, proporcionando paz a quien necesitaba olvidar, valor al espíritu manso y perdón sin penitencia a las conciencias atormentadas.

Porque quien es ducho en su uso jamás de los jamases hará caer directamente el chorro en la boca. Antes debe tocar el llamado arco de cupido, y de ahí se deslizará el vino hacia  el garguero.  (El arco de cupido es esa leve cavidad que se ubica justo en el centro del labio superior, frontera o cortafuegos entre ambas vertientes del mostacho donde, en época estival, o tras ejercicio violento,  se aloja alguna que otra gota de sudor. Según indican sesudos estudios de arqueólogos y otros especuladores,  el cometido real que la evolución de la especie ha encargado a esta sensualísima y utilísima  depresión labial consiste, efectivamente, en la correcta administración de los caldos. ¡Cuán sabia es nuestra madre naturaleza!)

Placer, consuelo, amistad y reconforte por un puñado de maravedís, medio real, un duro o un par de euros. Mucho por muy poco, porque  requiere de poca exigencia, a saber, terminantemente prohibido chupar del pitorro y  beber por el emboque, bajo pena de excomunión. Estas son las únicas, rotundas y muy comprensibles exigencias del porrón, sitra, pichela o mamet, el utensilio que se trasciende  a sí mismo tanto en su condición de objeto como  en su función. Porque a pesar de lo indigno de los sustantivos  con los que le nombramos, si la SAMICAR, S.L.  (la santa madre Iglesia  católica, apostólica y romana, sociedad limitada)  tuviera a bien crear un santoral de los objetos, un cielo de los utensilios, sin ningún género de dudas el porrón debería ocupar el primerísimo lugar, llegando a ser considerado así, en justicia, el San Pedro de los recipientes tabernícolas sobre el que edificar  concordias, fraternidades y, por qué no,  alguna que otra reyerta, porque al fin y al cabo pecadores nos parieron y pecadores moriremos.

No en vano, entre los últimos y más relevantes documentos eclesiales  hallamos, camuflada, la admiración vaticana hacia el santo porrón, aunque es necesaria cierta perspicacia detectivesca y una experimentada lectura entre líneas para poder descifrar el canonizado  entusiasmo cornucópico  de su santidad.   “¡Fratelli tutti” “Laudato si” “!Hermanos todos! ¡ Alabado seas!”  Atención, mucho ojo, porque aquí se dan la mano, en curiosa conjunción semántica y semiótica,  ni más ni menos que los títulos de dos encíclicas papales, redactadas en 2020 y 2015 respectivamente, unidas en mistérica misión. Que quede claro: no estamos ante expresivos versos goliardescos, inspirados en el barro de una jarrilla de tintorro. Estamos ante la justa alabanza y eterno agradecimiento de  puño y letra del representante de Dios ante los hombres, del sucesor de San Pedro, dueño y guardián de las llaves del Paraíso.

Y si alguien cree que exagero, o se atreve a insinuar que quizás debería haberme ahorrado los tres últimos tragos, prosigo enumerando sus grandes virtudes, amén de los centenares de  milagros consignados y documentados preceptivamente en nuestro riquísimo acervo, fruto y consecuencia de su uso. Porque ni siquiera aquellos ambiciosos, aunque ya viejos y anticuados códigos deontológicos que todos los partidos políticos firmaron a finales de  la  primera  década de este siglo, pueden competir con la esencia ética  más profunda del porrón, a la sazón, transparencia cristalina y sentido de la comunidad,  paradigma y panacea de una sociedad bien organizada y  eficazmente gobernada, donde  el respeto y la apuesta por lo colectivo deviene en bienestar general.

Y es que el porrón distribuye en justo y equitativo cañete la sustancia revitalizante  más antigua que se conoce, de manera, que amén de la sofisticación de su diseño, la  practicidad y sostenibilidad de su uso y una ergonomía proverbial, nos enfrentamos ante  el ineludible deber intelectual de  confirmarlo como símbolo inequívoco de tradición y progreso, paradigma, por tanto, de una mixtificación ideológica cuyo uso y disfrute promueve en el orbe  el final de la guerra de clases, la reconciliación fraternal entre  patricios y plebeyos,  la paz y la hermandad entre los pueblos. Alcemos, pues, el brazo, y en el puño el porrón; empinemos el codo, dibujemos la gloriosa curva en el aire, apuntemos, bebamos y gocemos y alegrémonos de vivir.  “¡Fratelli tutti” “Laudato si” ¡Salud, amigos!

No hay comentarios: