Quienes carecen de autoestima a menudo desconfían de sus
capacidades o incluso llegan a creer en algún momento de sus vidas que, debido
a su falta de virtudes y de valores, son seres prescindibles y sin valor
individual o colectivo, social.
Una educación castrante, la sucesión de fracasos durante la
existencia, un enfermizo sentido congénito de inferioridad ante los demás o el
llamado, hoy día, como el síndrome del impostor suelen ser algunas de las
causas por las que hay personas que no se quieren a sí mismas.
Las consecuencias de esa -llamémosla platónicamente como
afección del alma- pueden llegar a ser
graves, porque subsumen a quienes la padecen en la pasividad total para
afrontar los retos con que a diario nos desafía la vida; en la cobardía,
también en la esclavitud, o incluso en una desconfianza y un escepticismo que
puede llegar a convertirse en un cinismo perjudicial para sus intereses y
nefasto para sus semejantes.
En cualquier caso, aquellos seres humanos que padecen falta
de autoestima tienden al decadentismo melancólico, se dejan llevar por los
avatares, buscan en fuera de ellos las culpas a sus males de espíritu, a lo mal
que les ha ido en la vida y acaban por abrazarse a sectas, brujos, mercachifles
que les ofrecen cabezas de turco propiciatorias y la solución mágica a sus
males.
No pretendo ni sabría hacer un ejercicio de psicoanálisis
social. Hay autores que ya anduvieron ese camino y que analizaron los motivos
por los cuales nuestra sociedad capitalista industrial, o liberal occidental, podría
ser una sociedad enferma. Si he planteado el asunto de la falta de autoestima
es porque me da la sensación de que la sociedad occidental se encuentra
actualmente en un atolladero y anda buscando una salida negándose a sí misma,
cuestionando los valores que han causado un progreso moral, social y tecnológico
difícilmente imaginables hace apenas un siglo y al mismo tiempo, en fenomenal
paradoja, han propiciado un estado de incertidumbre, descontento y desasosiego difícilmente
comparables a otras etapas de la Historia.
Parece como si la sucesión de los acontecimientos de la Historia desde la modernidad hasta nuestros días nos haya llevado con los
ojos vendados al centro de un laberinto de altos cipreses, endiabladamente
intrincado, de gran complejidad, diseñado por los dioses para su diversión.
Nos encontramos como aquel viajero que, para poder pasar el control de seguridad, antes de subir al avión guardó en el bolso unas cuantas cadenas de oro que lucía en el cuello y al salir, a fuerza de querer desenredarlas, casi cae en la locura al no conseguir desenmarañar los eslabones minúsculos que han formaron entre ellos un ovillo irrecuperable.
En esta época nuestra el tiempo parece urgirnos; tenemos la
sensación de que las horas nos acucian; perdemos la paciencia y optamos por renunciar
a recuperar nuestras alhajas o nos conformamos con vivir dentro del laberinto,
imaginando un mundo mágico que encontraríamos si fuésemos capaces de hallar ese
último recodo de ciprés para dar con la ansiada salida.
Asumimos lo que hay y vivimos con ello, evadiéndonos con
entretenimientos banales, o reduciendo la incertidumbre futura a la defensa de
una cotidianidad individual de sálvese el que pueda. En el mejor de los casos, cuando nos
planteamos las problemáticas que nos afectan, solemos diagnosticar el mal que
nos amenaza autoinculpándonos.
Nos fustigamos y acusamos al hombre occidental como causa de
todos los males del planeta, de manera que en las últimas décadas vamos
escribiendo una leyenda negra que nos va despojando de todo valor y de la que
todavía no se ha editado el último volumen, porque a diario escribimos entre
todos un nuevo capítulo penitente.
Parecemos leprosos medievales tocando las esquilas por los
caminos, avisando al mundo de que no es acerquen a nosotros, porque formamos la
gran tribu de los destructores planetarios. De ahí que sea muy necesario
recordar.
Hace muchos, muchos años, tras los siglos del esplendor
romano, la oscuridad asoló Occidente. El cristianismo introducido en la nobleza
romana, con su exaltación de la pobreza, sumado a las hordas bárbaras procedentes
del centro y del norte de Europa, para las que hoy día habría quien solicitaría
respeto y comprensión cultural, tumbaron la civilización.
Si embargo, a pesar del velo gris que cubrió el continente, del
sometimiento del hombre a la miseria y la enfermedad, del miedo a Dios y al
pavor al infierno, todo estaba claro; no había duda ni incertidumbre; la vida
se desarrollaba con sentido. Como si se tratase del sistema de castas hindú, cada
cual reconocía y asumía su lugar.
La justicia y la dignidad eran cuestiones que no atañían más
que a aquellos que decían ser el enlace con Dios o podían ejercer su poder con
la espada, de manera que todo orbitaba
en el cosmos de lo divino; el hombre tan solo era una de sus criaturas al
capricho de sus designios. Todo mortal moría sin más, asumiendo su papel de
pecador, temeroso del fuego infernal, porque, como decimos ahora, era lo que
había. Dios era la guía y único sentido de la existencia.
Tras ese largo periodo surge el Humanismo y el Renacimiento,
la luz de un nuevo tiempo en el que el hombre reclama la centralidad universal.
De tal manera fue así que todavía hoy, siete siglos después, nadie osa
cuestionar la importancia ni osa reprochar nada a nombres como Giordano Bruno,
Galileo Galilei, Nicolás Copérnico, Miguel Ángel Buonarroti, Leonardo da Vinci,
Erasmo de Rotterdam, Luis Vives, Montaigne, Rabelais, Giotto, etc.
“Si he visto más lejos es a lomos de gigantes”, dijo un
siglo más tarde Isaac Newton, que es, ni más ni menos, que lo que hicieron los
renacentistas: redescubrir y reinterpretar a nuestros padres, los clásicos
griegos y romanos, fuentes de toda sabiduría. La influencia de Oriente en el
cambio de enfoque occidental también es patente y difícilmente discutible.
De hecho, en buena medida, Europa cobra conciencia de sí
misma y experimenta avances en arte, ciencia, tecnología, religión, medicina, arquitectura y literatura gracias al comercio
con los árabes, África y Asia. Sin ir más lejos, conocemos la obra de
Aristóteles a través de Averroes. De modo que en la conformación de lo que vino
en llamarse el antropocentrismo participaron sabios de muy diferentes
extracciones culturales y puntos geográficos. Digamos que el antropocentrismo no es un hecho exclusivamente
occidental.
Pico della Mirandola, a pesar de ser un fervoroso cristiano,
es uno de los más precoces responsables de la ubicación del hombre en el centro
del universo. Escribía y hablaba griego, árabe, hebreo y caldeo. Por supuesto,
leyó a Averroes, de modo que la influencia oriental de su pensamiento es clara.
Su “Discurso
sobre la dignidad del Hombre” escrito en 1486 representa un antes y un después en la
historia de la humanidad. “Definirás tus
propias limitaciones de acuerdo con tu libre albedrío. No eres ni mortal ni
inmortal, ni de la Tierra ni del Cielo. Podrás transformarte a ti mismo en lo
que desees. Podrás descender a la forma más baja de existencia como si fueras
una bestia o podrás, en cambio, renacer más allá del juicio de tu propia alma,
entre los más altos espíritus, aquellos que son divinos”
Aun hoy en día, seis siglos después, cuando nuestro interés
se centra en la Inteligencia Artificial, la exploración de Marte o la
ingeniería genética, frente a tales palabras concebidas antes del
descubrimiento de América o antes de la primera circunvalación del planeta, uno
se ve obligado a respirar profundamente, leerlas de nuevo, repetirlas cual letanía y acabar por reconocerse como hijo orgulloso de su significado.
Después, un puñado de científicos y pensadores recogerían el testigo y con denuedo prefiguraron la Ilustración, que con sus luces y sombras, tenebrosas y alargadas, seguiría con paso firme el camino iniciado por los humanistas y los renacentistas.
Desde entonces hasta hoy ha llovido mucho, y a
pesar de que sabemos que al planeta Tierra le resulta absolutamente indiferente
los avatares de la especia humana y de que hemos constatado que no hay objetivo
histórico alguno -ni perfectible ni imperfectible- creo honestamente que es
difícilmente discutible no valorar positivamente el paso del teocentrismo al
antropocentrismo, o el momento histórico en que el ser humano recupera su
autoestima y se hace con la fuente de luz que le proporcionará dignidad,
progreso y bienestar. Y también sufrimiento, dolor y explotación. Nada en la
vida, excepto el amor de una madre, es aséptico. La vida es lucha. La historia
de la humanidad es la historia del dolor.
Lo que intento decir es que las culturas que han
experimentado ese cambio, que se quieren a sí mismas porque reconocen las
bondades de su trayectoria colectiva, han experimentado progreso moral,
tecnológico, artístico y cultural innegable, y son capaces de resurgir, como el
Ave Fenix, de sus cenizas.
En el siglo XIX, con el positivismo y el darwinismo, y en
brazos del colonialismo británico, surge la curiosidad por el estudio de los
pueblos que en plena Revolución Industrial viven en condiciones primitivas, totalmente
ajenos a una Europa y América ya inmersas de pleno en la segunda Revolución
Industrial. Es decir, cazadores recolectores, nómadas o grupos tribales, detenidos
en el tiempo, hoy llamados pueblos originarios, que sufrieron y pagaron con la muerte,
la aculturización, y en demasiados casos la extinción, la ambición liberal colonial Europea y norteamericana.
A partir de entonces, la antropología se establece como
disciplina científica y transforma la mirada hacia esas otras culturas
primitivas. Las sombras tenebrosas y alargadas del pensamiento Ilustrado, racista, cobijaron muy oportunamente a la ambición capitalista decimonónica y cualquier ser
humano con piel de color diferente al caucásico es considerado inferior,
susceptible de ser esclavizado, exterminado y desposeído de sus tierras y la de
sus ancestros.
Los antropólogos, compañeros de viaje del colonialismo
europeo y norteamericano, fascinados
ante la gran diversidad de culturas que habitan la Tierra, década a década van ocupando su espacio en el terreno de las ciencias,
hasta la actualidad, momento en el cual esa fascinación científica se convierte
casi en fervorosa admiración, lo cual ha provocado un relativismo intelectual muy
propio, por otra parte, de la posmodernidad, según el cual, los occidentales
tenemos mucho que aprender de los, llamados ahora, pueblos originarios, como si
ese supuesto origen tuviese un valor cultural intrínseco; como si la inteligencia
adulta tuviese que aprender del balbuceo de un bebé; como si un tam tam en la selva tuviese equivalencia
en una partitura de Bach; como si un fuego en el centro de un poblado fuese
equivalente a una bombilla; como si los cantos y gestos del hechicero fuesen
tan efectivos como una vacuna. Tantos es así que casi supone una herejía
castigada con la hoguera afirmar que la civilización occidental es más avanzada
que cualquier tribu amazónica.
Y es que ante la coyuntura actual, la incertidumbre social,
política, económica y climática que nos invoca y a la que tenemos que hacer
frente, a menudo algunos buscan
soluciones en un pasado lejano, supuestamente idílico, y escuchamos y leemos grandes apologías sobre las bondades del tribalismo, del valor cultural de la
choza, la cerbatana, la caza diaria y el taparrabos como paradigma de un
paraíso perdido al que ya nunca más volveremos, colocando en situación de
equivalencia esas culturas a la nuestra, y en algunos casos, incluso superior a
la nuestra.
Yo, sinceramente, no deseo volver a la choza, ni cazar micos
para poder comer, ni dormir sobre la tierra, ni azotar a mis mujeres. Yo no deseo una
existencia de supervivencia. Yo no deseo ser el esforzado Dersu Uzala. Yo quiero seguir escuchando a Van Morrison o
leer a Elena Garro. Yo no quiero morir de sarampión, ni soportar el frío de la
noche. Yo quiero ver 'El Padrino' unas cuantas veces más. Yo necesito entender a
Platón, a Kant, a Nietzsche o a
Shopenhauer. Yo no puedo vivir sin un bolígrafo y sin mi computador. Si deja de
funcionarme un riñón, me gustaría que me trasplantasen otro. Si violan a mi
hija no quiero verme en la obligación de matar al violador, porque la
civilización en la que vivo lo apresará, lo juzgará y lo condenará. Quiero ser
responsable de mi vida y corresponsable con mis iguales, con el máximo respeto
a otras culturas que no han alcanzado los niveles de desarrollo moral y
tecnológico que nosotros disfrutamos.
Porque si no es así, si buscamos soluciones más allá de lo
que somos, de los valores que hemos sido capaces de acopiar a lo largo de los
siglos, retornaremos a una época oscura y nuestra civilización perecerá. Soy de
la opinión que el centro de nuestros males reside en el liberalismo, y no en el
hombre occidental, o en la mirada antropocéntrica que los hombres occidentales
se achacan a sí mismos como gran defecto; una mirada que, por cierto, y como
hemos visto, es deudora de Oriente.
Le pese a quien le pese, nuestra cultura es mejor que
cualquier otra. Somos mejores. No es supremacismo. El supremacismo es nefasto,
peligroso, dañino. Yo hablo de autoestima. Somos privilegiados por vivir donde
vivimos. Que levante la mano quien desee vivir en un Iglú, en el corazón del
Amazonas, en el desierto del Kalahari, o en la selva de Borneo. Que levante la
mano quien desee vivir en Irán.
Es el liberalismo, y no el antropocentrismo. Pocos se
atreven a reconocerlo. El liberalismo es el monstruo goyesco del sueño de la
razón ilustrada. Me da la sensación, ahora, de que haya proclamado un anatema y
que alguien en nombre de Tomás de Torquemada vendrá a detenerme.
Gracias a la Ilustración, la humanidad decapitó el
feudalismo, acabó con el antiguo régimen, pero también con los hombres que
hicieron la revolución popular, que deseaban la igualdad, el desarrollo justo y
una vida digna para todos. Después de Napoleón -el primer gran tirano europeo
que preservó y consolidó el poder de la burguesía- llegaría la economía de
libre mercado, la explotación inmisericorde, el beneficio económico como meta
universal, el trabajo como eje de la vida, el crecimiento industrial sin fin, y la hecatombe. (Al hilo de esto
que digo, me permito recomendar dos libros. “La lucha por la Desigualdad” de
Gonzalo Pontón, y “Robespierre” de Javier García Sánchez, dos lecturas
exigentes pero extraordinariamente reveladoras.)
¿Tiene algo que ver el antropocentrismo con el liberalismo? ¿Son pareja de hecho? ¿Van de la mano? ¿Puede darse el uno sin el otro? ¿El antropocentrismo será el responsable del fin de nuestra civilización y lo es ahora de la crisis climática?
Ya sea por causas externas o internas, civilizaciones
que han sucumbido sin mirada antropocéntrica -la gran mayoría orientales- son, por ejemplo, los asirios en Mesopotamia, los mongoles, los nabateos, los hititas,
persas, todas las precolombinas, Egipto, los jemeres, el Indo, los Rapa Nui, Al
Andalus, los misisipianos… y por supuesto la civilización minoica o el imperio
romano.
Quizás sería un tanto demagógico especular sobre su
pervivencia en caso de haber contado todas ellas con la mirada antropocéntrica de
nuestra civilización occidental. Sea como fuere, sostengo firmemente que solo con la mirada del
hombre occidental puede salvarse el hombre occidental. Sólo ubicándonos en el
centro podremos salir del atolladero y abordar los frentes múltiples que nos
desafían como civilización y que conforman una problemática de gran
complejidad, frente a la cual nadie se había enfrentado en la historia de la
humanidad.
Es preceptivo, obligatorio, un cambio de paradigma, una transformación cultural desde las leyes. El liberalismo capitalista ya se reveló como depredador, inclemente e inmisericorde, con el bagaje y el currículo de las dos grandes guerras que devastaron el mundo y destruyeron nuestra civilización.
Tan potentes son los valores y firmes los cimientos que atesora Occidente que
Europa resurgió de sus cenizas gracias a la fuerza del antropocentrismo, al
reconocimiento en nosotros mismos de capacidades morales, políticas, científicas, tecnológicas o sociales que
ninguna otra cultura ha podido desarrollar a lo largo de los siglos.
Efectivamente, el capitalismo liberal ya no es un sistema
económico. Ha devenido en un sistema cultural y a nadie le resulta fácil pensar
cualquier faceta de la vida sin acudir a su lógica, sin escapar a su cosmovisión
que todo lo ocupa. Tras la caída de la URSS parece no haber alternativa a la
vista y con el terreno ideológico despejado, el liberalismo se abalanza con
gula pantagruélica sobre el planeta, ahora a través del nuevo giro de tuerca
que suponen los neofascismos posmodernos negacionistas.
Todo lo cual nada tiene que ver con dejar de reconocernos
como el ser mejor dotado de la historia para afrontar cualquier reto que se nos
plantee. Empecemos por la voluntad de cambio, por reconocer el peligro, al
enemigo de la humanidad que lo impone, y
por pensar en cómo transformar esa cosmovisión depredadora, desde la política,
desde la acción cultural, educativa y pedagógica, votando en consciencia y organizándonos
colectivamente, reclamando nuestro protagonismo para derribar la hegemonía actual y propiciar el
cambio.
Sólo reconociéndonos los mejores lo conseguiremos. Lo contario
nos debilita, nos hace vulnerables y cuando queramos darnos cuenta, los
bárbaros irrumpirán en nuestras casas entrando por la puerta. Entonces ya no
tendremos, si quiera, ni ganas ni tiempo de entonar el último réquiem.