miércoles, 14 de mayo de 2025

Historia de Pablo

 


Esta pequeña historia, humilde y sincera, les parecería mentira a los jóvenes si la leyesen; a  sus padres probablemente les avergonzaría, les causaría una desdeñosa nostalgia, la misma que yo siento al evocarla, aunque mi añoranza está libre de todo desprecio. Lo que siento es pura pena por un tiempo pasado, pena o melancolía liberadas del prejuicio de la edad, lo juro.

Nada mejor para iniciarla que el más clásico, manido y repetido de todos los comienzos narrativos, aunque mucho me temo que a algunos, si lo leyesen, también les resultaría novedoso, innovador, como ahora decimos.

Hace muchos, muchos años, erase una vez que se era un muchacho llamado Pablo que vivía en una ciudad española cualquiera, con sus calles, sus comercios, sus oficinas y sus fábricas; sus habitantes con sus vidas, sus familias, sus trabajos y sus preocupaciones cotidianas.  Una ciudad donde los enfermos acudían para curarse en hospitales bastante peores que los que hoy disfrutamos; donde los padres llevaban a sus hijos a colegios o institutos bastante peores que los actuales; donde los universitarios se formaban en aulas y laboratorios muy precarios.

Pablo nació antes de la muerte del dictador Franco, que durante medio siglo convirtió nuestro país en un lugar de represión, gris y tenebroso. Al poco de morir el tirano todo estaba por hacer y aquella ciudad española, como todas las demás, deseaba salir a la luz tras medio siglo de oscuridad. Por eso, las nuevas generaciones crecían y se formaban con la ilusión de construir un futuro de libertad, concordia y progreso y mucha gente albergaba la esperanza de que gracias a la educación entre todos construiríamos un país nuevo.

Igual que en los pocos colegios que existían de la ciudad, en el de Pablo las aulas rebosaban alumnos. La palabra ratio aplicada a la educación no se conocía, o si se conocía no se utilizaba. El número habitual de alumnos por aula en un colegio o en un instituto solía ser de más de cuarenta.  

Los colegios y los institutos solían ser edificios antiguos, dejados de la mano de dios, sin mantenimiento alguno. En ellos no existían los más esenciales equipamientos, tales como biblioteca, gimnasio, laboratorios o sala de actos. Los patios eran solares infames, de tierra y piedras, aptos para contraer el tétanos, en los que el único divertimento eran dos porterías de fútbol destartaladas. A menudo, en la ciudad de Pablo, los camellos frecuentaban las salidas del instituto para vender una amplia de gama de productos.

La enseñanza en aquella época de aulas masificadas y ausencia de todo tipo de recursos se basada en el profesor, la pizarra, el libro de texto de cada asignatura, libros de lectura obligatoria y fotocopias complementarias extraídas de otros libros que al profe le parecían interesantes.

Es decir, que el futuro de Pablo, de sus compañeros y del país estaba en manos del compromiso y la profesionalidad de los maestros, de su buen hacer, de su capacidad para despertar vocaciones, incentivar su curiosidad y transmitir conocimientos. Mientras hubiera cuatro paredes y un techo, todo era posible.

Pablo y sus compañeros se debían al respeto al profesor y a una serie de normas básicas no escritas en ningún lugar pero que todos asumían. El profesor ostentaba una inequívoca autoridad sobre el grupo escolar en el tiempo docente, hecho que era conocido y respetado por los padres de todos los estudiantes. Tanto era así que, de llegar a casa con la noticia de un castigo por no respetar las normas, los padres solían doblar la pena en complicidad y coherencia con la defensa de unos valores sin los cuales se hacía imposible la educación.

Pablo y sus compañeros estudiaban en la etapa de enseñanza obligatoria- la conocida como Enseñanza General Básica (EGB)-  materias tales como matemáticas, geografía, historia, ciencias de la naturaleza, lengua y literatura. Con los doce años cumplidos, por ejemplo, ya habían podido leer algunos fragmentos de autores de referencia como El Arcipreste de Hita, Cervantes, Pío Baroja, Rafael Sánchez Ferlosio o Carmen Laforet, por citar algunos.

A los catorce años, Pablo ya estaba preparado para realizar ecuaciones, conocía el nombre de todas las provincias españolas, las capitales europeas, los ríos más importantes de la Península Ibérica, los hechos más destacados de la historia de España y de la Historia del mundo, las partes del cuerpo humano, la clasificación general de las especies animales y vegetales, los accidentes geográficos, incluso sabía realizar un análisis lingüístico morfológico y sintáctico básico…

A partir de esa edad, los estudiantes que como Pablo habían demostrado a través de los exámenes, tras días de estudio, capacidad intelectual para asumir lo que por entonces se entendía como cultura básica, podían seguir estudiando, bien una Formación Profesional llamada FP, o bien el  Bachillerato Unificado Polivalente (conocido como BUP), que daba pie, aprobados sus tres cursos,  al Curso de Orientación Universitaria (COU), a  la temida selectividad, y finalmente a la universidad.

BUP y COU eran dos etapas en la que ya se profundizaba en todos los ámbitos de conocimiento. Los estudiantes debían construir y asentar una base lo suficientemente sólida como para afrontar con ella los estudios universitarios que les permitiesen abordar con garantías una etapa con contenidos más complejos.

Quienes no superaban la EGB se incorporaban directamente, con catorce años, al mercado laboral, o realizaban estudios básicos de FP durante un año para adquirir los rudimentos necesarios con la que afrontar un futuro trabajo de carpintero, mecánico, albañil, electricista, fontanero, o alguno de los oficios que todavía hoy existen.

Pablo, sus padres y sus compañeros sabían muy bien que el esfuerzo, la práctica y el ejercicio de la memoria eran claves para superar las distintas fases educativas. No tenían miedo al trauma porque sabían que era su deber necesario acopiar el coraje con el que enfrentarse a los desafíos que les planteaba su educación. De hecho, el mayor temor de los padres de Pablo era que no pudiese labrarse un futuro, un miedo directamente proporcional al deseo de que pudiesen vivir mejor que ellos, de que pudiese acceder y aprovechar oportunidades que ellos nunca tuvieron.

Todos sabían y aceptaban que sin esfuerzo, sin ánimo o actitud para superar las dificultades y sin capacidad intelectual era imposible llegar a la universidad, del mismo modo que la sociedad valoraba positivamente a los profesionales que realizaban trabajo manual o manufacturero.

Cada cual conocía su lugar en la sociedad en función de su capacidad y sus ambiciones personales. Se solía decir, sin que nadie se rasgase las vestiduras “fulano no vale para estudiar y se tiene que poner a trabajar.” Tanto era así que a la hora de ligar quedó acuñada como frase hecha la interrogación disyuntiva “¿estudias o trabajas?”

Pablo finalmente accedió a la universidad. Durante aquel tiempo, las universidades se vieron obligadas a construir aulas en forma de anfiteatro griego con capacidad de hasta trescientos estudiantes, y aun así, muchos estudiantes debían seguir las clases sentados en el suelo.

El equipamiento con que contaban las universidades también dejaba mucho que desear. En las titulaciones experimentales los laboratorios y talleres carecían de casi todo lo que era necesario.

El método de enseñanza universitario era equivalente al de las fases anteriores. Libros, clases magistrales, horas hincando codos en casa y en la biblioteca y exámenes a través de los cuales se comprobaba si el estudiante había asimilado la materia impartida.

Nunca se lo dijeron, pero los padres de Pablo estaban orgullosos de que su hijo estudiase en la universidad. Era el primero en tres generaciones, tanto de la familia paterna como materna. Si se esforzaba y obtenía finalmente un título universitario, habría valido la pena dejar la tierra de origen para establecerse en una ciudad con muchas más oportunidades. Eso sí, tuvo que compaginar los estudios con el trabajo de camarero los fines de semana. La nómina de trabajador en una fábrica no daba más de sí.

La cosa es que Pablo se licenció con buena nota en ingeniería de telecomunicaciones. No hubo acto de graduación. No se estilaba. Ni si quiera se fotografió para la orla que inmortalizase su paso por la universidad.

A Pablo no le resultó difícil encontrar un buen trabajo relacionado con su ámbito. De hecho, debido al auge inmediatamente posterior de las tecnologías de la información y la comunicación, Pablo pudo progresar en unos pocos años y formar junto a su esposa Marta –licenciada en medicina-  una familia muy bien acomodada, integrada por dos hijos, un niño y una niña.

La familia de Pablo y Marta fue testigo directo del desarrollo del Estado del bienestar en España, sobre todo en el ámbito educativo y sanitario. Se construyeron centenares de colegios en toda España perfectamente equipados; decenas de hospitales; todo tipo de infraestructuras culturales, cívicas y  viarias; las universidades se equiparon de modo acorde a la función que les estaba asignada, etc.

En definitiva, los vástagos de nuestra pareja crecían en un mundo muchísimo mejor que el que vivieron sus abuelos y ostensiblemente mejor que el de sus padres; un mundo que les permitiría formarse y educarse con garantías.

En este contexto halagüeño, la ratio se puso de moda. Las aulas no deberían contar con más de 15 alumnos, lo cual hacía pensar en una mejora significativa de la enseñanza, término que progresivamente dejó de utilizarse, pues lo correcto era hablar de proceso de aprendizaje, en el que el profesor ya no era el centro del sistema y en el que los alumnos debían ser capaces de generar por si mismos el conocimiento con el que poder llegar a la competencia básica de determinadas materias. Enseñar se convirtió en un verbo reaccionario, o en el mejor de los casos, demodé.

El profesor, por tanto, pasaba a ser un orientador al tiempo que gestor de emociones y propiciador de la integración en la diversidad. El esfuerzo y la memoria dejaron de ser un valor. Todos los alumnos eran iguales, independientemente de sus capacidades. El conocimiento se transformó en competencia. Los colegios e institutos contaban con todo tipo de recursos y equipamientos. Las pantallas y los dispositivos electrónicos irrumpieron en el día a día de la educación. La promesa de la generación de jóvenes mejor preparada de la historia se convirtió en un lugar común que ostentaban políticos de todos los colores.

Por otro lado, el mantenimiento de la disciplina en clase se convirtió poco más o menos que en autoritarismo ilegítimo. Tanto es así que Pablo y Marta acudieron un par de veces al colegio para reprochar al maestro sendos castigos a sus hijos porque no habían presentado los deberes. De hecho, solían hablar mal de algunos maestros en presencia de sus dos hijos, pues en caso de conflicto, siempre creían las versiones de sus vástagos. Un día se unieron a otros padres para exigir al colegio la eliminación de los deberes.

Y es que Pablo y Marta estaban convencidos de lo mejor para sus hijos era actuar de manera diferente a como actuaron con ellos sus propios padres, o el sistema educativo. Según su actual punto de vista de hombre y mujer adultos, la educación que recibieron estaba desfasada. Lo único a lo que aspiraban ahora es que sus hijos fuesen felices.  No querían que sus niños se traumatizasen, ni que sufriesen, ni que padeciesen la presión de las notas, o de los resultados, o de que sacrificasen horas de descanso y de juego.

Al mismo tiempo, les incentivaban y les dibujaban a diario la idea de un horizonte vital en el que todos sus sueños se cumplían sencillamente creyendo en ellos y soñando con fuerza. Si quieres ser escritora de éxito, sueña con ser escritora de éxito. Si lo que deseas es ser ingeniero, como tu padre, deséalo sinceramente, y sólo gracias a la sinceridad de vuestros anhelos conseguiréis el futuro que merecéis.

Los hijos de Pablo y Marta, con autoestima sobresaliente, firmemente confiados en sus posibilidades, tras superar las pruebas de acceso, finalmente han llegado a ser universitarios. Carecían de los conocimientos básicos para afrontar el programa del primer año, pero los profesores, presionados por los indicadores de abandono crecientes, han optado por bajar el listón de exigencia y, en consecuencia, el efecto dominó académico ha causado la misma laxitud en la exigencia en todas las fases de la carrera.

Al finalizar el curso, cada año, sus abuelos se desplazan a la secretaría académica de la universidad a formalizar sus respectivas matrículas. Ellos, mientras, descansan en un camping de la costa, con sus amigos, disfrutando de unas merecidas vacaciones y soñando intensamente en el brillante futuro que les aguarda.

martes, 6 de mayo de 2025

Skandalon

 


Los antiguos griegos llamaban skandalon a la piedra que sobresale en el camino y que, inadvertida, les provocaba el tropiezo y la consecuente caída. Pero el tiempo lo transforma todo, incluso los significados.

Los romanos recogieron el término y lo tradujeron como scandalum. Siglos después, en largo viaje, nos llegó en su forma moral para señalar todo aquello que nos conmueve negativamente o nos irrita y nos ocasiona una reacción casi inmediata de bochorno ajeno, repulsa y condena.

El escándalo nos ofusca, es decir, literalmente nos oscurece la razón y el entendimiento porque interpela directamente de modo instantáneo a los más esenciales principios del decoro, de la honestidad, la honradez y la rectitud de nuestras costumbres y valores comunes esenciales más arraigados.

Por eso, durante épocas poco permisivas, gobernadas por interpretaciones fundamentalistas de la religión, en las que la sociedad en su conjunto actuaba como un gran tribunal inquisitorial ante los más pequeños gestos interpretados como pecado, el escándalo dejó de ser la piedra en el camino para convertirse en el motivo por el cual había que lanzársela a quienes quebrantasen las normas dictadas de la decencia, el recato y el decoro de gen religioso.

Un matrimonio sobrevenido, la llamada sodomía o inversión sexual, los escarceos amorosos de un clérigo, la vestimenta femenina atrevida, la inoportuna irrupción de una mujer en asuntos de hombres, el adulterio, un embarazo extramarital, y un largo etcétera de casos en los que la sociedad en su conjunto juzgaba sin compasión, con dureza inclemente, veleidades, ligerezas, y toda heterodoxia en la usanza social, cuya inquina, crítica y juicio sumarísimo se orientaba habitualmente y en su mayor parte contra las mujeres, víctimas durante toda la historia humana de obligaciones y represiones que los varones nunca padecieron, o en este sentido, en menor medida.

En 1992 Willy Chirino escribió y compuso “Es-can-da-ló” para el cantante Miguel Rafael Martos Sánchez, el gran Raphael, uno de su mayores  éxitos incluido en su álbum Ave Fenix, disco superventas en todo el mundo, con cinco millones de copias sólo en EEUU.

Aquel 92 fue el año de los fastos en España. La Movida ya había dado su última nota un año antes; Almodóvar había estrenado “Tacones Lejanos”, con Miguel Bosé interpretando a un juez que tras el atardecer se convertía en una bella y esbelta cabaretera.

Tras más de una década de desquite moral y de supuesto tratamiento nacional contra la caspa franquista, a esas alturas parecía como si los españoles nos hubiésemos vacunado contra la provocación y el escándalo.

Pero he aquí que el gran éxito de Raphael, sus decenas de millones de elepés vendidos, versiones raperas, la fascinación que provocó en los modernos,  el resurgimiento del gran cantante gracias a esa canción prueban que “el amor entre penumbras que es más fuerte que un volcán”, una relación extra conyugal, adúltera, homosexual o interclasista, provoca las murmuraciones de la alta sociedad, el dedo acusador, el reproche moral de quienes dictan las normas, contra el que es necesario acopiar coraje para conservar “mi alma libre” porque “soy yo el que decide sí o no” y “si piensan mal no me tiene preocupado.”  “Es-can-da-ló, es un es can-da-ló” (bis)…

Es tremendamente difícil y requiere más tiempo del que vivimos descargarse de los hombros toneladas de represión moral añeja y secular, modos, maneras y formas incrustadas durante siglos en la cosmovisión nacional. Tanto es así que buena parte de la sociedad española actual educa todavía a sus vástagos en valores enmohecidos, propios de tiempos oscuros, que defienden y representan -ya sin vergüenza y sin tapujos- determinadas opciones políticas, conocedoras del peso social y de las consecuencias que ocasiona el uso y difusión del escándalo, pues cuentan con la experiencia de siglos de práctica para señalar a los enemigos que amenazan sus privilegios, a los discrepantes, a los heterodoxos, al rebelde que se subleva y pretende subvertir el orden establecido.

Fue el spin doctor Steve Bannon quien vio el poder extraordinario de las redes sociales para construir Donald Trump como presidente de los EE.UU y la utilización política  del escándalo como combustible con el que incendiar la opinión pública.

Trump, que era visto en sus inicios como un parvenú por la élite política y económica norteamericana, sistemáticamente fue cuestionado por los medios de comunicación convencionales, llamados serios, como candidato solvente del partido Republicano.

Los massmedia estadounidenses tachaban a Trump poco menos que de payaso de la política, histrión de la posmodernidad, un oportunista de gestualidad musoliniana con un discurso populista dirigido a frikis, terraplanistas  evangélicos  y demás fauna desinformada, nadie que pudiese llegar a convencer a una mayoría social tan sumamente experta en democracia.

Bannon vio que la verdadera oposición de su cliente no era el Partido Demócrata, o los otros candidatos de su propio partido, sino que eran los medios de comunicación, y utilizó una estrategia innovadora que consistió en llenarlos de mierda (sic). De ese modo, llegaría un momento en que el ciudadano  no sabría distinguir entre la verdad y la mentira hasta verse envuelto en un entramado tan espeso y sumamente tóxico de continuos escándalos; finalmente asqueado, se vería abocado a renunciar al legítimo debate político, o bien introduciría todas las opciones convencionales dentro del mismo saco, transformadas gracias a esa  barahúnda en hipócritas, mentirosas y alejadas de las verdaderas necesidades del pueblo.

Llegados a ese punto, Trump aparece ante los ojos hastiados del ciudadano medio como el político auténtico, cercano, desinhibido, que habla su propio lenguaje, y que promete deshacerse de toda esa casta elitista, de altos vuelos, corrupta, que les engaña, les explota, les escandaliza y no resuelve sus problemas.

Bannon supo colocar en el camino de la democracia norteamericana la piedra que sobresale y que puede provocar su caída. Bannon es el hacedor contemporáneo del skandalon. Los tiempos cambian. Ya no es necesario actuar como un bombero pirómano, incendiar el Reichstag, acusar después a los comunistas y aparecer como el salvador para hacerse con el poder.

Las redes sociales y la actual estructura de comunicación de masas permiten e invita a otras estrategias. Para utilizarlas con ese propósito de modo eficaz solamente se requiere de gran ambición y nulos escrúpulos.

Y es que el escándalo fascina, atrae, funciona como un imán. Su poder magnético ocupa por completo nuestra atención, como si al mismo tiempo que nos engancha literalmente contra el objeto del barullo, absorbiese nuestro interés, la capacidad de observación, anulando así nuestra aptitud para la reflexión crítica y el juicio sereno, provocándonos el veredicto sumarísimo, el linchamiento moral y político de sus víctimas, la renuncia a opciones sensatas y la erosión progresiva, escándalo a escándalo, de la confianza en las instituciones democráticas y en nuestros representantes, hasta que finalmente ponemos en manos de mamarrachos el destino de nuestro país.

En España los partidos conservadores y la ultraderecha están utilizando la misma estrategia del skandalon en diferentes frentes, en las que se conjugan parte del poder judicial, del poder legislativo y el sector conservador de los medios de comunicación. La cadena de valor es conocida. Alguien en la sombra construye un delito, un juez acusa sin fundamento, los medios de comunicación informan y debaten a diario el asunto, el ciudadano se escandaliza, los diputados de derecha extrema y de extrema derecha llenan de basura el Congreso de los Diputados, los ciudadanos contemplan hastiados el espectáculo, al tiempo que los medios de desinformación les convencen de que todos los políticos son iguales.

Hay quien quiere legislar para impedir esta estrategia, pero yo creo que no es la solución. Debemos ser lo suficientemente hábiles, sensatos y responsables para descubrir e identificar como un objeto mendaz esa piedra amenazante que sobresale en el camino, y sobre todo recordar que alguien la ha colocado allí para derribarnos.

No podemos actuar como beatones fariseos ante la provocación de nuestros instintos. Somos una sociedad inteligente, experimentada, que cuenta todavía con la memoria de la generación que creció y vivió bajo el yugo de los grandes beneficiarios del escándalo.

Sabemos quiénes son y sabemos qué pretenden. Sabemos que el triunfo de su estrategia depende en gran medida de nuestra pereza, y sobre todo de la negativa a embridar convenientemente ese instinto humano que ofusca la razón y el entendimiento, que embravece al moralista inquisidor que llevamos dentro, combustible social que incendia la democracia y convierte en cenizas el Estado de Derecho

Nos jugamos un sistema democrático en el que realmente los tres poderes   gobiernen gracias a  la voluntad de todos los ciudadanos, sin trampas, sin atajos, sin poner en riesgo las instituciones que hacen posible la convivencia. Pero ojo, nada es para siempre. Súbita o progresivamente la historia da un vuelco y todo se desmorona. En EEUU ya han dado el primer paso. Ese es el objeto final del skandalon.

martes, 29 de abril de 2025

La falsa democracia universitaria

 

La democracia en las universidades públicas es un mantra que a base de cantar todo el mundo se cree. La letra del mantra dice que la elección de rector, decano o director se realiza por sufragio universal entre toda la comunidad universitaria, pero esto es radicalmente falso. El sufragio en la universidad es censitario, como en la Inglaterra del siglo XIX, como lo ha sido siempre en el Vaticano o cómo era en la Atenas clásica. Era el voto con una supuesta calidad, en función de criterios supremacistas.

En la universidad pública no se cumple la máxima democrática de un voto, una persona. El voto del profesorado a tiempo completo se pondera con el 51% del valor total. El valor del voto del resto de miembros de la comunidad se distribuye en un 14% para el profesorado a tiempo parcial, el 24% para los estudiantes y el 11% para el Personal Técnico de Gestión, Administración y Servicios (PTGAS).

No hay ninguna voluntad de cambiar esta realidad bajo la coartada del artículo 51 de la Ley de Universidades (LOSU), que si bien habla de ponderación, no indica en qué términos debe ponderarse y deja a los estatutos de las universidades que lo decidan. No hay ninguna universidad en el Estado que haya apostado por una democracia real.

Ahora estamos en plena campaña electoral para elegir al rector de la UPC. Ninguno de los dos candidatos quiere hablar de democracia; se esconden detrás de la LOSU. Quieren seguir preservando la supuesta sabiduría democrática del profesorado a tiempo completo y la supuesta inferior capacidad democrática de los estudiantes y del PTGAS, no sea que votemos mal, como decía el difunto Mario Vargas Llosa.

jueves, 24 de abril de 2025

Poema del jubilado

 


Observa atentamente el mar
desde la orilla
y reposa tu mirada sobre el horizonte

 

Ahora que ya comprendes el infinito,
espera atento a que enarbole su cresta
                                         la primera ola

 

Contempla la espuma rosácea resplandecer
ante la luz concluyente del sol poniente

 

Mírala romper
                       y sigue su estela
                                                  hasta tus pies

 

Cuando ya nada quede
más que arena y piel mojada
descubrirás el tiempo total de tu existencia