domingo, 1 de febrero de 2009

El día que conocí a Julio Cortázar


Conocí a Julio Cortázar en el año 1980. Me lo presentó un tipo al que le tengo mucho agradecido en los inicios de mi segunda vida y al que, en algunos momentos, odié con enfermiza obsesión. Lo conocí una mañana en la que el frío húmedo se calaba hasta los huesos. No había manera de entrar en calor. La niebla cubría la ciudad como la capa de un mago. A mí aquellos días densos, apagados, sin luz, me gustaban. Me sentía protegido. (Eran tiempos de ruidos de sables y creía, ingenuamente, que ningún maldito tirano podría encontrar la ciudad en donde vivía, de manera que nada ni nadie podría hacernos daño). Es extraño como hasta los detalles más pequeños de aquel día opaco aparecen en mi memoria de una manera tan diáfana.

El tipo que me presentó a Julio Cortázar se llamaba P, un gallego bajito, delgado, de mediana edad, que miraba el mundo con ojos pequeños de Lazarillo golfo a través de unas grandes gafas cuadradas de pasta que le cubrían por completo todos los ángulos visuales. Sin embargo, P siempre miraba por encima de ellas, como si observase la vida con sorna escéptica, casi cínica, de hombre descreído que lo ha visto todo y que está de vuelta de todo. P leía siempre, constantemente, a todas horas, en todo momento y en cualquier lugar. Cuando lo hacía, y sin darse cuenta, se rizaba con los dedos los rizos negros del pelo desordenado, mientras mordía con insistencia el filtro de los cigarrillos mentolados que fumaba constantemente, cuyo humo había acabado por teñir de color castaño un gran bigote de morsa que lucía con orgullo y que mojaba de cerveza, café o lo que fuera que bebiese, al llevarse el vaso a la boca.

Había tres cosas que a P le gustaban más que nada en el mundo: por este orden, ganar al dominó, las mujeres y la literatura. Hubiese dado su vida por las tres aunque siempre perdía por la mano, estaba casado y jamás escribió un libro. Pero era un lector voraz, inteligente, agudo, apasionado y, como Pierre Menard, escribió de nuevo cada libro que leyó. Por eso le admiraba, pero también le odiaba. Le daba a leer páginas que escribía y, con muy buen criterio, las despreciaba con un hiriente desdén macarra, chulesco. Por dos razones. Porque lo que escribía era realmente malo y porque no era uno de los suyos, amigos bebedores de Voll Dam, fumadores de hachís, golfos de la noche canalla. Aquel gallego exseminarista se desquitaba de sus años de sotanas en compañía de lo más florido los ochenta, y pasaba las horas de la mano de los habitantes de la noche hepática, cirrótica, lisérgica, pioneros de la mítica movida. A mi, todo aquel mundo de bohemia posmoderna, flipada y hueca no me hacía la menor gracia. Yo ya tenía mucha noche vivida a la luz del gasógeno en mi primera vida y quería darme una segunda oportunidad. Por eso a P yo le parecía un aprendiz de monaguillo y nunca logré de él un mínimo gesto de complicidad. (¡Si él hubiese sabido!)

Esa mañana sin sol entré en un bar de parroquianos a comprar tabaco. Allí, cada día, P tomaba café, acodado en la barra, sentado siempre en el mismo taburete. En aquel tugurio corría, desde un poco antes del amanecer, el anís, el coñac y las palomicas, que bebían con sed madrugadora taxistas, albañiles, camioneros, cajeros de bancos y guardias urbanos de servicio. Todas las mañanas P leía el periódico, rizaba el rizo y masticaba con gula el filtro del cigarrillo, pero aquel día algo no era igual a los otros porque no era la prensa lo que leía. Estaba acompañado. Me di cuenta nada más entrar, aunque no pude ver de quien se trataba porque estaba de espaldas a la puerta. Me dirigí a la máquina expendedora de tabaco, al otro extremo de la barra, y no le saludé. Nunca lo hacía por miedo a sufrir su indiferencia, a no ser que fuese él el primero en hacerlo. Pero en el preciso instante en que pasé a su lado me miró con sus ojos diminutos, nombró mi nombre y me invitó a acompañarle. Entonces lo vi de cerca, frente a mi, como una aparición surgida entre el humo espeso que flotaba igual que una nube sobre la clientela del bar: otra niebla acogedora y tóxica que al respirar se introduce en los cuerpos e inocula un veneno que ya para siempre fluirá por las venas sin posibilidad alguna de cura, de depuración, sin oportunidad ni chance para evacuar, eliminar, con efectos crónicos, permanentes, de consecuencias eternas, de placer infinito.

Lo recuerdo muy bien. Cada vez que paso por la puerta del bar veo la escena, me veo a mí mismo a través del cristal sucio y empañado, con mi cara de asombro, mirando a Julio directamente a los ojos cansados, ya viejos. Me veo estremecerme cuando posó levemente una de sus manos largas, ligeras, sobre mi hombro en gesto afectuoso y pausado de saludo sincero. Puedo recordar también como pronunció las primeras palabras que escuché de su boca, arrastrando la erre francesa y voseando su acento porteño, y cómo me dijo al fin, sin dejarme tiempo, si quiera, para confesarle lo mucho que P me había hablado de él: ”mirà, nuestra verdad posible tiene que ser invención”. No supe qué decir y ,como Julio me vio aturdido, casi en estado de shock, continuó diciéndome: ”un encuentro casual es lo menos casual en nuestra vida y la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o aprieta desde abajo el tubo de dentífrico”. Poco a poco fui cogiendo confianza; no me resultó difícil. La conversación se fue alargando y hubo un momento en el que ya no sabía si continuábamos entre parroquianos sedientos o habíamos trascendido el lugar y, Julio y yo, sin nadie más que nos pudiese molestar, ni siquiera P, conversábamos hasta que la noche le confirió a la niebla un estado de cortina en papel cebolla, de tejido vaporoso, como de gasa tamizada que nos protegía de un mundo irreal, porque la realidad éramos Julio y yo, y todo lo que acontecía afuera era mentira.

La víspera de san Valentín del año 1984, cuatro años después de mi primer encuentro con él, todos los periódicos, y las televisiones y las radios del mundo dieron la noticia de la muerte de Julio Cortázar. Justo ahora va a hacer 25 años. Una niebla muy diferente a la que cobija mis recuerdos se posó entonces sobre los ojos pícaros de P y lo mantuvo taciturno, triste, malhumorado y deprimido durante meses, hasta que entendió que, con tipos como Julio Cortázar, la muerte tiene poco que hacer. Julio Cortázar me redime de mi romanticismo mediocre porque cada vez que le leo estoy escribiendo de nuevo su obra.

Y así fue como conocí a Julio Cortázar. Eran tiempos en los que todavía había niebla para recordar.

Vuelvo mañana
La imagen que ilustra esta entrada se encuentra en el blog http://librosg.blogspot.com/2007/05/entrevista-julio-cortzar-realizada-por.html

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Y tu me descubriste a mi a Cortázar!
Gracias
encar

Anónimo dijo...

Gracias Hablador,
Dices que Cortázar murió un día de San Valentín, tu mantienes su coartada. Es lo que contaron las radios y escribieron los periódicos.
Pero estoy convencido que Julio sigue viviendo otras vidas, quizás con otros nombres y otros rostros.
Quizás incluso tiene un blog y en él escribe como se conoció a sí mismo.
Un amigo

Anónimo dijo...

Es curioso que hoy salga la noticia de material inédito de Cortázar... coincidencias?

un amigo