A Melchor no le gustaba caminar por las aceras. Prefería caminar por medio de la carretera. Le hacía sentirse bien,
porque así pensaba que era dueño de sus pasos, que era libre y podía hacer lo que diese la gana en un entorno que consideraba
como propio, familiar y seguro. Por eso, los camiones cargados de grandes
troncos de pinos procedentes de la Sierra, que constantemente circulaban por
allí en dirección a los aserraderos, a
menudo tenían que hacer sonar el claxon, o aminorar la marcha de sus cuarenta
toneladas cuando descubrían, de repente,
en medio del trayecto, la apacible figura de un paisano caminando mansamente la digestión,
desentendido del mundo, con la única preocupación de encontrar una
pareja de partida en el bar.
Sin embargo, la tarde de autos, después de andar los primeros cien metros, poco antes de llegar a las inmediaciones de la torre de la iglesia, Melchor se dio cuenta, o por lo menos intuyó, que algo extraño ocurría. Cualquier otro día, cuando había completado esa distancia, ya se había visto obligado a subir a la acera un par de veces, aguantar con sorna paciente el sonido del claxon y a veces algún que otro insulto de los camioneros. Así que, ya fuese por la falta del cigarrillo o porque en aquel momento arreció levemente el frío del norte, en un momento de lucidez, o a consecuencia de un arrebato instintivo, Melchor Andrés se plantó en tres pasos sobre la acera, se detuvo justo bajo la sombra de la torre, miró detenidamente hacia ambos sentidos de la carretera y, justo cuando el viento lanzaba una nueva ráfaga de cuchillos helados, se dio cuenta de que estaba solo en la calle; de que desde que había salido de casa no había pasado vehículo alguno y de que tampoco había visto ni al panadero, ni al hijo del viejo alguacil ni a una vecina que a esa hora siempre tendía la colada.
“Con este tiempecito cualquiera asoma la nariz”, pensó para tranquilizarse a sí mismo. Pero la tranquilidad le duró bien poco porque sin tiempo para asumir su propia escusa sonaron sobre su cabeza, fúnebres y huecas, como despobladas, las tres campanadas que daban las cuatro menos cuarto y a Melchor entonces se le metió el frío hasta el mismo tuétano porque le pareció de verdad que tocaban a muerto.
La pachorra de Melchor Andrés era proverbial. En el pueblo tenía fama de tranquilorro, de no alterarse ni cuando perdía un órdago con tres reyes. Esa calma para la vida le confería un carácter afable y bonachón. Era tan calmado para todo que incluso acostumbraba a quedarse dormido de pie en misa. Cuando el cura ordenaba sentarse, siempre había alguien que le tenía que avisar a codazos porque permanecía derecho, con la cabeza ladeada sobre el hombro, unos segundos después de que la concurrencia se hubiese sentado. Se decía que cuando era más joven, los amigos le dejaban así, en pie, casi a punto de roncar, sin avisarle, hasta que, a una señal del cura, alguna beata solícita se levantaba desde la bancada femenina y le despertaba tirándole levemente de la manga de la chaqueta.
Cuentan también que hace algunos años, después de tres días seguidos de lluvias torrenciales, el arroyo que discurre entre algunas casas de Castrillo, por el que apenas suele fluir agua, se desbordó. La fuerza del cauce estuvo presionando durante esos tres días un muro de piedra próximo a su casa, hasta que, hacia la media noche del tercero, éste cedió y cayó con tal estruendo que todos los vecinos acudieron a comprobar en pleno temporal qué es lo que había ocurrido. Todos excepto Melchor, que aunque se despertó a causa del estrépito se dio media vuelta en la cama y siguió durmiendo. Ante la insistencia y la preocupación de su madre, Melchor se medio incorporó y semirecostado, con un ojo cerrado y el otro casi pegado al párpado, le dijo que no se preocupase, que tan solo se había caído el paraguas y que volviese a acostarse porque qué hacía danzando por la casa, con una vela encendida, como alma en pena, con la que estaba cayendo.
Esa naturaleza amansada, a prueba de irritaciones, alarmas y hasta catástrofes hacían de Melchor un hombre valiente porque tenía miedo a muy pocas cosas. El suyo no era un valor producto del coraje, o de la audacia, sino que nacía de la inconsciencia, de cierta ingenuidad bondadosa, y algunas veces de cierta apatía para afrontar sucesos extraordinarios o poco habituales que, de acometerlos, hubiesen provocado el descarrilamiento del tren donde transportaba sus rutinas cómodas y plácidas; el derrapaje brusco en el camino llano, sin desniveles ni accidentes, que día a día iba trazando para su vida.
Seguramente esa fue la causa o el motivo por el que, paradójicamente, Melchor Andrés sea el único testigo vivo que actualmente pueda explicar con todo detalle los asombrosos sucesos que acaecieron en el último atardecer del mes de Agosto, cuando el sol moría degollado sobre la hoz de la peña de Carazo y las zarpas afiladas del septentrión rasgaban puertas y ventanas, abriendo pequeñas fisuras por las que se colaba un aire gélido al que los pobladores de la villa ya estaban acostumbrados. Pero la costumbre, o la adaptación de los hogares y de las personas frente a las inclemencias más rigurosas, aquel día no sirvió de mucho.
El caso es que en Castrillo de la Reina, aquella infausta tarde todo apuntaba a que algo anormal se estaba fraguando. Aun así, después de oír aquellos tres cuartos inquietantes sobre su cabeza y a pesar o -por el contrario- debido a esos momentos de cierta incertidumbre, de cierta inquietud anímica, Melchor Andrés, el bueno de Melchor, echó nuevamente mano al tabaco y viendo que no había manera de encender el cigarrillo volvió a blasfemar. Se dio cuenta de que en esa ocasión la había proferido en sagrado. Miró de soslayo hacia el campanario, como remedando una súplica, se ajustó el cuello de la chaqueta hacia la nuca y sin recordar lo que había experimentado durante los últimos minutos, retomó camino hacia el bar, pensando solamente que llegaba tarde, que seguramente no habría mesa, ni baraja, ni compañero para jugar, y que ese día tendría que tomar café de pie, contentarse con observar a los demás y, sobre todo, que por fin podría fumar.
Sin embargo, la tarde de autos, después de andar los primeros cien metros, poco antes de llegar a las inmediaciones de la torre de la iglesia, Melchor se dio cuenta, o por lo menos intuyó, que algo extraño ocurría. Cualquier otro día, cuando había completado esa distancia, ya se había visto obligado a subir a la acera un par de veces, aguantar con sorna paciente el sonido del claxon y a veces algún que otro insulto de los camioneros. Así que, ya fuese por la falta del cigarrillo o porque en aquel momento arreció levemente el frío del norte, en un momento de lucidez, o a consecuencia de un arrebato instintivo, Melchor Andrés se plantó en tres pasos sobre la acera, se detuvo justo bajo la sombra de la torre, miró detenidamente hacia ambos sentidos de la carretera y, justo cuando el viento lanzaba una nueva ráfaga de cuchillos helados, se dio cuenta de que estaba solo en la calle; de que desde que había salido de casa no había pasado vehículo alguno y de que tampoco había visto ni al panadero, ni al hijo del viejo alguacil ni a una vecina que a esa hora siempre tendía la colada.
“Con este tiempecito cualquiera asoma la nariz”, pensó para tranquilizarse a sí mismo. Pero la tranquilidad le duró bien poco porque sin tiempo para asumir su propia escusa sonaron sobre su cabeza, fúnebres y huecas, como despobladas, las tres campanadas que daban las cuatro menos cuarto y a Melchor entonces se le metió el frío hasta el mismo tuétano porque le pareció de verdad que tocaban a muerto.
La pachorra de Melchor Andrés era proverbial. En el pueblo tenía fama de tranquilorro, de no alterarse ni cuando perdía un órdago con tres reyes. Esa calma para la vida le confería un carácter afable y bonachón. Era tan calmado para todo que incluso acostumbraba a quedarse dormido de pie en misa. Cuando el cura ordenaba sentarse, siempre había alguien que le tenía que avisar a codazos porque permanecía derecho, con la cabeza ladeada sobre el hombro, unos segundos después de que la concurrencia se hubiese sentado. Se decía que cuando era más joven, los amigos le dejaban así, en pie, casi a punto de roncar, sin avisarle, hasta que, a una señal del cura, alguna beata solícita se levantaba desde la bancada femenina y le despertaba tirándole levemente de la manga de la chaqueta.
Cuentan también que hace algunos años, después de tres días seguidos de lluvias torrenciales, el arroyo que discurre entre algunas casas de Castrillo, por el que apenas suele fluir agua, se desbordó. La fuerza del cauce estuvo presionando durante esos tres días un muro de piedra próximo a su casa, hasta que, hacia la media noche del tercero, éste cedió y cayó con tal estruendo que todos los vecinos acudieron a comprobar en pleno temporal qué es lo que había ocurrido. Todos excepto Melchor, que aunque se despertó a causa del estrépito se dio media vuelta en la cama y siguió durmiendo. Ante la insistencia y la preocupación de su madre, Melchor se medio incorporó y semirecostado, con un ojo cerrado y el otro casi pegado al párpado, le dijo que no se preocupase, que tan solo se había caído el paraguas y que volviese a acostarse porque qué hacía danzando por la casa, con una vela encendida, como alma en pena, con la que estaba cayendo.
Esa naturaleza amansada, a prueba de irritaciones, alarmas y hasta catástrofes hacían de Melchor un hombre valiente porque tenía miedo a muy pocas cosas. El suyo no era un valor producto del coraje, o de la audacia, sino que nacía de la inconsciencia, de cierta ingenuidad bondadosa, y algunas veces de cierta apatía para afrontar sucesos extraordinarios o poco habituales que, de acometerlos, hubiesen provocado el descarrilamiento del tren donde transportaba sus rutinas cómodas y plácidas; el derrapaje brusco en el camino llano, sin desniveles ni accidentes, que día a día iba trazando para su vida.
Seguramente esa fue la causa o el motivo por el que, paradójicamente, Melchor Andrés sea el único testigo vivo que actualmente pueda explicar con todo detalle los asombrosos sucesos que acaecieron en el último atardecer del mes de Agosto, cuando el sol moría degollado sobre la hoz de la peña de Carazo y las zarpas afiladas del septentrión rasgaban puertas y ventanas, abriendo pequeñas fisuras por las que se colaba un aire gélido al que los pobladores de la villa ya estaban acostumbrados. Pero la costumbre, o la adaptación de los hogares y de las personas frente a las inclemencias más rigurosas, aquel día no sirvió de mucho.
El caso es que en Castrillo de la Reina, aquella infausta tarde todo apuntaba a que algo anormal se estaba fraguando. Aun así, después de oír aquellos tres cuartos inquietantes sobre su cabeza y a pesar o -por el contrario- debido a esos momentos de cierta incertidumbre, de cierta inquietud anímica, Melchor Andrés, el bueno de Melchor, echó nuevamente mano al tabaco y viendo que no había manera de encender el cigarrillo volvió a blasfemar. Se dio cuenta de que en esa ocasión la había proferido en sagrado. Miró de soslayo hacia el campanario, como remedando una súplica, se ajustó el cuello de la chaqueta hacia la nuca y sin recordar lo que había experimentado durante los últimos minutos, retomó camino hacia el bar, pensando solamente que llegaba tarde, que seguramente no habría mesa, ni baraja, ni compañero para jugar, y que ese día tendría que tomar café de pie, contentarse con observar a los demás y, sobre todo, que por fin podría fumar.
(continuará)
7 comentarios:
La secuencia que describes me ha hecho recordar a "Mecanoscrit del segon origen" de Manuel de Pedrolo.
Besos, Ester
Entrañable novela. ¡Qué tiempos!
Me alegro que te sugiera un libro como ese, que me trae tantos recuerdos
Si te gustó El Mecanoscrit..., lee "Fin", de David Monteagudo. Es otro tono, otro tema, y otro estilo, pero creo que te gustará, porque es misterio trepidante con el tema de la amistad y las relaciones personales de por medio. Tiene pasajes muy bien montados.
Besos
Me lo llevo al Nido, que lo están esperando. Saludos.
Ok! A por él!
Estoy en ascuas... ¿cuándo la siguiente entrega?... m'encanta la frase "el descarrilamiento del tren donde transportaba sus rutinas cómodas y plácidas"...
De momento me atrevo a "envidarte a tu juego"...
Besos
Que sepas que te sigo, de lejos, como los profesionales... No te hagas el duro y publica ya el resto.
Te estoy vigilando.
Gracias Loli
Belén, en la siguiente entrega ñpor fin Melchor llega a la taberna,y entonces... je, je, entonces...
Besos
Miguel ¿quién eres? ¿Qué Miguel?¿Miki del Penedès? ¿Miguel Servet? ¿Miguel Angel Rodríguez? ¿Miguel Gila?¿Miguel Strogoff?¿Miguel Landon? ¿Miguel J. Fox? ¿Miguel de Unamuno?
No puedo publicar el resto porque está todavóa por escribir. Ya me gustaría, ya.
Seas quien seas, abrazos y gracias por pasar.
Publicar un comentario