jueves, 30 de enero de 2025

La noche más triste

 


El año que murió mi abuelo Vicente -el padre de mi madre- yo era militar, soldado del tercer reemplazo del 84, acuartelado en el Centro de Instrucción de Reclutas de Araca, Vitoria, uno de los lugares más fríos e inhóspitos de la VI región militar, donde nos hacinaba el glorioso ejército español en contra de nuestra voluntad a más de cinco mil  jóvenes procedentes de todo el país.

Para ser exactos, pocas horas antes a la muerte de mi abuelo Vicente yo preparaba el petate, y aunque todavía no vestía de caqui, ya mi obediencia era debida hacia la justicia militar y no hacia las leyes civiles.

Mis padres no estaban en casa. Después de recibir una llamada telefónica de mi tía -la hermana de mi madre- informándonos de que mi abuelo yacía agonizante, salieron de viaje a toda prisa, prácticamente con lo puesto, para intentar despedirse de él todavía en vida, aunque, la verdad, ni se hubiese enterado.

Mi abuelo Vicente permanecía postrado en cama desde hacía más de cinco años a causa de la enfermedad de Alzheimer. Su existencia era literalmente vegetativa. La mayor parte del día yacía acostado. Mi tía, que estaba a su cuidado, lo levantaba unas horas y lo sentaba junto a la ventana, en un cómodo sillón de enea acolchado desde donde veía pasar las horas, un tiempo vacío de recuerdos, sin saber quién era, sin conocer la ventana que él mismo abrió y construyó, desde la que vio durante años caer la nieve, la lluvia, el sol implacable del verano y sus nietos crecer.

Me despedí de mis hermanos y de los amigos que me acompañaron a la estación. Después de un viaje en el que muchos de mis compañeros lo pasaron como una gran fiesta, gritando cánticos de borrachera, ya de madrugada llegamos a Vitoria. Permanecimos en el andén algunas horas, aguantando una humedad y un frío difícil de describir, porque nunca lo había sentido así.

Una quietud expectante había ocupado el lugar. El aire de la noche que empapaba el suelo provocaba también la oscilación pendular de dos lámparas colgadas de la marquesina que protegía el andén, empujando nuestras sombras contra la pared, agigantándonos y empequeñeciéndonos, como jugando con nosotros, anunciándonos acaso que desde aquel instante habíamos perdido nuestra identidad soberana y nos convertíamos en seres sin voluntad. No éramos más que visiones en penumbra aplastadas contra una pared.

Esa fue la razón por la cual la algarabía del tren se transformó en una desazón y un desasosiego que se nos metió dentro hasta el tuétano. La causa del frío intenso que se alojó dentro del alma de cada uno de nosotros no era la humedad. La realidad tomaba su posición y nos convertía en prisioneros.

Fumábamos y mirábamos en absoluto silencio el reloj de la estación, y contrastábamos la hora con los nuestros, por ver si en la operación ocurría algo, si alguien venía y nos decía algo, o por comprobar si aquella espera era auténtica y verídica, o  parte de las pesadillas de algunos de los que dormían la mona.

De vez en cuando el sonido de un teléfono rompía el mutismo y percibíamos un rumor humano surgido de la claridad amarillenta de una vieja puerta acristalada, donde probablemente cumplía con su turno el factor de guardia.

Días después supe que, en las horas gélidas de aquella misma noche, en la que estuve esperando los camiones militares que nos recogerían y nos transportarían como ganado al CIR, mi abuelo Vicente expiraba. A partir de entonces los recuerdos de mi infancia con mi abuelo transformaron en memoria su existencia, vestido con el sempiterno mono azul, la boina negra bien calada, caminando con las manos en la espalda, bromeando con nosotros, sus nietos... y se mezclaron, ya para siempre, triste e inevitablemente, con los de aquellos minutos afligidos y taciturnos en el andén frío de la estación alavesa.

Porque, quizás, justo en esos instantes, mi madre y mi tía contemplaban a mi pobre abuelito, tendido en la cama, por fin en paz, libre de la cárcel de su cuerpo y de su mente. Yo no tenía noticias. No tenía ninguna posibilidad de saber que en aquellas horas mi abuelo Vicente ya solo era piel y huesos sin aliento. Lo supe luego, días después, cuando por fin pude telefonear.

Semanas antes a la jura de bandera, por decisión del coronel, a muchos de nosotros nos dieron unos días de permiso. No había sido necesario solicitarlo, fue una decisión de los mandamases. La verdad es que quienes tuvimos la fortuna vivimos una de las pocas alegrías que pudimos disfrutar durante aquellas semanas kafkianas de gritos, órdenes, más órdenes, mucho frío, un cansancio perenne, sed y hambre, hambre de alimento en buenas condiciones, y ese mal olor tan característico que impregna los cuarteles, que se instala para siempre en el retrete de los recuerdos y que en ocasiones todavía percibo en algún otro lugar.

El trayecto en autobús desde Araca era largo. Partíamos a mediodía y llegábamos a Barcelona poco antes de la medianoche. Después, debía apresurarme para llegar a la estación de Sants y subir al último tren de cercanías que prácticamente me dejaba en la puerta.

Caminaba hacia la casa donde nací, cansado, entre ilusionado y expectante. Hacía ya más de un mes que no veía a los míos. Desde la llamada lacónica con la noticia del fallecimiento de mi abuelo no sabía mucho de ellos, ni ellos de mí. Ni cartas ni teléfono. Así eran las cosas en los viejos ochenta.  Sólo se llamaba o se escribía para lo importante.

Al entrar, no vi luz en el pasillo. Por la hora ya se habrían acostado. Me extrañó, pero en seguida comprendí que no me esperasen, porque no había informado del permiso. En uno de los dos extremos del largo y estrecho pasillo que atravesaba de punta a punta todo el piso, destacaba en la oscuridad una claridad débil que, con toda seguridad, sólo podía provenir de una pequeña lámpara comprada por mi padre hacía años en una excursión a Andorra y que casi nunca encendíamos.

Distinguía también el parpadeo de otra luz diferente, de un tono azulado. Lo primero que pensé es que en un descuido se habrían acostado sin desconectar el televisor, pero inmediatamente lo descarté.  En casa esos descuidos de seguridad doméstica eran impensables. Antes de ir a la cama, la puerta bien atrancada, los grifos bien cerrados, la llave del gas hacia abajo, el televisor desenchufado, durante el invierno la estufa catalítica sin fuego y todas las luces apagadas. Era lo preceptivo. Si mi padre no desenchufaba a diario la nevera era porque la comida se echaba a perder.

Caminé los siete pasos justos que distan entre el recibidor y el comedor, dejé suavemente el petate y allí vi a mi madre, sentada, apenas un contorno en penumbra sobre el sillón mirando fijamente la televisión y contemplando, creo que sin saber muy bien qué estaba viendo, cómo Teresa de Jesús, encarnada por la actriz Concha Velasco, declamaba sus últimas palabras.

Mi madre entonces era una mujer que pasaba la cincuentena, bajita, muy poca cosa. Era -todavía es- de natural introvertida, tímida, de pocas palabras. Acaso sea la persona menos sociable que conozco. A mí, desde bien jovencito, siempre me dio la sensación de que cargaba a diario -con un particular ascetismo cristiano y la típica austeridad castellana- la pesada nostalgia de su tierra y de todos los seres queridos que tuvo que dejar para construir una vida y una familia con futuro.

Al evocar el momento, todavía recuerdo mi extrañeza cuando, al verme, no reconocí en su rostro ni un ápice de sorpresa. Nadie me esperaba en casa, así es que de algún modo albergaba la esperanza de la ilusión ajena, algo así como la alegría ante la vuelta del hijo pródigo.

Al contrario, al acercarme en silencio y decirle “hola mamá, me han dado permiso” vi en ella un gesto que jamás olvidaré; toda la tristeza de este mundo se había apoderado de sus ojos, de los labios y hasta de su piel. Parecía hundida por el peso inconmensurable de la pena. Levantó levemente la cara como para saludarme, quizás el intento de solicitar el beso que inmediatamente le di en la mejilla, todavía húmeda de llanto, de las lágrimas en soledad que habría derramado hasta un instante antes de mi llegada.

Recuerdo como si lo estuviera viendo ahora que después me acercó su mano. La tomé y al tiempo me arrodillé y la besé de nuevo mientras ella entornaba los ojos. “Acuéstate, hijo, que estarás cansado. La cama está hecha, tal y como la dejaste.” No me dijo más. No podía decirme más. Su voz sonó tan débil que me pareció de enferma. Se me encogió el corazón. Aquella noche, mientras Concha Velasco interpretaba en televisión la agonía de Teresa de Jesús, mi madre creía morir del dolor por la muerte de su padre, mi abuelo Vicente. No he vivido, ni he sentido jamás tanta tristeza, nunca he asistido a tanta aflicción.  De ningún modo logré conciliar el sueño.

2 comentarios:

Belén dijo...

Cuántas veces habrán llorado solas al reparo de todas las miradas!

Francesc Cornadó dijo...

Tremendo, amigo mío, tremendo. Un relato muy sentido.
Salud.