“Me dolía. Sentía dolor. Cada día. A veces se aliviaba. Dormía poco, mal, siempre sobresaltada. En cuanto entraba en REM, algo, alguien, unos pasos, cualquier ruido, un respiro, un murmullo, me despertaba. Y la luz, siempre había luz, pesada, más tenue o más fuerte, pero siempre luz. Añoraba la oscuridad, al menos durante algunas horas. Nunca pude escuchar el silencio oscuro para dormir como hace años, a pierna suelta. Me acostaba y hasta la mañana siguiente. Ya podía pasar un tren por encima de mí. Ni me enteraba. Lo de REM lo sé por el grupo de rock. Me gustaban sus letras, la forma de moverse de Michael Stipe, y lo guapo que era. Me compré “Out of time” y “Automatic for the People”. Descubrí que REM corresponde a las siglas de Rapid Eye Movement, tres palabras que definen el momento en que al dormir ya no somos nosotros mismos y pasamos a formar parte del mismo sueño, profundo, hondo, ajeno, fuera del mundo. Cuando alguien está en fase REM mueve los ojos de manera compulsiva, muy rápido, sin que se vea, porque están cerrados; movemos los ojos igual que Stipe mueve los brazos en los conciertos, de un lado a otro, como si al dormir, al soñar, no quisiésemos perdernos detalle de lo que nos está ocurriendo más allá de nuestra conciencia. Es la expresión de la voluntad, en el sueño, de abarcarlo todo y de saberlo todo. “Losing my religion”, esa era mi canción favorita. No sé si sacaron algún disco más porque no les volví a escuchar.
Me dolía. Algunos días me encontraba tremendamente incómoda. De repente percibía un extraño olor asociado a una voz grave, una voz domesticada, entrenada para hablar siempre en la misma tonalidad peculiar. Olor y voz siempre aparecían juntos. Además, también podía escuchar como aquella presencia frotaba constante sus manos. No sé por qué, pero las intuía blancas, vírgenes, manos de pez restregándose una contra la otra, frías, sin que nunca llegasen a entrar de calor. El olor me obsesionaba. Me era familiar. Me recordaba a un día de excursión con el cole. Eso era. Fuimos a Pisa. Visitamos la basílica. Mientras el profe nos explicaba las características del románico italiano, un tipo vestido de morado se tumbó frente al altar. Ya nadie hizo caso al profe. Todos nos pusimos a mirar a aquel tipo gordo que se estiró todo lo que era de largo, boca abajo, y que dispuso sus manos en cruz sobre el suelo frío. Desde un quemador de incienso emanaba un fuerte olor a humo viejo, a desinfectante. Recuerdo que un amiguete mío me dijo que olía así porque allí ardían los pecados. Me pareció algo muy sugerente. Aquel amiguete mío siempre suspendía pero tenía puntos que no se le ocurrían a nadie. Muchos de los días en los que volví a oler a pecado quemado, escuchaba llorar a mamá, y papá se exaltaba, perdía los nervios y sacaba todo su ingenio y todo su genio para insultar a aquella presencia desagradable. Yo entonces me sentía orgullosa, no sabía lo que estaba pasando, pero me sentía orgullosa, aunque enseguida desconectaba y me refugiaba en los recuerdos, en Giorgio. Era guapo. Lo que más me gustaba era su sonrisa blanca. La dejaba ver cuando soltaba alguno de sus puntos y los demás reían. Conseguía retener la imagen de la sonrisa blanca de Giorgio durante muchos minutos. Sobre todo cuando me dolía más, o cuando notaba tensión en el ambiente. El tiempo y las circunstancias te ayudan a sacar lo mejor de ti, te adaptas, y de repente te das cuenta de que puedes desarrollar habilidades que jamás hubieses imaginado.
Hubo un día en que pasó algo extraño. Algo cambió. Aquella presencia maloliente perdió el ritmo sosegado de su voz entrenada y empezó a gritar descontrolado. Me lo imaginaba gordinflón, cebado, seboso, vestido de púrpura y moviéndose como Michael Stipe, compulsivo, casi epiléptico. Cada vez gritaba más y papá no decía nada. Sólo a veces, cuando el otro tomaba aliento para seguir con el vociferio, papá susurraba algo, muy tranquilo. Papá siempre fue un luchador. Me decía 'Eluara, sé libre, sé lo que quieras ser, pero siempre sé libre'. Después de aquel extraño día continuó el dolor. Al poco, sin que llegase a pasar mucho tiempo, el dolor fue remitiendo. Los sonidos electrónicos, el ruido de mi respiración atravesando un tubo rugoso, y la luz pesada que traspasó mis párpados cerrados durante 17 años, se fueron apagando. Por primera vez en la última mitad de mi vida iba a gozar del silencio y de la oscuridad, en paz, libre, como siempre soñó papá. Les echo de menos. Y a Giorgio. Me gustaría bailar con él “Everybody Hurts” de REM. Muy apretaditos.”
El otro día Eluara Englaro llegó al mundo de los inmortales libres. Salí a recibirla. He transcrito lo que me contó.
Vuelvo mañana
3 comentarios:
Hoy tus palabras han provocado que una lágrima rodara por mi mejilla.
Gracias por hacerme sentir viva.
Brillante
Espero que le sonrieras, como Diego a su Frida... Un besazo
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