martes, 4 de diciembre de 2018

Juicio a la Historia, y su veredicto

Me da la sensación de que percibimos la Historia como una fantasía, un lugar suficientemente remoto en el tiempo como para creer que todo lo que aconteció y las criaturas que lo habitaron son producto, únicamente, de la incapacidad de la memoria para generar algo más que un recuerdo  difuso. De manera que la Historia se convierte en la obra resultante de una retórica malintencionada o mitológica; o en el mejor de los casos, en un vertido manierista del que se valen los historiadores para aproximarse con su verdad más o menos objetiva, más o menos honesta, a hechos y acontecimientos pasados.

Yo me niego a pensar la Historia como algo que le concierne a la memoria; como ese conjunto de  evocaciones  desenfocadas  que simbolizan más que significan, que sugieren más que constatan, que llegan hasta nosotros a través de los libros, de investigaciones sesudas, de la ficción literaria o cinematográfica,  de las imágenes que nos ofrecieron pintores, o incluso procedentes del trabajo arriesgado de cronistas, fotógrafos y cineastas que grabaron para siempre  estampas terribles.

Y por tanto no puedo concebir la Historia como el relato de unos hechos pasados más o menos fidedigno, salpicado o ilustrado del correspondiente testimonio gráfico. Miguel de Unamuno se desgañitó propugnando la intrahistoria, ese otro relato en el que se teje el pasado a través del rastreo vivencial de las personas. Mi modo de concebir la Historia se acerca al de Unamuno, pero no me satisface del todo, porque finalmente  desemboca en el conjunto de la experiencia humana, en el gran océano de lo que la grandilocuencia gusta en llamar la gran aventura de la Historia, o en la gran epopeya del Hombre, que  finalmente se postra ante las fechas, la intríngulis política, los gobernantes y los vencedores.

La Historia tampoco es el resultado parcial de una suma perfectible. No es el acta notarial de la progresión de la humanidad, esa línea de episodios más o menos relevantes  y compulsados que, añadidos unos sobre otros, o dispuestos un detrás de otro igual que capítulos de una teleserie, dan lugar a nuestro presente como si las cosas fuesen  como son porque no podían ser de otra manera, porque así tenía que ocurrir. O más gracioso todavía, como si la Tierra, con sus humanos a bordo, contuviese en la experiencia de la Historia un solo objetivo, la meta del progreso, de la perfección del planeta con todos su bichos y sus plantas, y  su mares y sus ríos, y los desiertos, y su cielo.

Pero no. La Historia  no es una novela, ni una narración, ni el objeto de reflexiones, ni la materia prima de filósofos. No es un informe, ni una descripción, ni una soflama. Ni un libro, ni una película ni una fotografía, ni la crónica de un periódico, ni siquiera la conexión en directo con una batalla.

Yo os diré qué es La Historia. Es el silencio interminable de una madre que perdió a su hijo en una guerra; el grito interior que sacude las vísceras  de un anciano cuando ve en televisión ondear victorioso el símbolo que torturó sus huesos jóvenes, sus manos jóvenes, su piel joven. Historia es un hombre mutilado sentado en una silla de ruedas lanzando una piedra con una onda para defender su tierra y su libertad. El olor a cuerpos humanos entre los rescoldos humeantes de  pueblos en ruinas.

También es el corazón palpitando en un tumulto callejero; una mano que abraza a otra; la decepción de la traición; la conmiseración ante la cobardía; la mala conciencia; la delación a cambio de una vida; los días de hambre; un niño que no come y ya no llora; el alivio de la paz; el miedo a la paz; el odio en la piel y  el deseo de matar. El dolor, el dolor físico, el que no se puede soportar, el dolor que ruge y  aúlla y nos obliga a taparnos los oídos porque su lamento nos enloquece, y se nos mete adentro, y ya nunca sale de nuestro vientre, como un tumor enquistado.

La incertidumbre de lo que acontecerá. El desvalimiento, la impotencia de no poder hacer otra cosa que esperar a que alguien, en algún lugar no muy lejano, tome una decisión que nos cambie la vida, como si fuese un dios y nosotros unas miserables criaturas contingentes, perfectamente prescindibles, sacrificables gracias a las acciones, las decisiones, el egoísmo, la crueldad, la vanidad y las ansias de poder de individuos que evacúan en el retrete a diario y que con sus estratagemas y su conciencia plena logran someter y vencer la voluntad de hombres buenos.

La Historia  es, sobre todo, carne humana, camuflada y escamoteada, lapidada por  toneladas de materia historiada. De ese inmenso depósito de presentes muertos surgen los mitos, las figuras que nos señalan enemigos y que nos invitan también a laurear al  héroe. Surge el color  con la que se pintan escenarios gloriosos, campos de batalla, muchedumbres y holocaustos. Pero no hay espacio para  los cuerpos, para  las vidas  reales, para  las mujeres y los hombres que las vivieron. Porque en realidad son los hombres los que viven la Historia, y no al revés.

Por eso, cuando un hombre muere, muere la Historia. Es inútil rastrear  archivos, o leer aquel diario secreto que guardó alguien durante años en el que se describen presentes espeluznantes. Resulta inútil rescatar  fotos ajadas  para  evocarlos. El testimonio humano, auténtico y sincero  de esos objetos se desvanece  y  desvaloriza  su esencia  cuando sale a luz y se transforma en un artefacto cultural, histórico, de consumo doméstico, con el que millones de personas podrían empatizar gracias al instante aprisionado en una imagen o en un párrafo. Sin embargo, ocurre que esos momentos editados y convenientemente comercializados ya no son Historia, se han metamorfoseado en pura fantasía gracias al espacio insalvable que produce la vida, el tiempo y un escaparate, o la cómoda butaca de un cálido salón.

La Historia  no existe.  Mentira la Ilustración y mentira sus ilustrados. Sólo un recuerdo  la Revolución,  y un leve suspiro sus dirigentes. Falsos los imperios, y falsos  sus emperadores. Fantasmas los generales y patrañas sus batallas. Papel las repúblicas, palabras y voces los senadores.  La verdad sólo fue presente y se expresó exclusivamente  en la piel de los hombres que lo padecieron.

Lo demás es cátedra, honor y archivo, biblioteca y filmoteca, exposición y estudio, leyenda  manipulada con la que los  hombres del futuro forjarán sus días en una espiral de tiempo.