Durante el último partido que enfrentó a la selecciones española y sueca correspondiente al campeonato mundial de Balonmano, se produjo un suceso extraño. La selección hispana perdía por una diferencia de seis goles. Los escandinavos jugaban mejor y estaban siendo muy superiores. En uno de los muchos lances del encuentro, el árbitro señaló penalti, con lo cual los escandinavos podían aumentar la diferencia si conseguían batir al portero Gonzalo Pérez de Vargas. Con una ventaja de siete goles, el partido se iba a poner muy cuesta arriba para España.
El encargado de lazar la pena máxima fue el jugador Hampus Wane. Cogió la pelota, esperó la señal del árbitro y ante los movimientos aspados de Pérez de Vargas, Wane lanzó desde el punto de los siete metros con poca fortuna, porque estrelló el balón en el portero. El árbitro, siguiendo el reglamento a rajatabla, hizo sonar el silbato, detuvo el encuentro y mostró la tarjeta roja al lanzador ya que, según su criterio, la pelota había impactado directamente en el rostro del español, lo cual se sanciona, efectivamente, con la expulsión.
Inmediatamente, con tranquilidad pero con decisión, Gonzalo -el bueno de Gonzalo- se dirigió al colegiado y le explicó ante el contrincante que su lanzamiento no le había impactado directamente en la cara, sino en el antebrazo y en el hombro. El juez, sin pensarlo, esbozó un gesto con el brazo cancelando la expulsión en señal clara de reconsideración de su primera decisión, y comunicó de ese modo al jugador sueco y a todos los asistentes al partido que no había cometido falta alguna y en consecuencia podía seguir en la cancha.
Hampus Wane agradeció a Gonzalo Pérez el gesto con un leve amago de abrazo y el público prorrumpió en una salva de aplausos emocionados ante la escena que acababa de presenciar, en reconocimiento a la deportividad y a la honradez de que había hecho gala uno de los mejores porteros de balonmano del mundo. Ni qué decir tiene que las imágenes que atestiguan esta anécdota han circulado por todo el mundo y han ocupado espacio en todos los informativos. La honradez y el mordisco de un hombre a un perro son noticia, por lo insólito del hecho.
Al enterarme de este suceso automáticamente actué como el público. Aplaudí interiormente la actitud de Gonzalo y gracias a su proceder me hizo sentí mejor, como parte de un todo que es bueno, o que en ocasiones ofrece una salida a la bondad. Pero no estoy seguro de que todos los allí presentes pensasen lo mismo, por ejemplo, el entrenador de Gonzalo, o sus compañeros de equipo, o los familiares de los jugadores de la selección española, y los aficionados españoles que vieron el encuentro por televisión.
Entre la posibilidad de perder por siete puntos, a perder por seis, recuperar la posesión de balón y atacar contra un jugador menos, puede iniciarse una remontada que produzca una victoria final cuando todo parece encaminado a una abultada derrota. Quiero decir que Gonzalo, en ese preciso momento, actuó en contra de los intereses de su equipo y de sus compatriotas. A pesar de que él no cometió ningún error, ni trampa alguna, prefirió convertir un error del árbitro, ventajoso para los suyos, en una acción de valor moral y no de valor deportivo o competitivo.
El balonmano de élite es un deporte profesional. Es decir, los jugadores se ganan la vida practicándolo. Ganar un campeonato mundial supone un aumento significativo de prestigio y por supuesto de su precio en el mercado de fichajes. Por otro lado, formar equipo significa, entre otras cosas, cumplir al máximo tus obligaciones para conseguir el éxito colectivo derrotando uno a uno a tus adversarios.
Todos suman y todos restan. Las acciones positivas y negativas de cada integrante del equipo marcan el destino de todo el colectivo y su palmarés, que marca de modo decisivo su mejora profesional. Me pregunto si de haber formado yo parte del equipo de Gonzalo, una vez en la intimidad del vestuario no le hubiera reprochado su acción.
Me pregunto si el entrenador, y sus compañeros, de una u otra manera, no se lo habrán echado en cara. Algo así como, “por hacerte el bueno nos han metido una paliza." O “si hubieras cerrado esa boquita de santo, ahora estaríamos en semifinales, San Gonzalo, que eres un San Gonzalo” o “Ahora vas y le pides al vikingo que al menos te invite a una cerveza”
Si, por el contrario, recibió la felicitación de todos, entonces estamos ante una selección de balonmano kantiana, probablemente la primera y única del mundo, porque en Gonzalo prevaleció el kantiano imperativo categórico de decir siempre la verdad.
A este respecto, pocos lo sabían, pero aquella tarde, en las gradas del Unity Arena de Oslo, dos espectadores de excepción y grandes aficionados al deporte, observaron el suceder de los acontecimientos. Se trata ni más ni menos que del mismísimo Immanuel Kant y del ínclito pensador y político fraco-suizo Benjamin Costant. Como era de esperar, ante tal acontecimiento moral, ambos se enzarzaron en una apasionada discusión.
Kant, inflexible frente a la mentira, aplaudió a rabiar el gesto, junto a la mayor parte del público. Constant le miró escéptico, sin poder reprimir cierto gesto de desdén. “Querido Benjamín, no te rías de mí. Te veo por el rabillo del ojo. No mentir es una ley de alcance universal. La mentira supone facilitar la desconfianza entre las personas. No se debe mentir, en ningún caso, porque la más mínima mentira rompe la sociedad, base de nuestra convivencia. No sé si me he explicado bien. Acabas de ser testigo de una hazaña moral, ejemplo para toda esta gente”
A Constant no pareció sorprenderle semejante apreciación. “Ya. Mira Immanuel, mientras tú vivías tan tranquilo en tu querido Köninsberg, yo me batía el cobre en París en medio de la Revolución francesa. Así es que ahórrame el sermón. No eres más que un contemplador de lo trascendente, yo he vivido en el terror. Lecciones, las justas, querido.”
Los dos parecieron olvidarse del motivo que les había llevado hasta allí, porque se enzarzaron en el mismo debate que ya vivieron a finales del siglo XVIII, y que hoy día ha adquirido carta de actualidad, porque la mentira o el falseamiento de la verdad se ha convertido en asunto de interés global, y conviene, ni que sea desde las gradas del campeonato del mundo de balonmano, acercar la oreja a lo que dicen los que piensan de verdad.
En su radicalismo idealista, Kant le espetó a Constant que “el mentiroso es una simple apariencia de hombre. Tanto es así que el hombre pierde su naturaleza humana si la declaración de su pensamiento está en desacuerdo consigo mismo, y por tanto, para considerarse a sí mismo persona humana está obligado a la veracidad. Debes saber, amigo Benjamín, que quien miente, por más bondadosa que pueda ser su intención, debe responder por las consecuencias de su acción delante de un tribunal civil. Gonzalo sabe, igual que yo, que la veracidad es un deber que debe ser considerado la base de todos los deberes que se fundan sobre un contrato y si esa ley permite la menor excepción, se torna dolorosa e inútil. No sé si me he expresado con claridad.”
Benjamín escuchaba sin mirar a su interlocutor. Fingía seguir las evoluciones del encuentro, pero en realidad le daba vueltas a la respuesta. “Escucha, Immanuel, no eres consciente del peligro que encierran tus palabras. Suerte que el griterío es tan fuerte que nadie ha podido oírte; de llevarse a cabo la afirmación que has hecho se destruiría la sociedad, porque resulta inaplicable.”
Kant le miró fijamente, de hito en hito, y esbozando media sonrisa, le respondió “¡Pero si lo acabas de ver con tus propios ojos! ¡El aplauso al portero español ha sido unánime! ¿No te das cuenta de que lo que hemos visto hoy aquí cancela para siempre tus argumentos?”
Y así siguieron un buen rato, casi hasta finalizado el encuentro. Benjamin Constant aducía que "decir la verdad es un deber, pero solamente en relación a quien tiene derecho a la verdad. Ningún hombre tiene derecho a la verdad que perjudique a otros.”
Las posturas de ambos, en apariencia, parecían irreconciliables, pues en este sentido Kant afirmó, rotundo, como queriendo ya concluir el debate, que “cada hombre tiene no solamente el derecho sino el más estricto deber de enunciar la verdad, aunque se perjudique a sí mismo y a otros.”
¿Quiere decir todo esto que el mejor portero del mundo, en su decisión de decir la verdad a costa de perjudicarse a sí mismo y a otros, actuó como un verdadero hombre? ¿De no decir nada y, en consecuencia, al no advertir al árbitro de su error y provocando la expulsión del contrario hubiera dejado de serlo? ¿Quiere decir, por el contrario, que con esa decisión de ejemplar sinceridad, al mismo tiempo lesiva para los suyos podría ser la causa de grandes males para su equipo? ¿O sencillamente aplicó lo que en conciencia le dictan unos principios, aprendidos y aprehendidos a los que nunca va a renunciar?
Parecía que la conversación definitivamente se había terminado, pero Benjamin Constant, devolviendo la mirada a su interlocutor y hablando después como si lo hiciese hacia la cancha, donde los jugadores luchaban con denuedo por la victoria en los últimos minutos, fue capaz decirle algo que sumió al alemán ilustrado en su habitual estado de meditación:
“Un principio reconocido como verdadero nunca deber ser abandonado cualquiera que sea el peligro aparente en el que se encuentra. Si no hay principios no quedan más circunstancias, y cada cual es su juez. Lo justo, los injusto, lo legítimo y lo ilegítimo no existirían, pues todo esto tiene como base a los principios, y se hunden en ellos. Quedaran las pasiones, que empujarán a lo arbitrario; la mala fe, que abusará de lo arbitrario; el espíritu de resistencia, que tratará de apropiarse de lo arbitrario como de un arma para convertirse a su vez en opresor. En una palabra, lo arbitrario, ese tirano tan temible, tanto para aquellos a los que sirve como para aquellos a los que golpea, lo arbitrario, reinará solo.”
Fue pronunciar Constant la última palabra y escucharse en el Unity Arena la señal que daba por concluido el partido, que, por cierto, finalizó en empate, 29 a 29. De haber estado allí, les hubiese propuesto a esas dos figuras del pensamiento que si estableciésemos como principio la honestidad en todo lugar y momento, obtendríamos una intersección entre sus dos puntos de vista la mar de interesante. Y, por supuesto, la cerveza para el gran Gonzalo la hubiese pagado yo.
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