jueves, 31 de octubre de 2019

Baumm, o la generación de vinilo


De un tiempo a esta parte nos apresuramos a etiquetar a decenas de  millones de personas que comparten el hecho de nacer y crecer durante unos años concretos. La necesidad de segmentación  o el afán clasificatorio decimonónico con que vivimos los humanos occidentales  nos ha convertido, queramos o no queramos,  en miembros de una generación determinada que siguen las mismas pautas de vida, las mismas costumbres y que los sociólogos y ejecutivos del márquetin  caracterizan sumariamente  a través de  una serie de rasgos uniformados que confinan nuestro carácter, nuestros gustos y valores en un nicho común. 

Creo que la mía fue la primera de las generaciones con etiqueta. Aunque algunos quisieron recolocarnos en la generación X, nosotros somos hijos del baby boom, vástagos multitudinarios producto de una gran actividad procreadora que tuvo lugar en la década de los sesenta. Tal fue la magnitud demográfica, que allí donde hemos acudido, para cualquier actividad que hemos desarrollado, siempre encontramos una larga  cola hasta llegar nuestro turno, o sencillamente nos vimos obligados a renunciar a nuestros deseos porque éramos demasiados. De hecho, probablemente nuestra generación será la primera que no pueda disfrutar de la preceptiva pensión de jubilación al completo. 

Efectivamente, somos demasiados, aunque, o precisamente por eso,  nadie nos robaba el abrigo. A lo sumo lo perdíamos, además de otra serie de objetos. Por ejemplo, discos; discos de vinilo. Ser demasiado generoso o cometer la torpeza de prestar discos se pagaba con su pérdida. Todos tenemos en nuestro poder discos que nos han prestado y todos hemos perdido discos por prestarlos. La cosa era así. Los dejabas para grabar una cinta de casete y ya nos los volvías a ver. Te los dejaban para grabar una cinta de casete y te quedabas el disco. Así era la cosa. Ejercíamos espontáneamente  el derecho de usucapión del vinilo. 

A mí me hubiese gustado que nos hubiesen llamado la generación de vinilo. Fuimos consumidores y escuchantes  compulsivos de discos. Los hijos de obreros que nacimos en los sesenta teníamos todas las noches sueños húmedos con cadenas de alta fidelidad, pero nos teníamos que conformar, a lo sumo, con el monoaural de tapa-altavoz. Por eso nos íbamos en septiembre a  la vendimia, o trabajábamos  los meses de verano en las fábricas para poder costearnos un equipo compacto, que era el utilitario de la alta fidelidad. 

Sí, la generación del vinilo. Yo he vuelto a mis vinilos. Dicen que hay una especie de resurrección del disco de  vinilo. Nuestra nostalgia vivificante es, cómo no, también multitudinaria y viene  acompañada de un poder adquisitivo medio, fruto de décadas de trabajo que nos anima a deshacernos del dinero que deberíamos ahorrar para pagarnos la pensión en  adquirir discos, recuperar la costumbre y el hábito de escogerlo, observar la portada detenidamente, con delectación, limpiarlo con un trapito de fieltro, colocarlo sobre el pivote, levantar el brazo de la aguja, soltar el latiguillo para que se pose tierna y delicadamente sobre el primer surco y justo, en ese instante, se produzca uno de los sonidos más gratificantes que yo pueda oír, el baumm suave,  y aterciopelado del primer contacto del diamante con el vinilo. 

Y mientras suena el disco, seguimos observando la portada, o el libreto del interior, y acompañamos la música con la lectura de las letras, o fijamos la mirada en el giradiscos, absortos, como quien mira fascinado las llamas hipnóticas de una hoguera.

Si lo pensamos bien, el  disco de vinilo explica muchas más cosas de los miembros de nuestra generación que cualquier tratado de sociología. Y las explica por oposición a generaciones posteriores, sobre todo a la de nuestros hijos, que han sido  ninis, digitales y comparten frontera generacional con los milenials y griegas o zetas. 

Podríamos afirmar que lo fundamental de un disco de vinilo estriba en la grabación analógica, en los matices del sonido, en esa conjunción armoniosa de  graves y agudos cuyo resultado nos proporciona  un abanico cromático que ningún sistema digital ha podido todavía igualar. Aunque quizás para algunos  lo significativo es  el material con que está fabricado, o el brillo azabache, o el diseño de las portadas, el celofán protector  y el forro de plástico que lo conserva como recién comprado.

Nada de eso. Lo fundamental en un disco es la doble cara. A y B. 1 y 2. Lo fundamental es que se rallan. Lo fundamental es que hay que cuidarlos. Lo fundamental  es  que veces se escuchan frituras. Lo fundamental es que son imperfectos. 

Un disco de vinilo es escuela de vida. Nos ha obligado siempre a tener en cuenta el otro lado de las cosas, ver más allá, buscar, investigar, encontrar, contrastar. Nos ha obligado siempre  a entender  y a interpretar  la realidad como la suma de varios  puntos de vista. Nos ha obligado a levantarnos, a estar siempre atentos, porque cuando se acaba la música de la cara A tenemos que incorporarnos y repetir el proceso para la cara B, siempre con amor, interés,  con sumo cuidado; lo que tenemos entre manos es frágil, muy frágil y se puede echar a perder. 

Un disco de vinilo nos ha enseñado que la perfección no existe, que la vida ralla, que hay que levantarse, sí,  levantarse, una vez más, levantarse, mover la aguja cuando se empecina en deslizarse por el mismo surco y colocarla despacio, con mimo,  en el surco donde empieza la siguiente canción. 

Un disco de vinilo ocupa espacio. Por eso hay que decidir muy bien los que adquirimos, porque el espacio es limitado. Y es que la música del vinilo no está en las nubes. Es material, se escucha en casa, entre todos los demás objetos que forman  nuestro hogar. Por eso un disco es como una parte de la familia, que echas de menos cuando no lo tienes, porque cuando viajas, cuando estás solo allí afuera,  o atraviesas un mal momento en el trabajo,  necesitas escuchar sus melodías igual que necesitas del abrazo cálido de la gente que te quiere.

Un disco de vinilo nos enseña que la vida caduca, que la vida son 50 minutos a  33 revoluciones. Después de ese tiempo,  la aguja completará el final de la espiral y de repente ya no escucharemos la música, y tendremos que esforzarnos por recordar ese ínfimo instante de felicidad en el que sonó nuestra canción favorita. 

Ahora que por culpa de los años somos un poco más sabios, y que por fin hemos descubierto la  realidad de un disco de vinilo, compartamos el descubrimiento con nuestros hijos. Dejemos en mal lugar a los sociólogos, destruyamos los segmentos  de ventas,  seamos audaces y transformemos  su generación seduciéndoles con el  baumm suave y aterciopelado del diamante sobre el vinilo y mostrémosles que estamos aquí de paso, que la vida no es perfecta, más bien lo contrario; que  hay que pisar en la tierra, bajar de las nubes y levantarse, una y otra vez;  que deberán escoger, decidir, continuamente, y  cuidar de sí mismos, y de los suyos, y, sobre todo, que busquen y tengan siempre presente el otro lado de las cosas.

viernes, 25 de octubre de 2019

En el infierno



Un dictador muerto es una costra en la piel que supura. Y poco más tengo que decir. Que  viví su muerte en mi infancia. Aquel día todo el mundo aspiraba las palabras. Acobardadas, se hundían muy adentro de los cuerpos. 

La verdad, yo no vi mucho descorche de cava. Recuerdo que la gente se miraba expectante, azorada. Recuerdo muy bien esas miradas porque las he visto muy pocas veces. Sólo un par de veces más, cuando murió Carrero Blanco, o cuando entró Tejero con la pistola en la mano.

Yo creo que  la gente se decía más mirándose que  hablando, porque nadie quería hablar. En realidad se  transmitían  el miedo de ojo en ojo. Yo no entendía muy bien ese miedo, a no ser que fuese un miedo a los fantasmas. Porque yo creo que aquel día murió un dictador y nació un fantasma. 

Cuando crecí lo entendí. Desasosiego ante la posibilidad de la restitución del dolor, espanto ante la memoria de años recientes, temblor de décadas atenazando las palabras y el futuro. Expectativa incierta, incertidumbre.

Hablo  de 1975. 1975. 

Franco era un hombre que había matado a balazos, con bombas,  fuego,  hambre y enfermedad a más de un millón de españoles. Medio millón de hombres, mujeres y niños se vio obligado a salir de España por su culpa y vivir por siempre en el exilio. Hizo desaparecer a más de 200.000. Excavó más de 2500 fosas donde todavía reposan los cuerpos torturados y asesinados de más de 130.000 personas. No son números. Son vidas, una por una. Vidas

Durante 40 años ejerció la corrupción, enriqueciéndose con el trabajo y la propiedad ajenos. Persiguió, torturó y asesinó sin clemencia  a todo aquel que osó levantar la voz contra su régimen. Sumió en la autarquía y en la pobreza a todo el país, encadenándolo al clero oscuro,  y aniquiló una generación de hombres y mujeres brillantes en los que España había depositado la esperanza de  modernización. Pero sobre todo, inoculó el miedo, un miedo hereditario, ancestral. 

Franco. Sí, Franco. 1975. Todavía hay gente capaz de recordar, porque lo vivió. Lo sufrió. Lo vivió. Poco antes de morir, asesinó. Así se fue de este mundo, asesinando. 

Ahora han trasladado sus restos.

45 años después de su muerte han exhumado su cuerpo y lo han vuelto a enterrar en otro lugar. El cadáver de Franco. Todavía hay personas en España que admiran a Franco. Le admiran y además no disimulan su admiración. Levantan el brazo en señal de respeto y de nostalgia por el papel de Franco en la Historia de España.

Franco ya no está en Cuelgamuros. De hecho, no está en ningún otro sitio, porque  Franco está muerto. Muerto. Y poco más tengo que decir. Tan sólo un último deseo. Que sus vísceras se pudran en el infierno.

martes, 22 de octubre de 2019

Constancia del tiempo perdido


Resulta difícil de creer. A veinte metros bajo tierra, en algún rincón del subsuelo donde reposan un puñado de automóviles, canta un grillo.  El canto resuena en todo el garaje. Desconozco la esperanza de vida de los grillos. Según parece, a lo sumo seis semanas, siempre y cuando encuentren un entorno húmedo y dispongan de comida. Mi grillo ya hace meses que canta. Es difícil de creer, pero es así. 

Si tenemos que hacer caso de los entomólogos, el fenómeno es perfectamente normal, porque  los grillos son insectos nocturnos. Quizás ha interpretado como noche la oscuridad perenne  del aparcamiento y esa es la causa por la que frota constantemente sus cuatro pares de alas reclamando para sí, en su minúsculo agujero, otras presencias.

O probablemente halló una veta de gusanos sabrosos  y abundancia  de plantas y  hongos, lo cual le permite una existencia longeva y plena, en la que solamente tiene que pensar en satisfacer sus instintos, sin más preocupaciones. 

Y es que, tal y como  me aseguran, el canto de  los grillos tiene, sobre todo,  una función reproductiva. De manera que tras recuperarme de la sorpresa del primer día, semana a semana  he  llegado a envidiar al grillo de mi garaje, en la propiedad de su nido, comiendo, cantando, desplegando sus encantos,  sin más preocupación que la preservación de la confortable soledad oscura  que rige su vida de grillo.

Han caído las  lluvias del otoño y me empapa la  melancolía, que toma posesión de mis pensamientos tiñéndolos de trascendencia. La primera mañana que escuché el canto subterráneo  del grillo, los árboles  todavía lucían sus hojas y la claridad se prolongaba casi hasta abrazarse  con el amanecer. 

Dentro de pocos días, los señores y las señoras que gobiernan nuestro  tiempo manipularán nuestros  relojes, la noche se cernirá precipitadamente sobre las tardes y me despojarán del sol. Podría cantar como los grillos, pero me ocurre todo lo contrario, me dan ganas de llorar. Me invade una sensación de tristeza que no halla consuelo ni bebiéndome el mundo.

Añoro cada minuto de luz que perdí. Lamento las tardes que no miré al cielo buscando formas en las nubes. Suplico el retorno de los crepúsculos  tardíos, el vuelo rasante del vencejo y una tonelada de tiempo iluminado que dejé escapar sin otra recompensa que la mala conciencia. 

Por eso no entiendo muy bien por qué canta el grillo en la negrura profunda del garaje. Quizás no es un canto, y tampoco un insecto. Quizás se trate, efectivamente, de la conciencia, aquel Grillo Constante que nos invitó a escuchar  Mario Benedetti:

Mientras aquí en la noche sin percances
pienso en mis ruinas, bajo a mis infiernos,
inmóvil en su dulce anonimato
el grillo canta nuevas certidumbres.

Mientras hago balance de mis yugos
y una muerte cercana me involucra,
en algún mágico rincón de sombras
canta el grillo durable y clandestino.

Mientras distingo en sueños los amores
y los odios proclamo ya despierto,
implacable, rompiente, soberano,
el grillo canta en nombre de los grillos.

La ansiedad de saber o de ignorar
flamea en la penumbra y me concierne,
pero no importa, desde su centímetro
tenaz como un obrero canta el grillo. 


Mario Benedetti

martes, 15 de octubre de 2019

¡Danzad, danzad, malditos!



Danzad, danzad, malditos, al son de mi ritmo.

Danzad, danzad, malditos, hasta que os falte el aliento y ya las piernas hipnotizadas  arrastren su inercia sobre vuestra tierra, y ya los brazos caigan fatigados deshaciendo el nudo de las manos que les liga.

Danzad, danzad, malditos, mientras escucháis  embelesados las notas  de  mi música y deslizáis vuestros cuerpos en círculo, sin hallar más salida que el bucle de otra, y otra y otra vuelta.

Danzad, danzad malditos, hasta que yo os lo ordene, hasta que se os seque la boca  y  el brazo  pausado de mi batuta decrete el término y resuelva por fin  explicaros el origen, la fuente del baile que danzáis.

Danzad, danzad malditos, sin pena ni gloria, deslizando las horas perdidas en pos del premio ilusorio.

Danzad, danzad, malditos, y mostradle al mundo el significado de la perseverancia.

Danzad, danzad, malditos y revelad  a vuestros congéneres con el ejemplo, más allá de las fronteras, que es posible danzar y danzar al compás de una patraña gloriosa, y dejarse los zapatos en el empeño, sin otro aliciente que  la luz redentora de un amanecer milenarista.

Danzad, danzad, malditos, hasta que os falte el aliento y caigáis de bruces sobre la tierra que amáis,  sin más reconocimiento que mi carcajada burlona  resonando  en  la poltrona donde dirijo este grandioso espectáculo que preserva mi poder.

Danzad, danzad, malditos. ¡No cedáis ante las voces de la verdad.!

¡Danzad, danzad, malditos!