Esta pequeña historia, humilde y sincera, les
parecería mentira a los jóvenes si la leyesen; a sus
padres probablemente les avergonzaría, les causaría una desdeñosa nostalgia, la
misma que yo siento al evocarla, aunque mi añoranza está libre de todo
desprecio. Lo que siento es pura pena por un tiempo pasado, pena o melancolía
liberadas del prejuicio de la edad, lo juro.
Nada mejor para iniciarla que el más clásico, manido y
repetido de todos los comienzos narrativos, aunque mucho me temo que a algunos,
si lo leyesen, también les resultaría novedoso, innovador, como ahora decimos.
Hace muchos, muchos años, erase una vez que se era un
muchacho llamado Pablo que vivía en una ciudad española cualquiera, con sus
calles, sus comercios, sus oficinas y sus fábricas; sus habitantes con sus
vidas, sus familias, sus trabajos y sus preocupaciones cotidianas. Una ciudad donde los enfermos acudían para
curarse en hospitales bastante peores que los que hoy disfrutamos; donde los
padres llevaban a sus hijos a colegios o institutos bastante peores que los
actuales; donde los universitarios se formaban en aulas y laboratorios muy
precarios.
Pablo nació antes de la muerte del dictador Franco, que durante medio siglo convirtió nuestro país en un lugar de represión, gris y
tenebroso. Al poco de morir el tirano todo estaba por hacer y
aquella ciudad española, como todas las demás, deseaba salir a la luz tras medio siglo de
oscuridad. Por eso, las nuevas generaciones crecían y se formaban con la
ilusión de construir un futuro de libertad, concordia y progreso y mucha gente
albergaba la esperanza de que gracias a la educación entre todos construiríamos
un país nuevo.
Igual que en los pocos colegios que existían de la ciudad,
en el de Pablo las aulas rebosaban alumnos. La palabra ratio aplicada a la
educación no se conocía, o si se conocía no se utilizaba. El número habitual de
alumnos por aula en un colegio o en un instituto solía ser de más de cuarenta.
Los colegios y los institutos solían ser edificios antiguos,
dejados de la mano de dios, sin mantenimiento alguno. En ellos no existían los
más esenciales equipamientos, tales como biblioteca, gimnasio, laboratorios o sala de actos.
Los patios eran solares infames, de tierra y piedras, aptos para contraer el
tétanos, en los que el único divertimento eran dos porterías de fútbol
destartaladas. A menudo, en la ciudad de Pablo, los camellos frecuentaban las
salidas del instituto para vender una amplia de gama de productos.
La enseñanza en aquella época de aulas masificadas y ausencia de todo tipo de recursos se basada en el profesor, la pizarra, el libro de texto de cada asignatura, libros de lectura obligatoria y fotocopias complementarias extraídas de otros libros que al profe le parecían interesantes.
Es decir, que el futuro de Pablo, de sus compañeros y del país estaba en manos
del compromiso y la profesionalidad de los maestros, de su buen hacer, de su
capacidad para despertar vocaciones, incentivar su curiosidad y transmitir
conocimientos. Mientras hubiera cuatro paredes y un techo, todo era posible.
Pablo y sus compañeros se debían al respeto al profesor y a
una serie de normas básicas no escritas en ningún lugar pero que todos asumían.
El profesor ostentaba una inequívoca autoridad sobre el grupo escolar en el
tiempo docente, hecho que era conocido y respetado por los padres de todos los
estudiantes. Tanto era así que, de llegar a casa con la noticia de un castigo
por no respetar las normas, los padres solían doblar la pena en complicidad y
coherencia con la defensa de unos valores sin los cuales se hacía imposible la
educación.
Pablo y sus compañeros estudiaban en la etapa de enseñanza
obligatoria- la conocida como Enseñanza General Básica (EGB)- materias tales como matemáticas, geografía, historia,
ciencias de la naturaleza, lengua y literatura. Con los doce años cumplidos,
por ejemplo, ya habían podido leer algunos fragmentos de autores de referencia
como El Arcipreste de Hita, Cervantes, Pío Baroja, Rafael Sánchez Ferlosio o Carmen Laforet, por citar algunos.
A los catorce años, Pablo ya estaba preparado para realizar
ecuaciones, conocía el nombre de todas las provincias españolas, las capitales
europeas, los ríos más importantes de la Península Ibérica, los hechos más
destacados de la historia de España y de la Historia del mundo, las partes del
cuerpo humano, la clasificación general de las especies animales y vegetales,
los accidentes geográficos, incluso sabía realizar un análisis lingüístico
morfológico y sintáctico básico…
A partir de esa edad, los estudiantes que como Pablo habían
demostrado a través de los exámenes, tras días de estudio, capacidad
intelectual para asumir lo que por entonces se entendía como cultura básica, podían
seguir estudiando, bien una Formación Profesional llamada FP, o bien el Bachillerato Unificado Polivalente (conocido
como BUP), que daba pie, aprobados sus tres cursos, al Curso de Orientación Universitaria (COU), a
la temida selectividad, y finalmente a
la universidad.
BUP y COU eran dos etapas en la que ya se profundizaba en
todos los ámbitos de conocimiento. Los estudiantes debían construir y asentar
una base lo suficientemente sólida como para afrontar con ella los estudios
universitarios que les permitiesen abordar con garantías una etapa con
contenidos más complejos.
Quienes no superaban la EGB se incorporaban directamente,
con catorce años, al mercado laboral, o realizaban estudios básicos de FP
durante un año para adquirir los rudimentos necesarios con la que afrontar un
futuro trabajo de carpintero, mecánico, albañil, electricista, fontanero, o
alguno de los oficios que todavía hoy existen.
Pablo, sus padres y sus compañeros sabían muy bien que el
esfuerzo, la práctica y el ejercicio de la memoria eran claves para superar las
distintas fases educativas. No tenían miedo al trauma porque sabían que era su
deber necesario acopiar el coraje con el que enfrentarse a los desafíos que les
planteaba su educación. De hecho, el mayor temor de los padres de Pablo era que
no pudiese labrarse un futuro, un miedo directamente proporcional al deseo de
que pudiesen vivir mejor que ellos, de que pudiese acceder y aprovechar
oportunidades que ellos nunca tuvieron.
Todos sabían y aceptaban que sin esfuerzo, sin ánimo o
actitud para superar las dificultades y sin capacidad intelectual era imposible
llegar a la universidad, del mismo modo que la sociedad valoraba positivamente
a los profesionales que realizaban trabajo manual o manufacturero.
Cada cual conocía su lugar en la sociedad en función de su
capacidad y sus ambiciones personales. Se solía decir, sin que nadie se rasgase
las vestiduras “fulano no vale para estudiar y se tiene que poner a trabajar.”
Tanto era así que a la hora de ligar quedó acuñada como frase hecha la interrogación
disyuntiva “¿estudias o trabajas?”
Pablo finalmente accedió a la universidad. Durante aquel
tiempo, las universidades se vieron obligadas a construir aulas en forma de
anfiteatro griego con capacidad de hasta trescientos estudiantes, y aun así,
muchos estudiantes debían seguir las clases sentados en el suelo.
El equipamiento con que contaban las universidades también
dejaba mucho que desear. En las titulaciones experimentales los laboratorios y
talleres carecían de casi todo lo que era necesario.
El método de enseñanza universitario era equivalente al de
las fases anteriores. Libros, clases magistrales, horas hincando codos en casa
y en la biblioteca y exámenes a través de los cuales se comprobaba si el
estudiante había asimilado la materia impartida.
Nunca se lo dijeron, pero los padres de Pablo estaban orgullosos
de que su hijo estudiase en la universidad. Era el primero en tres
generaciones, tanto de la familia paterna como materna. Si se esforzaba y
obtenía finalmente un título universitario, habría valido la pena dejar la
tierra de origen para establecerse en una ciudad con muchas más oportunidades.
Eso sí, tuvo que compaginar los estudios con el trabajo de camarero los fines
de semana. La nómina de trabajador en una fábrica no daba más de sí.
La cosa es que Pablo se licenció con buena nota en
ingeniería de telecomunicaciones. No hubo acto de graduación. No se estilaba.
Ni si quiera se fotografió para la orla que inmortalizase su paso por la
universidad.
A Pablo no le resultó difícil encontrar un buen trabajo
relacionado con su ámbito. De hecho,
debido al auge inmediatamente posterior de las tecnologías de la información y
la comunicación, Pablo pudo progresar en unos pocos años y formar junto a su
esposa Marta –licenciada en medicina-
una familia muy bien acomodada, integrada por dos hijos, un niño y una
niña.
La familia de Pablo y Marta fue testigo directo del
desarrollo del Estado del bienestar en España, sobre todo en el ámbito
educativo y sanitario. Se construyeron centenares de colegios en toda España
perfectamente equipados; decenas de hospitales; todo tipo de
infraestructuras culturales, cívicas y viarias; las universidades se equiparon de
modo acorde a la función que les estaba asignada, etc.
En definitiva, los vástagos de nuestra pareja crecían en un
mundo muchísimo mejor que el que vivieron sus abuelos y ostensiblemente mejor
que el de sus padres; un mundo que les permitiría formarse y educarse con
garantías.
En este contexto halagüeño, la ratio se puso de moda. Las
aulas no deberían contar con más de 15 alumnos, lo cual hacía pensar en una
mejora significativa de la enseñanza, término que progresivamente dejó de
utilizarse, pues lo correcto era hablar de proceso de aprendizaje, en el que el
profesor ya no era el centro del sistema y en el que los alumnos debían ser
capaces de generar por si mismos el conocimiento con el que poder llegar a la
competencia básica de determinadas materias. Enseñar se convirtió en un verbo
reaccionario, o en el mejor de los casos, demodé.
El profesor, por tanto, pasaba a ser un orientador al tiempo
que gestor de emociones y propiciador de la integración en la diversidad. El
esfuerzo y la memoria dejaron de ser un valor. Todos los alumnos eran iguales,
independientemente de sus capacidades. El conocimiento se transformó en
competencia. Los colegios e institutos contaban con todo tipo de recursos y
equipamientos. Las pantallas y los dispositivos electrónicos irrumpieron en el
día a día de la educación. La promesa de la generación de jóvenes mejor
preparada de la historia se convirtió en un lugar común que ostentaban
políticos de todos los colores.
Por otro lado, el mantenimiento de la disciplina en clase se
convirtió poco más o menos que en autoritarismo ilegítimo. Tanto es así que
Pablo y Marta acudieron un par de veces al colegio para reprochar al maestro
sendos castigos a sus hijos porque no habían presentado los deberes. De hecho,
solían hablar mal de algunos maestros en presencia de sus dos hijos, pues en
caso de conflicto, siempre creían las versiones de sus vástagos. Un día se
unieron a otros padres para exigir al colegio la eliminación de los deberes.
Y es que Pablo y Marta estaban convencidos de lo mejor para
sus hijos era actuar de manera diferente a como actuaron con ellos sus propios
padres, o el sistema educativo. Según su actual punto de vista de hombre y
mujer adultos, la educación que recibieron estaba desfasada. Lo único a lo que
aspiraban ahora es que sus hijos fuesen felices. No querían que sus niños se traumatizasen, ni
que sufriesen, ni que padeciesen la presión de las notas, o de los resultados,
o de que sacrificasen horas de descanso y de juego.
Al mismo tiempo, les incentivaban y les dibujaban a diario
la idea de un horizonte vital en el que todos sus sueños se cumplían
sencillamente creyendo en ellos y soñando con fuerza. Si quieres ser escritora
de éxito, sueña con ser escritora de éxito. Si lo que deseas es ser ingeniero,
como tu padre, deséalo sinceramente, y sólo gracias a la sinceridad de vuestros
anhelos conseguiréis el futuro que merecéis.
Los hijos de Pablo y Marta, con autoestima sobresaliente, firmemente confiados en sus posibilidades, tras superar las pruebas de acceso, finalmente han
llegado a ser universitarios. Carecían de los conocimientos básicos para
afrontar el programa del primer año, pero los profesores, presionados por los
indicadores de abandono crecientes, han optado por bajar el listón de exigencia
y, en consecuencia, el efecto dominó académico ha causado la misma laxitud en
la exigencia en todas las fases de la carrera.
Al finalizar el curso, cada año, sus abuelos se desplazan a
la secretaría académica de la universidad a formalizar sus respectivas
matrículas. Ellos, mientras, descansan
en un camping de la costa, con sus amigos, disfrutando de unas merecidas
vacaciones y soñando intensamente en el brillante futuro que les aguarda.