miércoles, 31 de mayo de 2023

Vota Aitor Tilla

 


Cuando yo iba al colegio todo estaba por hacer. Era los tiempos de construcción de un país democrático. Dos o tres años después de la muerte de Franco pude vivir mis primeras experiencias electorales, pues a partir de entonces en cada curso debíamos escoger al delegado de la clase a través de sufragio universal directo. Según nos indicaban los profesores, el delegado de la clase nos representaba ante ellos, ante el claustro y ante la dirección del colegio, de manera que teníamos que afinar mucho y ser muy inteligentes a la hora de escoger quién de nosotros ejercería tal responsabilidad.

Recuerdo que las primeras elecciones a delegado de escuela ni siquiera había candidatos ni campaña electoral. Votábamos a calzón quitado, de modo que el más votado asumía su victoria electoral insospechada -la mayor parte de las ocasiones no deseada- como un premio o un reconocimiento de la mayoría de la clase por la confianza que todos depositábamos en él. Así mismo, el delegado electo no tenía la obligación de cumplir un programa pues había sido elegido por sus virtudes, su talante, y una presumible capacidad de solucionar nuestros problemas, deseos y desencuentros frente a la dirección del colegio y los profesores.

Independientemente del tino de nuestro voto y la capacidad resolutiva del elegido, recuerdo que lo esencial era una conciencia colectiva infantil de estar participando de algo muy importante para todos nosotros en el momento en que escribíamos un nombre en un trozo de papel y lo depositábamos dentro de una caja: aquel compañero nuestro en quien distinguíamos valores, habilidades y capacidades que le conferían el honor y la responsabilidad de representarnos.

Es curioso, pero los primeros años democráticos en mi clase casi siempre elegíamos a los que mejores notas obtenían, a los que estaban siempre dispuestos a ayudar o incluso aquellos que habían padecido algún tipo de injusticia ocasionada por los voxboys escolares y habían asumido estoicamente un castigo inmerecido sin revelar los nombres de los verdaderos culpables. Es decir, nuestra incipiente conciencia democrática poseía al mismo tiempo la inteligencia del idealismo que aspira siempre a lo mejor y la sagacidad del pragmatismo que ofrece resultados y beneficios.

Pasaron los años, empezaba a cambiarnos la voz, encarcelamos al Teniente Coronel Tejero, y cada curso seguíamos escogiendo al delegado de clase. No sé qué diablos pudo ocurrir; quizás sencillamente se trataba de una pura cuestión hormonal, porque el momento trascendente y casi solemne de la jornada electoral se convirtió en un auténtico circo, en una hora de vulgaridad rampante escaqueada al horario docente en el que lo peorcito de la clase tomaba las riendas de la jornada con el consentimiento tancredista de nuestro tutor quien, argumentando que se trataba de una cuestión nuestra y  que ya éramos mayorcitos para actuar con responsabilidad adulta, se negaba a intervenir para reconducir la situación.

Así, los peores alumnos de la clase, aquellos que lideraban los pogromos contra los llamados empollones, contra los gordos, contra los flacos y contra todos los que ellos consideraban víctimas propiciatorias de su fascismo escolar, dictaban la consigna de votar al tonto útil de la clase, el payaso por antonomasia, su bufón, aquel que habitualmente interrumpía las clases con sus tontadas provocando la carcajada general, el enfado del profesor y su propia satisfacción, pues para ellos todo lo que fuese robarle minutos al conocimiento les resultaba provechoso.

Lo sorprendentemente es que, por regla general, ese candidato era elegido delegado de la clase con los votos de la mayoría. De algún modo nos sometíamos a la tiranía de la vulgaridad sin otro objetivo que echar unas risas. De hecho, durante la jornada electoral era habitual que los mismos que promovían semejante candidatos no les votasen, y con el fin de acrecentar la sensación entro todos de que las elecciones y el delegado escogido no servía absolutamente para nada, escribían en sus papeles nombres trampa, como por ejemplo Aitor Tilla, o Samuel Aduele, de manera que cuando el profesor los nombraba formábamos la gran juerga.

Después no había manera de hacer llegar al claustro de profesores o a nuestro tutor la demanda, por ejemplo, de suspender las clases en la época de exámenes, la queja sobre algún profesor que se excedía con los deberes impuestos, o la petición de un día de excursión para oxigenarnos un poco. El delegado que habíamos escogido era un inútil, solamente sabía hacer chistes malos y era incapaz de representar nuestros intereses ante nadie.

Sin embargo, más allá de la frustración puntual que sentíamos ante la impotencia de llevar a cabo nuestras reivindicaciones de mejora, nadie parecía recordar aquel día aciago en el que, a cambio de unas risas estúpidas, nos dejamos llevar por la vulgaridad, por la chabacanería de aquellos que, vacíos de toda virtud, camuflaban su mediocridad con nuestra complicidad, a la postre aniquiladora de cualquier atisbo de democracia.

Ellos quizás no lo supieran, porque su estupidez no daba más que para imponer la tiranía de su trivialidad, pero el resultado final era la sensación desoladora de que era imposible mejorar, aunque también eso les daba igual, porque lo único que ambicionaban era borrar sus deficiencias y sus carencias ante nuestros ojos, encubrir la permanente idiotez violenta de su presencia, en definitiva, alienarnos, convertirnos a todos en sus iguales. Hoy, día de resaca electoral, confieso que su único y real objetivo se cumplía curso tras curso, y ni siquiera nos daban las gracias.

martes, 23 de mayo de 2023

La importancia de no llamarse Núñez

 


A los árbitros de fútbol se les nombra por sus dos apellidos. A veces los locutores deportivos ni si quiera refieren el nombre de pila. Tan sólo el colegio arbitral al que pertenecen. De ese modo señalan y ponen de relieve su autoridad, su condición de jueces, pero sobre todo un respeto sobreactuado con kilos de hipocresía que les cubre con una pátina de antipatía, cierto retintín peyorativo, la intención de subrayar una hipotética hidalguía plebeya, un no quiero y no puedo, al mismo tiempo que los enemista ante el respetable, que profesa hacia los futbolistas- esa especie de héroes Marvel- una profunda admiración, conocidos y designados a menudo con ocurrente apelativo popular.

Los de mi generación en el colegio éramos dos cosas: el primer apellido o el mote, indistintamente, pero jamás conviviendo en la misma frase. Nunca el nombre, y mucho menos los dos apellidos. Éramos 45 por clase y la cosa no estaba como para andar apellidando por encima de nuestras posibilidades. Me pregunto cómo llamarían los profesores a los niños del colegio de Peares (Orense) y del internado de los Hermanos Maristas de Champagnat en León.

A la hora de pasar lista, probablemente, como en todos los colegios, con el nombre y los dos apellidos, pero cuando el niño Alberto Núñez Feijoo era reprendido en clase por mirar a las musarañas, por llevar los cordones de los zapatos desatados, o por copiar en los exámenes, estoy convencido de que el padre marista gritaba ¡Núñez, a ver si espabila, hombre de dios, que está siempre en la inopia!

Apuesto mi voto a que ocurría lo mismo en el patio, con sus compañeros. ¡Núñez, tú de portero, que eres más malo que la leche en polvo! O ¡Anda, Núñez, quita de ahí que te las meten dobladas! Y así en todos los lugares donde el actual jefe de la oposición desarrolló su vida, ya fuese en el servicio militar, en la universidad, o en la academia donde preparó a las oposiciones. Todo era Núñez por aquí, Núñez por allá.

Habría una excepción. Estoy convencido de que cuando Núñez aceptaba las invitaciones de Marcial Dorado a navegar en su barco, el trato sería más familiar, probablemente de colegueo, y ambos se comunicarían amistosamente con un “¡Marcial, qué bien vives, coño!” ”Mi trabajo me cuesta Albertito, mi trabajo me cuesta.”

Y así es como Núñez fue entrando en harina, la harina de la política, me refiero. Hasta que, no se sabe muy bien cómo, José Manuel Romay Beccaria lo atrajo al Partido Popular y bajo su sombra Núñez creció, medró, maniobró y contra todo pronóstico, aupado por el clan Baltar se colocó en la pole position para postularse a la presidencia de la Xunta de Galicia, feudo de Manuel Fraga, Montenegro valleinclanesco, Águila de Blasón, epítome del cacique gallego. En 2006, Alberto Núñez se hizo con la presidencia, y para entonces ya era Alberto Núñez Feijoo.

Por especular, creo que el truco lingüístico lo aprendió de su primer mentor, pues a Don José Manuel Romay se le nombraba también como a los árbitros, con los dos apellidos. El asunto no es baladí. Hay quien dice que cuando nuestro primer apellido es tan común, de un modo espontáneo nos damos a conocer o nos conocen por el materno, porque ese es el modo en que los González, Pérez, Rodríguez, Sánchez, López, Gómez, Suárez, Jiménez, Hernández y Fernández pueden diferenciarse, cobrar cierta singularidad o hacer valer su individualidad.

Sin embargo en el caso de la política el asunto tiene su intríngulis, porque si hacemos memoria, el primer presidente del Gobierno de la UCD y el primer presidente del Gobierno del PSOE se dieron a conocer, ejercieron su cargo y hoy se les recuerda como Suárez y González, dos apellidos a los que responden 250.000  y  927.000 ciudadanos respectivamente. Aznar es Aznar, y ya. Aznar no necesita remolque. Su primer apellido le sobra y le basta para vincularse a esa mueca de maldad despiadada y corrupta que le ha hecho célebre sobre la que imaginamos, siempre que le vemos, el casco negro de Darth Vader. Por su parte, el presidente actual Pedro Sánchez, con un apellido con el que se identifican 818.000 DNIs en España, tampoco parece que necesite del sobrenombre materno para construir una imagen y una personalidad política consistente, adecuada al cargo que ocupa.

Después está José Luis Rodríguez, insospechado presidente, inesperado líder del PSOE al que hubo que uncir el Zapatero para lograr que su marca política sustantiva cuajara entre la población y emitiera a los poderes fácticos, a los medios de comunicación y a sus propios rivales los valores de arbitrio, autoridad y liderazgo que se espera de todo presidente del Gobierno. Al Bambi de la democracia, como lo adjetivó González, se le recordará siempre como Zapatero, aunque mi cuñado Víctor fue más gráfico: le llamaba Zapatitos

Y en cuanto al Núñez de este cuento, sólo tengo que añadir que está necesitado del Feijoo con la misma intensidad como su camarada Marcial lo estaba de buenas amistades. Es decir, al comprobar los asesores que su personalidad es la de las amebas, que no tiene absolutamente nada dentro de la sesera y que cualquier día de estos confunde en público al Papa Francisco con el Ayatola Jamenei, siguen el consejo de su primer mentor y lo presentan con su segundo apellido, el que lució hace siglos Fray Benito Jerónimo, porque además de galleguizarle le suma prestancia, le particulariza, y sobre todo camufla la vulgaridad vacua de un tipo sin carácter ni temperamento, desamparado de toda virtud, cuya única bondad radica en permanecer callado, no pensar, estarse quieto, Núñez, estate quieto, no hagas nada, Núñez.