jueves, 29 de octubre de 2020

Ser o no ser idiota

Durante un exitoso programa de televisión en el que un nutrido grupo de  hombres y mujeres presuntamente célebres juegan y compiten por ver quién cocina mejor, un joven actor le preguntó a una conocida diva de la canción “¿Qué eso del Ibex 35 del que tanto hablan? ¿Para qué sirve? ¡Bah!, seguro que eso no sirve para nada!”

A la curiosidad del actor -en apariencia,  de  origen social humilde-  la diva, de clase alta y un nivel cultural presumiblemente superior, no supo dar respuesta, ni siquiera  breve, concisa o sintética; no supo definir sin pedantería y sin ofender el desconocimiento imperdonable de su interlocutor qué es el Ibex 35 con palabras como por ejemplo “Mira, majo, el Ibex 35 son los que mandan” o “El Ibex 35 es quien tiene el dinero en España”, o “El Ibex 35 es el grupo de las empresas de los más ricos de España”

La anécdota televisiva  revela  la más absoluta y transversal ausencia  de interés por las cuestiones más básicas relacionadas con la actualidad social, económica y política; con la realidad del país donde viven tanto ellos como cada uno de los miembros de sus familias; con la identidad de los agentes que más influyen en el devenir de sus vidas, independientemente de su nivel cultural o de la extracción social a la que pertenezcan.

En mi opinión, la ignorancia, el desinterés, el desdén y hasta el desprecio vulgar y rampante de  mucha gente  hacia  las cuestiones fundamentales de lo que ocurre  en el propio país convierte en quien lo ostenta en idiota, tal y como nombraban los griegos clásicos  a quien se desvinculaba de las cuestiones colectivas que afectaban a la polis.  No espero tesis doctorales, análisis sesudos o una dedicación obsesiva hacia los asuntos que nos conciernen a todos, entre otras cosas porque ni yo soy capaz de realizarlos ni deseo que  toda mi vida gire alrededor de ellos. Es de esperar tan sólo lo mínimo, aunque lo mínimo se obceca en interpretar a Godot.

Con llamar idiota a quien limita y discrimina  de ese modo sus intereses no gano nada, ni siquiera un desahogo. Entre otras cosas porque esa  idiotez  influye  en mi vida y en la de los míos  tan directamente o más que las decisiones que toman las personas que forman los consejos de administración de las empresas del Ibex 35. Y por tanto, al describir o nombrar con un vocablo del  griego clásico a esas personas, ni evito que continúen en el cultivo arrogante de su ignorancia, ni que los poderosos continúen exprimiendo a mi país o explotando a mis compatriotas.

Es más, probablemente me ganaré su antipatía y la de otros conciudadanos que, igualmente,  perseveran también en no invertir ni medio segundo por conocer quién, cómo, cuándo  y dónde  manejan su vida  debido a la pereza  o a un proceso de nefasta displicencia gracias ,o a consecuencia de la cual,  llegan al convencimiento  de que en todo momento son los propietarios de sus decisiones y que los únicos que pueden influir en el devenir de  sus existencias y las de los suyos  son sus santos y sus dioses, o  familiares,  vecinos, compañeros de trabajo y todo tipo de personas cercanas a las que suelen culpar de sus dificultades o directamente de sus fracasos, porque de los éxitos ellos y solamente ellos son los responsables.

Y es que esta actitud, a medio camino entre la soberbia del sabelotodo y la indolencia de la que hace ostentación quien deprecia lo que ignora, no sólo afecta a quien las ejerce, sino que produce consecuencias de afectación colectiva. Aunque parezca paradójico, a menudo esas personas, cientos de miles de personas, millones de personas, siempre que surge la ocasión ayudan a propios y ajenos, son honestos y honrados, pagan sus impuestos, respetan las leyes, derrochan simpatía, empatizan con la desgracia de otros y comparten con alegría su dicha; son amantísimos cónyuges y padres preocupados por la educación y el futuro de sus hijos; trabajan duro y son amigos de sus amigos; incluso son educados en las formas y, cada cual a su modo, respeta los valores morales de alcance universal que nos muestran la diferencia entre el bien y el mal… Es decir, es gente normal, que hace todo lo que puede por sacar su vida adelante con cierta dignidad.

Los estrategas de marqueting político y de las grandes corporaciones empresariales les conocen muy bien porque quien es capaz de seducir a este formidable grupo de población probablemente obtendrá el poder. Sin entrar en disquisiciones y diferencias entre lo que para los sociólogos, politólogos y los filósofos es el poder, podríamos acordar que es la capacidad o la habilidad que tiene una persona o grupo de personas para conseguir que otros hagan lo que aquéllos quieren. Podríamos acordar que poder es control. Quien ordena espera obtener obediencia a través de simples o sofisticados mecanismos de control, sean o no legítimos.

El más complejo y refinado mecanismo de control gracias al cual hacemos lo que quien lo diseña quiere que hagamos es aquel cuyas acciones y órdenes pasan tan desapercibidas como el camaleón ante el saltamontes, que en un instante del que jamás es consciente, es atrapado por la súbita lengua mortal y finalmente engullido. Como el azúcar en los diabéticos, o la sal en los hipertensos sin diagnóstico. Como el magma latente de Pompeya, que una mañana apacible surgió furioso destruyendo las vidas y los enseres de un pueblo orgulloso de su civilización, dejando para la historia un yacimiento de humildad. Como un nido de cucarachas, o una colonia de ratas. O como la mismísima radioactividad, quizás la metáfora máxima de los mecanismos de control a los que nos someten para conseguir de nosotros nuestra ignorancia, nuestro desinterés, la aquiescencia o incluso nuestro apoyo concreto, individual y consciente sin que en ningún momento notemos que se nos ha caído el pelo, que ya no podemos comer porque también hemos perdido los dientes, que sangramos a diario, hemorragias de dignidad entre escamas de piel fluyendo hacia el sumidero de la ducha, cada mañana, sin que no distingamos más que la espuma del jabón mezclada con el agua tibia en un turbio torbellino de cabellos fallecidos.

Sin embargo, a pesar de todo, somos culpables, sin paliativos. No valen los paños calientes.  El discursito victimista es de sobras conocido y el victimismo solo lleva a la claudicación y a la derrota. Yo no sabía, a mí me engañaron, yo, tan buena gente, cómo iba a pensar que… Qué sabré yo de esas cosas, eso es para los políticos, el día que vaya a votar ya pensaré a quién, pues oye, no lo parecía, como son todos iguales lo mismo da uno que otro, total, solo hacen que robar, solo miran para ellos, vete tu a saber qué hay detrás de todo ese asunto, si es que no te puedes fiar, a mí que no me calienten la cabeza, para problemas los míos, esos qué sabrán, a mí lo que gustan son los zascas, el barullo, la pelea, pues lo que dice ese es lo que yo he dicho siempre,  yo para qué voy a leer, para qué buscar, para qué me voy a preguntar si lo veo clarísimo, si es que lo dicen en todos los lados, porque vamos a ver, toda la vida ha sido así  y así será toda la vida, pues fulana o fulano mira que es guapa, lo bien vestido y lo bien peinado que va y qué clarito habla, pero qué ha dicho, ay, no sé, pero qué bien habla, y qué voz, oye, qué voz, pero qué dice con esa voz, y yo que sé, si yo no entiendo, pero oye,  qué bien habla, me tiene enamorada, esa chica vale mucho, mucho...

Efectivamente, millones de buenas personas se expresan de este modo al referirse a las que gobiernan o se ocupan de los asuntos que nos conciernen a todos, pero que suelen resolverse en favor de unos pocos, algunos de los cuales sientan sus colmadas posaderas sobre la piel noble de los sillones del Ibex35, esa cosa ignorada, de gran eficacia, inclemente cruel  y precisa como la lengua del camaleón, inexorable como la hipertensión, inquietantemente discreta como una madriguera de ratas,  letal y definitiva como una fuga radiactiva que expande su veneno hipnótico, paralizando o abduciendo nuestras voluntades.

En Europa, afortunadamente, la escolarización es obligatoria hasta los dieciséis años. Durante décadas, y gracias a la movilización de millones de buenas personas conscientes, los estados y los gobiernos  se han ocupado de la formación de cada nueva generación con el fin de garantizar el progreso y un futuro de paz y bienestar. De este modo, Europa ha abolido el analfabetismo y, más allá del aprendizaje básico, los hombres y mujeres que vivimos en los países europeos somos competentes para discriminar informaciones o, si me apuran, para hallar el modo de separar el polvo de la paja, ni que sea a niveles muy básicos, y vislumbrar un gramo de verdad o desenmascarar las falsedades entre el aluvión de información que nos aborda a diario.

Es cierto, la sofisticación de los mecanismos de control  de quienes detentan o ambicionan el poder adquiere tal grado  de refinamiento que  logran sus objetivos a pesar de toda la atención y de toda la vigilancia que podamos invertir en evitarlo. Por otro lado, tampoco es menos cierto que las circunstancias económicas y sociales, el entorno, la priorización en atender las necesidades básicas de los sectores de población menos favorecidos  determinan fatalmente su disposición a reflexionar, a analizar mínimamente lo que ocurre más allá de su inmediato día a día -tan duro como incierto- o a conocer e identificar a los agentes que han provocado, al menos en parte, la situación de vulnerabilidad en la que viven.

Aun así, sostengo que  -incluso admitiendo que a una parte nada despreciable de la población le resulta imposible por el imperativo de la pura subsistencia- amplias capas sociales  están en disposición de examinar de vez en cuando, un ratito al año y dedicando cierto interés, la realidad social, económica, cultural y política de nuestro país, incluso del mundo globalizado.

Del mismo modo que como consumidores observamos, comparamos, probamos y exigimos la calidad de aquello que nos venden y empleamos toda nuestra capacidad analítica o hacemos valer nuestro derecho si no quedamos satisfechos; del mismo modo que al ver o leer la publicidad de una marca, de un objeto o de cualquier otra cosa susceptible de comercio somos plenamente conscientes de que los que nos están contando tiene más visos de fantasía que de realidad, cuánto más valioso resultaría multiplicar esa voluntad consciente y responsable de interrogación crítica y certificadora hacia los mensajes que interpelan a nuestra confianza a través  de rostros pretendidamente afables envueltos de retóricas de cambio, de futuro y de bienestar que provocan ilusión, esperanza y  entusiasmo; a través del miedo, ofreciendo información pertinentemente  falseada, elaborando la perversa narrativa de los enemigos que nos acechan, provocándonos rabia, ira, desconcierto, consiguiendo invocar a  nuestros peores instintos; o por el contrario, a través de la emisión o publicación incesante de productos audiovisuales vacuos, bazofia televisiva, referentes  humanos perniciosos, de nula virtud y abundante atocinamiento  que nunca pondríamos delante de nuestros hijos ( o sí), parásitos sociales que se ganan la vida a costa del embrutecimiento ajeno; y, cómo no, a través de la exaltación posmoderna del gladiador en el circo televisado de los estadios, que ocupa las tres cuartas partes en la mente de sus seguidores con sus habilidades atléticas y la indecencia de su riqueza, exorcizando así la frustración diaria mediante el desahogo  y el fanatismo.

Nada de lo que he dicho es nuevo. Es tan conocido que incluso me avergüenza haberlo escrito. Estoy convencido de que hasta el último de la clase es consciente de  ello. A pesar de todo, millones de buenas personas  se lanzan a la calle siguiendo la consigna de quienes durante décadas esquilmaron el patrimonio colectivo, lo que es de todos, a sabiendas de que siguen a unos ladrones. A pesar de todo, millones de buenas personas regalan la confianza en las urnas a una organización política que ha sido sentenciada como organización criminal, a sabiendas. A pesar de todo, millones de buenas personas se dejan embaucar por un grupo de malas personas que miente de manera sistemática,  atizando el  miedo y el  odio, ofreciendo un horizonte antiguo, colmado de dolor, horror y pesadillas  a sabiendas de que lo que prometen es perverso, instigador de la vieja oscuridad.

En el huevo no germina la serpiente. La serpiente se gesta en la pereza. Es más, ni siquiera hay serpiente. De la pereza, de la desidia, de una soberbia asentada en la ignorancia, del deseo firme y cerril de continuar siendo ignorantes se alimenta el poder, y por eso sus mecanismos de control son cada día más eficaces.

Desde hace décadas, las mal llamadas clases medias de las sociedades occidentales enfocan su interés, casi en  exclusiva, en la integridad física y en la  economía, en la posesión de bienes, en escalar posiciones  de bienestar basado en la simple y llana ambición material. A lo sumo, por no resultar demasiado materialista, las buenas personas aspiramos a vivir experiencias imposibles, inexistentes,  a través de  referentes humanos artificiales que ofrece  de mil maneras diferentes  el panóptico publicitario, unas veces de modo subliminal, en ocasiones camuflada de cultura y otras de manera muy directa. Todos tenemos derecho a  una vida de ensueño, porque nos lo merecemos.

Es decir, el  verbo que más y mejor nos define es tener, a los sumo soñar, hoy, sinónimo  de aspirar. Hemos abandonado en el desván de las antiguallas,  olvidado en un rincón, al verbo ser igual que a aquel célebre trineo que  acabó en el fuego. Nos hemos desprendido del verbo ser a fuerza de creer en su incapacidad para significar (mera patraña gramatical) y hemos alojado   nuestros afanes materiales en un delirio  de anhelos que no son más que  espejismos. Los  ingenieros de los mecanismos de control únicamente utilizan el verbo ser  para enfrentarnos, para señalar enemigos imposibles, o para postular a sus tributarios de la política como salvadores del mundo: Yo soy el único que te dará lo que quieres tener, soy el único que conseguirá tus sueños, los otros son quienes pretenden impedirlo.

¿Y qué hacer? Pues ni más ni menos que ser. Reivindicar nuestra presencia en la vida como sujetos conscientes de los acontecimientos que nos involucran, sujetos críticos que se atreven a saber, hombres y mujeres despiertos, razonablemente racionales; personas corresponsables que custodian el interés público; buenas personas que miran hacia el futuro con los pies en la tierra, desdeñosas con los ensueños y prudentes en las ambiciones, ejemplos para sus hijos y sus conciudadanos. No es necesario convertirnos en  héroes, ni siquiera en valientes y sacrificados revolucionarios. Basta con extender nuestra  existencia diaria  honradamente y proteger a los nuestros con un sencillo interrogante, con el escepticismo activo, eludiendo la adulación y el canto de la sirena que acecha tras el poder y  siempre en corresponsabilidad con la colectividad. Sinceramente, no me parece tan difícil.

De hecho, hay problemas más difíciles y complicados, al menos a la vista de la última entrega del programa de televisión en el que la diva de la canción no supo responder al actor qué diablos es el Ibex35. Y es que una conocidísima política conservadora, machucha, dicharachera y campechana, que ha ejercido el poder y ha ocupado responsabilidades públicas durante casi cuarenta años, debía calcular el número de langostinos que tenía que pelar para preparar siete raciones de ocho unidades cada una. Preguntó a pleno pulmón  y volvió a preguntar el resultado de multiplicar ocho por siete, pero al ver que todos los demás miembros del equipo se encontraban ocupados elaborando sus recetas y nadie le regalaba la solución , optó por una técnica ancestral, contar con los platos en lugar de con los dedos para resolver la complejísima multiplicación. La reina del Candy Crush no se sabe la tabla del siete. De verdad, en serio lo digo, estoy convencido de que no es tan difícil decidir entre ser o no ser un idiota.


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