lunes, 3 de junio de 2019

Cuñadismo en el Peloponeso




Para Víctor, un gran tipo, con cariño.

A pesar de su mala fama contemporánea, amamantada en los pechos de la rivalidad política, el cuñadismo es una ocupación a reivindicar. De hecho es más que una ocupación, es una opción de vida, un modo de enfrentarla, una manera  humana y solidaria de compartir inquietudes y desahogar mala baba  en un entorno de guerra fría fraternal, atenuada y finalmente apaciguada  por la ingesta colectiva de cerveza. Y es que llegado a un punto de nuestra existencia, todos somos cuñados. El lenguaje, el blues  y  ejercer de cuñados nos diferencia de los animales. ¡Dejémonos de hipocresías! ¡Ser cuñado nos hace muy humanos y mucho humanos! 

Por eso, en coherencia con mis reflexiones, y para que no se diga, una tarde me fui al fútbol con mi cuñado. Un partido, partido, de primera división; para más señas, Barça-Athletic. Yo, culé de patilla, del cinturón rojo barcelonés, y mi cuñado, vasco, de Santurce. Estoy convencido de que, más que mi hermana, nos une lo industrial. 

Nos trasladamos  al Camp Nou en un autocar de la peña barcelonista local. Mi cuñado, obligado por su papel de cuñado, viajó y entró al campo ataviado con la bufanda rojiblanca de los leones. De mí no oyó ni el más tímido de los reproches (ante todo soy  un  librepensador), y tampoco de nuestros compañeros de viaje, culés desde antes del diluvio. Es  más, les gustó el detalle, entre exótico y tierno. Eso sí, yo tenía que marcar diferencias y para conseguirlo me bastó con hablar alzando un poco la voz, impostando mucho mis eles geminadas  y mis aes neutras, de manera que pareciese  que era catalán, catalán, de octava  generación, originario de les Terres de l’Ebre, y que me esforzaba mucho en hablar castellano en deferencia a mi compañero de asiento, el de Santurce, ay va la hostia. 

La última vez que yo visité el camp Nou para ver un partido de fútbol lo hice en compañía de mi padre. Era un Barça-Burgos. Es posible que desde aquel día hayan transcurrido ya más de 40 años. El ínclito Juanito todavía jugaba en el equipo burgalés. Al año siguiente ficharía  por el Real Madrid. Desde entonces sólo me he sentado en  las  graderías de es magnífico estadio con motivo de algún macroconcierto. De manera que para mí, entre cuñadismo fraternal  multicultural  y nostalgias de la infancia,  la tarde tenía algo de especial, y también- a qué negarlo- podría ver jugar a pocos metros de mí a  algunos de los mejores jugadores de la historia en uno de los monumentos futbolísticos  más conocidos del mundo. 

La primera parte estuvo bien. El Barça le endosó tres al Athlétic. Lo explico y nadie me cree, pero yo sufría por mi cuñado. Me sentía un poco culpable, de manera que la cerveza del descanso la pagué yo. Uno es así. Después, en el segundo tiempo, el Athlétic se vino arriba, lo cual me permitió ver a mi querido santurtzarra dar un par de saltos sobre la butaca ante un par de buenas oportunidades que desperdició Aduriz. 

Llegó el final del encuentro con el resultado final de tres a cero. Nos dirigimos de nuevo hacia el autobús comentando tranquilamente el partido. Yo me dejé ir, y además de los tres goles que se llevó con la bufanda, mi sufrido cuñado aguantó estoicamente todo un discurso sobre la trampa del fútbol. Porque es verdad, allí habían jugado una serie de hombres que para el mundo son poco más o menos que  semidioses. Y, bien, a ratos bien, un toque,  otro; de vez en cuando alguien corriendo la banda a gran velocidad, un regate de cierto mérito, algún pase en profundidad encomiable, pero vamos, todo bastante terrenal, un espectáculo bien diferente al que uno está acostumbrado a ver en televisión, donde los jugadores corre, saltan y driblan a cámara lenta, en primerísimos planos, trenzando y construyendo jugadas de ensueño gracias a la realización televisiva y a esos colores muy HD que idealizan el entorno y nos ofrecen una galaxia de superhéroes jugándose la vida en el Peloponeso. 

No sé -le decía a mi cuñado- es como ver jugar a mis compañeros de colegio en el patio, todo bastante vulgar. Unos tipos más bien enclenques, poca cosa como hombres, colocados estratégicamente sobre un rectángulo, tocando y pateando una pelota. Incluso, a pesar de que la entrada del Camp Nou se aproximaba al lleno,  el ambiente de las gradas me pareció de lo más insulso.  Habíamos ocupado localidades en el fondo sur, justo en la gradería superior a la de los famosos Almogávares, y lo que en televisión parece un festival continuo, un incesante jaleo de banderas al viento, apasionado y ruidoso, en la realidad del estadio se convierte en la actividad dominguera de una cuadrilla de amigos ya creciditos  que un domingo más se  ve en la  obligación de ondear sus enseñas y corear los himnos y los salmos de siempre, como si así conjurasen el paso del tiempo. 

Justo finalizado mi mitin llegábamos al autocar. Ocupamos nuestros asientos y mientras esperábamos a los demás miembros de la expedición, escuchamos atentamente durante uno minutos la crónica del partido que sonaba en la radio. Aquellos tipos que hablaban sobre lo que habíamos visto personalmente, en vivo y en directo,  o habían estado en otro lugar, en otro tiempo y en definitiva, en otro partido,  o bien mentían con descaro, premeditadamente, porque nada de lo que decían se acercaba a la realidad de lo sucedido. Efectivamente, exageraban tanto lo acontecido en el campo que ofrecían a su audiencia un relato ficticio y sobredimensionado de la realidad. 

Cruzamos un par de miradas y asentimos sin decir palabra,  y fue aquel un momento mágico, entre cuñados, ese instante crucial,  en que culmina  el cuñadismo trascendiendo  la  cerveza, porque sin más elementos que un hermoso tres a cero, la lógica razonada  y dos pares de ojos, surgió para siempre un nuevo tiempo de concordia  fraternal  y  armoniosa complicidad entre  la margen izquierda de la Ría de Bilbao y el delta  del Besós.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Se agradece el volantazo hacia temas menos profundos y el análisis de lo realmente importante:
La complicidad de un amigo, aunque este sea tu "cuñau" (ellos tienen las misma dificultades que teneis con las "as" pero con las "os"), pasar una tarde en la que te entretengas en ver si gana tu equipo pero que si pierde tampoco te va la vida, ni el salario en ello y en saborear una caña cuando se tiene sed y una charla mas o menos intrascendente pero sobre todo, sin crispación.
Gracias por aportarme distensión, aunque éste lunes, después de ver a esos danzantes procesionales subir bailando marcha atrás y sobre todo, bajar, comer caldereta regada con buen vino y saludar a todos los amigos de la infancia, he vuelto bastante distendido, la verdad.
Venga! a seguir deleitándonos con tus reflexiones.
Ah! Y a ver cuando escribes algo sobre aquel bandolero llamado "tío pequeño" que me han dicho que tienes suficientes datos para hacerlo.
Salud!
J.C.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Bueno, bueno, J.C. El tema del cuñadismo no es baladí. Es uno de los grandes desafíos de la postomodernidad. De hecho, en estos momentos, hay países muy poderesos gobernados por grandes cuñados, y aquí hay serios aspirantes a ocupar lugar preminente en la barra del bar

Ya imagino que la fiesta serrana estuvo de lo más. ¡Qué bien!
Y en cuanto a 'tío pequeño', pues sí, me han soplado sus andanzas y todo lo que rodeó a la historia, y tengo la historia en la cabeza, pero hasta que no aparezca dentro de mí la voz que me la cuente me temo que no voy a ser capaz de explicarla. Igual la traslado al presente, y...
Ya veremos.
¡Salud!

Belén dijo...

Yo también doy fe de que la fiesta serrana fue ¡lo más!. A ver si el año que viene te animas.
Besotes

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

¡Muchos besos, Belén!