Tengo la
necesidad de confesarlo: soy un besucón. Desde que era bien pequeñito me ha
gustado repartir besos en toda ocasión, aquí y allá, indiscriminadamente, sin
distinción de edad, sexo, raza o condición social. Soy, lo que se dice, un
besucón democrático, y lo soy de tal manera que incluso llego a tener memoria
del sabor del casco blanco de un guardia urbano al que besé cuando nos rescató
a mí, a mi hermano pequeño y a mi mamá de perecer extraviados en pleno centro
de Barcelona una tarde en la que papá nos quería fotografiar junto a las palomas
de la Plaza de Catalunya.
Otro día
explicaré los motivos por los que durante unas horas mi familia se desgajó en
dos mitades en pleno centro de la capital catalana. Ahora, lo que de verdad
me apetece es explicar que, años después de aquel suceso, igual que todo hijo
de vecino, pude experimentar a menudo las excelencias de lo que llamamos
un buen morreo expresado en toda su
extensión labial, lingual y salival. O la sensación imborrable del beso
sucedido al amparo del amor-dulce, tierno, eterno- capaz de unir para siempre
el destino de dos existencias.
Yo he besado
hasta la extenuación a mis padres, a los
amigos de mis padres, a los hijos de los amigos de mis padres, a mis abuelos, a mis tíos, a mis primos, a mis
hermanos, a mis vecinos, a mis compañeros de trabajo, a los compañeros de
trabajo de mi amor, a mis suegros, a mis camareros, a mis jefes, a mis cuñados, a mis amigos, a los hijos de mis
amigos, a mis conocidos, a mis libreros, a mis sobrinos y, tal y como se consigna en la Biblia, he besado hasta a mis enemigos que, de todos los besos que uno pueda dar, es el
que más sabor tiene; no el que mejor sabe -aclaro- sino el que más sabor
tiene.
Si tuviese
que hablar de besos ajenos, habría algunos que sería preceptivo recodar, como el que Judas le dio a Jesús por puro imperativo legal, porque si alguien
amaba a Jesús ese era Judas, quien ostenta el honor apócrifo, jamás reconocido,
de ser el primer mártir de la Historia católica.
Otro beso
llamativo, antológico, fue el que se
estamparon en los morros Leonidas Breznev
y Erich Honecker cuando tocaba a su fin la década de los setenta. Ya hubiesen
querido algunos directores de Hollywood para con sus actores tanta pasión y tanta
entrega. El escorzo inclinado de las dos
cabezas, los ojos cerrados como
solamente los cierran dos amante
apasionados, y el gesto esquivo y pudoroso de los miembros del séquito, hacen pensar en
una verdadera historia de amor, y no en
un beso de la Historia.
Luego hay
besos duros, secos y blandos; besos fraudulentos;
besos cinematográficos y al mismo tiempo pedagógicos; besos húmedos y envolventes; besos profesionales, eclesiásticos
y pornográficos; besos de la muerte y del consuelo; besos racheados; besos urgentes y besos nostálgicos; besos que se dan con las mejilla, y besos que jamás debieron
rozar la piel; besos esperanzadores, o besos incomunicados; besos sin ruido, y besos sonoros, como remolinos de
hojas secas o como papel de caramelos; besos de preso, y besos al aire; besos
que se lanzan desde la palma de la mano, y que nadie recoge, porque no son
besos; besos en la cruz después de besar a un niño; besos de la victoria, sobre
la piel sangrienta de la pieza muerta; besos de la fortuna; besos de puta, besos
de monja, besos de mano, besamanos, besos de caballero sobre la falange blanca de
la dama de blanco…
Pero el beso
que me gustaría dar y que probablemente nunca daré lo dejaría suave y
respetuosamente sobre el hueco heroico del espacio que tapa pudorosamente Esther Quintana, donde
hasta hace unas semanas lucía uno de sus ojos. Con ellos, Esther observaba estos tiempos de tiranía, de injusticias, hasta que una tarde de lucha, un
padre de familia, quien seguramente besó
en la frente a sus hijos después de su jornada, disparó contra conciudadanos por orden de Felip Puig, otro padre de familia, amantísimo esposo, cuyos
besos olerán siempre a podrido, al aliento hediondo que expelen los tiranos,
los hipócritas, los villanos, los fariseos, los terroristas, al menos hasta que a Esther
le nazca de nuevo el ojo sacrificado y pueda ver, frente a frente, tal y como
nació, el rostro de su verdugo.
6 comentarios:
Me uno a tu homenaje a Esther Quintana, y yo también le doy un beso sobre ese hueco que habla y grita sin palabras de injusticia y de crisis, y moverá conciencias, y habrá un antes y un después de ese ojo de Esther, que es también nuestro ojo, el ojo de una sociedad que intenta ser callada por un poder que no nos representa, ya ni siquiera representa a los que le votaron porque no han cumplido su programa electoral, son un fraude y no hay bastante policía para dejarnos ciegos a todos. No podrán con nosotros. Abrazos.
Que bien lo has dicho, Loli
Hay muchas Esther Quintana sin un ojo, un brazo, una pierna, o sin la vida.
Por muchos homenajes que reciban, lo perdido, lo robado, ya no vuelve.
Fantástica exposición de tipos de besos. ¿Y los besos obligados? Esos son peores que el de Judas.
Un beso ( de prima )
Ester
¡¡Otro beso para tí y todos los tuyos!!
Has recopilado una buena colección de besos... Terrible la mala experiencia de Esther. Y de todos cuantos se ven abocados a vivir dramas semejantes, luchando en favor de la sociedad. Espero que disfrutes de estas fiestas y recibas al 2013 con buena cara y todos los honores: más nos vale tenerlo de frente. Un abrazo muy fuerte.
Un abrazo para ti también, Isabel. Que 2013 te sea propicio
Publicar un comentario