viernes, 26 de julio de 2024

Sesenta

 

 

Es cierto, los años son liberadores. Cuantos más años, más libre. Libre en el sentido de la posibilidad de estar en el mundo sin rendir cuentas a nadie, de vivir en una ausencia casi absoluta de sumisiones y de vasallajes, a nada, a nadie, por nadie.

Llegados a un punto, el paso del tiempo desata nudos, aligera pesos, envalentona franquezas y nos regala el bien de la indulgencia casi plenaria, la bula indefinida, la virtud de saber y poder proclamar cuatro verdades sin temor a la censura ajena o a la mala conciencia, construida en el transcurso de la existencia con material de derribo.

Decir, hacer y quedarme tan pancho, sin dañar, con todo respeto, sin avasallar, con educación, huyendo de la ofensa. Tras despojarme de todo compromiso, de todo lugar común, y de liberarme del qué dirán, ejercer a diario la soberanía de la experiencia y del acopio consciente y esforzado del conocimiento, que ilumina hallazgos y denuncia el camuflaje bajo el que se han cobijado con forma de certezas algunas cuestiones vitales, ideológicas, existenciales, más falsas que la reliquia de un santo.

Que nadie me malinterprete. No estoy de vuelta de todo. Alguien dijo que quien afirma tal cosa no ha ido a lugar alguno. Es más, tengo la sensación de que me queda lo más largo. Es dramático, porque tengo menos tiempo, aunque cuento con la ventaja de caminar más ligero, sin más servidumbres que las que me permiten continuar. 

Soltar lastre, mirar atrás y seguir, con el viento en el rostro y el corazón inquieto, feliz, expectante, curioso, ávido por conocer, saber, explorar, ansioso de sorpresas que desmientan nuevas certidumbres.

Y así, de ese modo, deambulando en compañía de la contingencia, finalmente prescindir de la piel, del músculo, de todo órgano y asumir sereno la última  y única verdad incontrovertible que nos desvela nuestro esqueleto.

 

(La imagen corresponde a la obra "La verdad que sale del pozo con su látigo para castigar a la humanidad" (1896) del pintor francés Jean-Léon Gérôme )




viernes, 19 de julio de 2024

Defcon 1 en la AP7

 


Mi coche es un gran coche, una máquina de transporte tecnológicamente muy bien concebida, rápida, extraordinariamente cómoda, respetuosa con el medio ambiente, incluso podríamos decir que hermosa, perlada, que emite inusitados matices de blanco bajo la luz del sol. Mi coche es seguro. Percibo más acusada la sensación de protección conduciendo mi coche que cuando me siento a leer en el sillón de mi casa.

Los fabricantes de automóviles, esos seres empáticos, altruistas y responsables, cuidan de nuestra seguridad, se afanan en integrar en sus productos todo tipo de dispositivos, alarmas, sistemas inteligentes, luces, sonidos, postigos o indicadores que nos ayudan a controlar situaciones imprevistas, que nos alertan de peligros, que nos despiertan si nos quedamos dormidos al volante, o que previenen abolladuras, ralladas, y nos salvan  de paredes y columnas, y hasta nos libran de atropellar peatones.

Tanto es así que al renovar este año la póliza con mi compañía de seguros habitual –esas instituciones empáticas, altruistas y responsables- me han aumentado el precio en trescientos euros. Les dije “oiga, que me voy a la Mutua”, y me dijeron, “vaya, vaya, a ver qué le dicen”, aunque volví, y con el rabo entre las piernas, porque era más cara. Pero esa es otra historia.

Hace aproximadamente una semana, poco después del amanecer, circulaba a ciento veinte kilómetros por hora por la célebre autopista AP7, cerca de Barcelona. Conducía ufano y dichoso, en dirección al trabajo, igual que los conductores de los anuncios de televisión, escuchando mi música favorita, disfrutando a cada metro de las sensaciones que me regalaba mi extraordinario vehículo, mirando compasivamente a otros conductores en coches inferiores al mío, sumergido en el aroma a coche nuevo mezclado con la fragancia de jazmín ambientador, cuando, súbitamente, tras ejecutar un adelantamiento, apareció, sobresaltado y desquiciante en el hermoso panel de instrumentos, luciendo intermitente y constante, un postigo encarnado acompañado de la correspondiente señal sonora, ese pitido punzante que duele y que nos avisa obstinado de  alguna anomalía persistente.

Segundos después, emergió del sofisticado panel un dibujo semejando la forma del frontal de mi automóvil que no dejaba de parpadear su color anaranjado, reiteradamente, en una especie de coreografía lumínica de las alarmas que formaba junto a la luz roja y los dos pitidos -ahora eran dos-  la banda sonora del fin del mundo, el defcon 1 de la AP7, la sirena antiaérea en la autopista, el monitor Holter advirtiendo el colapso cardíaco.

¿Qué hacer, Dios mío,  qué hacer? Pasar al carril derecho, reducir la velocidad, intentar traducir tal densidad de notificación que requería de mi toda mi atención mientras debía seguir atento a la carretera, humillado y ofendido por esos coches insignificantes, que ahora me sobrepasaban, tranquilamente, humildemente, sin el apremio del que yo era víctima.

Finalmente, decidí detenerme en un área de servicio y tras explorar minuciosamente cada una de las indicaciones con que me atosigaba el dichoso panel luminoso, resolví cortar por lo sano con aquel sin Dios y desconecté todo vestigio de rebato electrónico.

En marcha de nuevo, subí el volumen de la música y durante los kilómetros que me llevaron hasta mi destino intenté evadirme. Sin embargo, era difícil, porque la certeza de que algo no marchaba bien desplazó cualquier posibilidad de tranquilidad de espíritu. Sabía que hasta que no llevase mi precioso coche al taller para obtener un diagnóstico preciso no calmaría esa sensación movediza que me dominaba.

Me ahorraré explicar la incertidumbre y el estado de nervios y angustia que me provocaron la semana de espera hasta que por fin un mecánico pudo examinar el coche; una semana en la que conducir a diario con la conciencia de que nada me protegía y de que algo no iba bien devino en siete días de tortura, un infierno psicológico.

Ya en el taller, los técnicos se aplicaron denodadamente utilizando, como no podía ser de otra manera, las tecnologías más avanzadas de diagnosis, óptica infrarroja, inteligencia artificial, robótica avanzada, visión 3D, y toda una gama de herramientas de última generación que merece un coche como el mío.

El mecánico me aconsejó salir a tomar un café, porque la tarea requería de tiempo. “Ya le avisaremos”. Pensé dedicar ese par de horas a la novela que la semana pasada me traía entre manos, pero fue imposible. Los peores augurios ocupaban por completo mis pensamientos. Dediqué todo mi tiempo de espera a consultar por internet las posibles causas de la avería y ya todo era deterioro, desperfecto, ruina, chatarra, una vida sinsentido.

No transcurrió ni media hora y el teléfono sonó. “Por favor, venga, tenemos que hablar con usted”. Me derrumbé. Mientras pagaba en la barra el café el camarero me preguntó si me encontraba bien. “Está usted pálido”, me dijo. Pagué y acudí raudo al taller. Allí estaba mi hermoso automóvil perlado y un joven mecánico junto a él bromeando con otro compañero, ajenos ambos a mi angustia. Al verme se dirigió a mí y sin mediar más palabra se dispuso a informarme de la causa de todos los males, sin atajos ni retórica compasiva, sin paños calientes.

El causante de todo había sido un mosquito; un mosquito más grande de lo habitual, pero un mosquito que a la postre se había estampado contra uno de los cuatro pequeños sensores frontales del coche y, pegado allí el cadáver invertebrado sobre la inteligencia artificial, producía el efecto de alarma permanente, de manera que todos y cada uno de los sistemas de seguridad actuaban en cadena, solidarios, ante una amenaza falsa, o al menos inexacta, errónea.

De vuelta a casa, ya sosegado, mientras conducía, pensaba que todo aquello debía ser una metáfora, pero todavía hoy no logro discernir de qué.

viernes, 7 de junio de 2024

Quién viviera

 


 

 

¡Quién pintara como pinta el cielo
                              tras la tormenta!

 

¡Quién cantara como canta
                               al viento
                   el álamo blanco!

 

¡Quién durmiera como duermen tus ojos,
                                         junto a tu boca!

 

¡Quién viviera como vives en el sueño
                      que cada noche sueñas!

 

Quién muriera como muere una estrella.





martes, 28 de mayo de 2024

Los unos y los otros, una deconstrucción de la polarización

 


Unos son efusiva y apasionadamente anglófilos. Todo lo que viene de los Estados Unidos de América y del Reino Unido para ellos es referencia. Al mismo tiempo son, sin despeinarse, acérrimos católicos, apostólicos y romanos. Fueron arrullados por dulces y mimosas nanas antiprotestantes en sus santas cunas ideológicas, de ahí que Lutero y Calvino sean poco menos que el diablo. Glosan con nostalgia la grandeza del Imperio Español, en el que no se ponía el sol y defienden con pasión jesuítica la obra civilizadora de España en Hispanoamérica, al tiempo que besan los pies de los líderes políticos de la Gran Bretaña y de los USA, herederos, así mismo, de quienes acabaron con el mismo Imperio que les humedece los bajos.

Lloran, gimen y patalean, se les inflama en el cuello la carótida y surge en ellos una peligrosísima vena violenta cuando escuchan y leen sucesos, hechos y horrores difundidos a través la Leyenda Negra española, que sin embargo, auspiciaron, diseminaron y compusieron ingleses y holandeses, enemigos de la corona española a través de los siglos, de la que son fervoroso súbditos.

Reverencian las libertades constitucionales norteamericanas y el individualismo acérrimo; consideran el mercado un Dios omnipotente y por mucho que sus postulados ideológicos se miran en ese espejo, rezan cada noche, a diario, una oración por el caudillo y José Antonio, célebres indocumentados de la cosa económica, cruzados de la causa proteccionista y arancelista.

Añoran y ostentan los tiempos en el que la armada española señoreaba los mares y ocultan o ignoran en su adoración anglófila, la continua y perseverante belicosidad corsaria al servicio de su Majestad Isabel II  que acabó con nuestro dominio en el mar océano. Espumeando cual epilépticos, proclaman la unidad indisoluble de la patria mientras envidian el patriotismo federal norteamericano y la soberanía de los diferentes territorios que forman el Reino Unido.

Son esencialmente racistas, radicalmente xenófobos, aunque olvidan que los Estados Unidos de América son el resultado de la inmigración. Se vanaglorian de que nuestros antepasados no fueron genocidas en el Nuevo Mundo y pregonan las bondades humanísticas y civilizatorias de nuestro imperio, pero miran hacia otro lado cuando se les muestra los centenares de millones de personas que murieron a manos de los británicos en sus territorios colonizados.

Como resulta que Gran Bretaña creó, propició y ayudó a crear el Estado de Israel, son fieles y leales sionistas, vasallos en este y otros asuntos de los EEUU, a pesar de que sus huestes y sus líderes compartan calle y expresión con nazis contrastados, grupo ideológico por el que, si no sienten especial predilección, al menos evitan criticar, como si nunca hubiesen existido, como si nada tuviesen que ver con él.

A otros, en el lado opuesto, les trae al pairo la unidad de España. Por más que se desgañiten defiendo lo público, si fuese por ellos, ya estaría descompuesta, al más puro estilo balcánico, aunque no haya nada más público que el territorio, es decir, lo de todos.

Tras la dictadura franquista compraron toda el aparataje legendario de las llamadas nacionalidades históricas, una pseudohistoria diseñada con pluma racista y etnicista por las mismas clases privilegiadas que dicen combatir, convirtiendo en dogma político su derecho a la autodeterminación, un viaje retroactivo en el tiempo hacia los ducados, los condados y los marquesados, forma de gobierno tan actual y revolucionaria como el cura Merino.

Sin embargo, se oponen con todas sus fuerzas a la ocupación sionista de Palestina, aun cuando nacionalistas catalanes, vascos y gallegos reclaman para sí su soberanía, arguyendo leyendas del mismo jaez que las que Israel aduce para colonizar un territorio ajeno. De hecho, pese a que hoy en día lo sufran en silencio, en la intimidad se sienten herederos de la URSS que -mira tu por donde- fue  el primer país del mundo que reconoció Israel.

Por la misma razón, son radicalmente antiatlantistas, anti americanos, antiimperialistas, anti británicos, aunque difunden a los cuatro vientos y educan a sus hijos con la historia de España que se escribió en el Reino Unido y que conformó la Leyenda Negra; una historia también legendaria, que rebosa horror difamador, en la que les gusta refocilarse cual héroes románticos ante el espejo en el mórbido instante anterior a la muerte, y gracias a la cual, colmados de un pesimismo militante, gimotean por las esquinas un patriotismo culpable, como si fuesen ciudadanos forzados a formar parte de una nación monstruosa, sin parangón en la historia de la humanidad.

Ya hace años que no acuden a referentes económicos estatistas; ni siquiera se atreven a escribir el celebérrimo mantra  lucha de clases”; de hecho, maman la comodidad económica que les ha ofrecido la ubre de la democracia liberal; cambian sin aspavientos piso en Vallecas por chalet en Galapagar; consideran su patria la Unión Europea -bastión irreductible del libre mercado-, y demonizan a todo aquel que se atreva a denostarla. De su vocabulario ha desaparecido la palabra revolución, y sólo levantan el puño para celebrar los goles del Real Madrid, o del Barça, que como todo el mundo sabe, son clubs gobernados con entrañable ternura por el hijo de Fidel Castro y el nieto del Che Guevara.

Y como su armadura ideológica es de Zara, equivalente a la que visten sus odiados anglófilos, dicen defender resueltamente la causa de las mujeres, salvo en el caso de enfrentamiento de intereses con los llamados derechos humanos transgénero, porque en eso caso, con  afán de mostrar una progresía subversiva e indomable, siguen los preceptos del conglomerado empresarial estadounidense  transhumanista, y permite a hombres ocupar el lugar de las mujeres donde existe un cupo destinado a la igualdad;  aplaude el triunfo de hombres participando en competiciones deportivas femeninas, o autorizan la convivencia de varones junto a presas en cárceles femeninas.

Y así son los unos y los otros, colectivos ideológicos, organizaciones con vocación de gobierno y  ambición de poder, que dicen ofrecer diferentes modelos de convivencia, y que a pesar de que   se necesiten recíprocamente para sobrevivir, dejan tras de sí, en sus discursos y en su acciones,  al rastro de sus incoherencias,  las pruebas de sus inconsistencias y las huellas de su mediocridad con las que nos prometen afrontar con garantías la complejidad del presente y la incertidumbre del futuro.