jueves, 28 de junio de 2012

El mito y la furia (XXI)

(Viene de aquí)

Al despertar  he culpado de la interrupción del sueño al trajín de ruidos. Cada mañana es lo mismo:  golpes secos de cajones de cocina al cerrarse, tapaderas de  inodoros cayendo, ventosidades estrepitosas voceando a través del túnel del  patio de luces,  toses viejas de fumador,  tuberías  trasegando  agua caliente, un plato sobre el mármol, la campanilla del microondas, un zapato que cae sobre el suelo, la cerradura con su triple cerrojo, la puerta cerrándose en un temblor sísmico de tabiques y el acero de los cables que sujetan el ascensor cimbreando  en el vacío la única  orden que ejercerá en esta jornada quien lo pida cuando pulse el botón de llamada, abra la puerta del nicho fluorescente  y en un golpe amortiguado de metal se cierre tras de sí para ser transportado, sin clemencia, hacia el  puesto de trabajo.

He permanecido tumbado en la cama durante unos minutos sin hacer otra cosa que escuchar el despertar del día y mirar despreocupado  cada uno de los picos y los ángulos y las figuras geométricas que dibujan los desconches de pintura del techo, o intentado discernir el nombre que habría que darle al color del hormigón  añejo de las paredes del patio de luces, la única vista que permite la ventana de la  habitación donde duermo.

Sin embargo, a pesar de la discutible desolación de la arquitectura interior en la que me alojo (hay personas que por vivir aquí  se dejarían arrancar sin anestesia un riñón), hoy he sentido una inmensa alegría. Después de pasadas algunas semanas desde que me  marché, esta mañana he vivido con plena conciencia el goce de recordar que ninguna obligación me acucia, que nadie dispondrá de un céntimo de mi tiempo, por insignificante que sea; que yo y solamente yo soy el dueño absoluto, soberano e indiscutible de mi destino, de mis acciones, de mi presente y de mi futuro. Hoy he nacido a la conciencia de mi libertad gracias a las resonancias  de la esclavitud. Y no me parece grandilocuente definirlo así.  Diría, incluso, que repetida una y otra vez, entre solemnes fanfarrias y hondas violas,  la frase podría formar parte del estribillo rimbombante de un himno  emancipador.

Y así, haciendo uso de mi pleno conocimiento y en el ejercicio de mi autodeterminación, me he vuelto a dormir, hasta que agotado por las horas de sueño  he despertado y al  estirar el brazo para alcanzar el reloj que marcaba las horas sobre la mesita,  he visto  que ya se acercaba el atardecer y he confirmado, una vez más, que el tiempo no es más que otra arbitrariedad  con la que se somete nuestro libre albedrío.

Me he incorporado feliz y la sequedad en la boca me ha traído el recuerdo de  mis últimas horas despierto antes de ponerme a dormir. He sonreído, porque me he acordado de las manchas de aceite sobre estas hojas,  el juego caprichoso al que sometí a las palabras, y la cara de pasmo del dueño del bar. Y también, por supuesto, el sabor de las aceitunas, que ahora pago con una apremiante necesidad de beber agua,  tan intensa como la certeza de ser el amo de una conciencia liviana,  sin lastres ajenos, liberada de toda obligación, responsabilidad o compromiso, a excepción de los que yo establezca conmigo mismo.

De hecho han sido la sed y la vejiga -que me iba a estallar- las causas principales de que me haya levantado. Además, ya no podía soportar por más tiempo el malestar que me producía la tremenda erección que me ha obligado a orinar a dos metros de distancia del retrete. A decir verdad, de no ser por los imponderables fisiológicos, seguramente hubiese seguido en la cama, dibujando  caras en el techo con los desconches de la pintura; adivinando los rostros que prestan  una identidad fugaz a las voces que a veces llegan hasta el cuarto procedentes de otras viviendas. O me hubiese masturbado sin pensar en nadie, sencillamente por pasar el rato, por experimentar la sensación de placer súbito que se inicia y  finaliza con una breve descarga, tan exigua  que antes de que pueda gozarla, la polución irrisoria ya traza su camino vientre abajo, hacia la ingle, dejando su rastro de baba en un cosquilleo inconfundible.

Y por qué no ahora. Nada ni nadie me lo impide. Estoy sólo, y tengo ganas. Me gusta tocarme, y comprobar que mi cuerpo me obedece. A veces, en las musarañas de la oficina, o en sentado  el autobús de vuelta a casa, me ha dado por pensar que la sensación inmediatamente posterior al momento de correrse con una gayola debe ser muy parecida al momento de expirar. Dicen los expertos empeñados en probar que después de ésta (vida) todavía hay más,  que al morir, justo en el primer instante en el que después de expeler por última vez ya no respiramos, justo después de ese trance,  perdemos 21 gramos, que es lo que  pesa el alma. Incluso vi una película con ese mismo título, “21 gramos”, en la que se utiliza metafóricamente esta teoría.

Yo creo que la hipótesis no va del todo desencaminada, pero necesita otra orientación, unas ligeras correcciones. Digamos que hay que ubicarla más cerca de la vida  pero mirando hacia  la muerte, para así, de esa manera, poder  conectar los dos momentos trascendentes de la existencia.  Según esta lógica que ahora planteo, un pegote de semen, el producto de una eyaculación, sería el equivalente al peso específico de la potencia de ser vivo, de hombre o  mujer contenidos  en él, más al peso del alma que habita  en su composición que, como todo el mundo sabe, ya existe desde antes de que  surja impetuosa la savia  blanquecina entre espasmos y gemidos, a  empellones sin control, lo cual nos hace eternos, a todos, a cada unos de los hombres y mujeres que en el mundo han sido.

Así pues,  gracias a la comprobación empírica unida a una sosegada reflexión,  estoy en condiciones de  concluir -con ciertas garantías de no errar- que al morir, no hacemos otra cosa que pagar por lo que un día se nos dio. Morir vendría a ser como el cobro del recibo, lo que se deja por lo que se recoge, el inicio y el punto de enlace que convierte a la que pudo ser  una línea recta en la rueda incomprensible de la vida.  Es decir, un sencillo y primitivo trueque, tan antiguo como la primera cópula,  el cambio de 21 gramos de semen por 21 gramos de alma, que es el peso aproximado que ahora mismo he perdido, o mejor dicho,  que perderé definitivamente una vez que retire de mi vientre el producto viscoso de mi libertad recién estrenada.

(Mientras me doy una ducha, recuerdo el momento en que vi mi primer muerto. El día anterior había comprado “The Wall” de Pink Floyd, y escuchaba sus canciones a todo volumen, una y otra vez, en mi estéreo rutilante.  Nunca había visto a nadie morir, pero ya me mataba a pajas.)
(Continua aquí)

jueves, 21 de junio de 2012

El mito y la furia (XX)




Al nombrar mi apellido me desconcertó un poco porque cuando  Don Augusto llegó al salón yo estaba dispuesto a presentarme educadamente y porque, para ser sincero, seguía concentrado en el retrato de graduación de Adán, intentando escudriñar qué diablos había detrás de esos ojos, apenas dos puntos brillantes camuflados por los párpados risueños.

De hecho, había iniciado el gesto de levantarme para verlo más de cerca y cuando entró su padre me quedé a medias, en una de esas posturas con la que uno es perfectamente consciente de no estar dando una imagen demasiado segura, que digamos.

Don Augusto ya es viejo, pero no ha perdido los reflejos porque se apercibió casi sin mirarme de que me había robado la mano y de que ahora era él quien iba a llevar la iniciativa en la conversación

- ¡Oh! No se  sorprenda, Maruja nos llamó para avisarnos de que usted vendría- volvió a decirme.

Finalmente decidí levantarme y acercarme hacia  él, junto a la ventana,  para saludarle como ordenan los cánones. Mientras lo hacía y le informaba sobre  mi nombre completo y mis datos personales, me di cuenta de la coincidencia de hábitos entre padre e hijo. “Algo significan las ventanas para esta familia”, pensé,  pero no pude tirar más hilo de la reflexión porque Don Augusto  volvió a sorprenderme con un nuevo golpe de efecto, que me hizo sospechar en que, seguramente, sería un rival  la mar de interesante con el que jugar al mus.  Me dijo que esperaba encontrarse con alguien un poco más joven, que prácticamente teníamos la misma edad, y que me apurase en explicarle qué es lo que quería porque en un par de horas retransmitían en directo una corrida de toros, la tercera de San Isidro, y no se la quería perder. Después, sin pausa de por medio, como quien hace un examen oral y pretende poner en aprietos al examinado, me preguntó:

- ¿Le gustan a usted los toros?

-La verdad es que no demasiado -respondí un tanto azorado- De todos modos, y disculpe si parezco impertinente, usted y yo, Don Augusto,  nos podemos llevar, tranquilamente, veinte años- afirmé.

- Veinte o los que sean, señor Lorente, veinte o los que sean, porque una vez que nos jubilan, qué importancia puede tener  ya la edad ¿No cree?. Tener sesenta y cinco, ochenta... Con esos años  ya lo tenemos todo dicho. Nos apartan a la vía muerta y a ver pasar la vida de los otros, deprisa, tan deprisa que ni siquiera nos damos cuenta de que en realidad ya no estamos aquí.

Al terminar la frase aspiró aire de la boquilla de plástico con fruición, como si acaparase el humo del último cigarrillo que hubiese en el mundo; la colocó entre el dedo índice y corazón y durante un par de segundos miró, entre decepcionado y desdeñoso, el extremo que imita la brasa encendida. Después, mordió   de nuevo la boquilla,  giró la cabeza hacia mí, y mirándome de abajo hacia arriba por encima de las gafas,  me dijo:

- José Tomás. Hoy  torea José Tomás, un fenómeno, un ejemplo a seguir. ¡Ese desprecio por la vida, esa chulería con la muerte!. Hombres con esos cojones, pocos, quedan muy pocos, créame.

- Yo tenía entendido que las corridas de toros se celebraban a las cinco de la tarde- le repliqué echándome a mí mismo un capote, porque no quería  ser maleducado, ni más impertinente de lo que ya lo había sido. Mi opinión sobre el matarife iluminado no coincidía demasiado con la suya y pensé que no era cuestión de desperdiciar ya para siempre, a las primeras de cambio, la oportunidad de saber más, o algo,  sobre Adán.

- Ya veo. Ni le gustan los toros ni le gusta la gente valiente. Claro, tiene su lógica.

Carraspeó, emitió algo parecido al inicio de una carcajada y tosió cavernosamente. Después se limpió la boca con un pañuelo y volvió a decirme:

- Ya que lo pregunta, ahora empiezan más tarde; han adaptado el horario a las necesidades de  la tele- me respondió sin mirarme.

Esa fue una constante en los preliminares a nuestra entrevista, porque mientras  permanecí de pie a su lado prácticamente en ningún momento dejó de mirar a través de la ventana. Con la respuesta de Don Augusto   llegó a la estación  un tren de cercanías en dirección Sur. Me fijé que miró el reloj de una manera mecánica, como repetida una y mil veces al cabo del día. Estiró el brazo para dejar la esfera libre de la manga, se bajó las gafas hasta la punta de la nariz, se acercó el reloj a los ojos  y  después asintió con suficiencia:

-Puntual, puntual  igual que la noche. Si no sale ahora mismo, se cruzará con el rápido de Portbou. ¿Ve?, lo que yo le he dicho, ya está ahí. Ese era el del estraperlo.  En esa época los vagones eran verdes, organizados en compartimentos. Cuando entrabas a uno de ellos olía a tabaco de picadura, que se pegaba a los asientos,  y a tortilla de patata, ¡ja!, y a aliento de monja. Ahora parecen autobuses y  deben oler  a sobaco. ¡Con ese tren hubo quien se hizo rico, querido Lorente, muy  rico!.

Efectivamente, un tren rápido irrumpió como un bólido por la otra vía  en un escándalo de pitos agudos. Llegar y pasar fue un santiamén. Algunos viajeros que se habían apeado del tren de cercanías  se taparon los ojos con el brazo o se pusieron de espaldas para resguardarse del violento rebufo. Cuando iba a decirle a Don Augusto alguna intrascendencia con la idea de intentar introducir una primera pregunta, entró su esposa al salón. Traía sobre una bandeja redonda de plástico decorada con flores  una cafetera, dos tazas blancas, un azucarero de porcelana y un platito con  galletitas surtidas, de las que jamás se sacan del armario a no ser que haya visita.

Al darse la vuelta para dejar la bandeja en la mesa vi su larga cabellera blanca, trenzada hasta más debajo de la cintura, igual a como solían peinarse las extintas indias americanas. Llamaba la atención porque las señoras a esa edad suelen recogerse el pelo con un moño, y porque el color brillante y la salud del cabello  de Doña Mercedes eran realmente prodigiosos. La decisión de peinarse así  parecía querer constatar que la trenza de su larga guedeja albina era el testimonio de su paso por la vida, o la voluntad de existir sin el mandato de las convenciones ni del qué dirán.

jueves, 14 de junio de 2012

El mito y la furia (XIX)


La casa donde nació Adán y donde vivió  hasta que se casó se encuentra justo al lado de las vías del ferrocarril. Desde la ventana del comedor se ve perfectamente la estación. Se encuentra, literalmente,  a tiro de piedra. Cada 20 minutos se detiene  un tren de cercanías, bien en sentido de entrada hacia  la gran ciudad,  bien  saliendo del área metropolitana hacia la frontera con Francia. A menudo coinciden en el mismo momento  dos trenes en ambos sentidos. Otras veces se cruzan mientras uno de ellos sale para el Norte y el otro aguarda a que los viajeros se apeen para emprender la marcha hacia la capital. Ocasionalmente concurren hasta tres. Entonces, uno de ellos permanece  detenido en una vía que los ferroviarios llaman muerta, con centenares de almas abordo,  a la espera  paciente de que un demiurgo invisible les devuelva a la circulación mientras sobre las otras dos vías discurren ufanos aquellos señalados como prioritarios, los más rápidos.

También se puede ver atravesando  como exhalaciones, entre las balconadas de los pisos y las trastiendas de los comercios, al sofisticado AVE con sus misterios de confort tras los cristales tintados, algún Altaris de clase media y rápidos regionales  repletos de estudiantes y viajantes de electrónica asiática sin carnet de conducir. De hecho, la vivienda es tan próxima a todo este tráfico, tan estratégicamente bien situada con respecto a la visión que se tiene de la estación,  que podría servir perfectamente  de centro de control.

Según me ha explicado Don Augusto -trastabillando las palabras  en la boca contra un cigarrillo emboquillado de plástico-  a partir de la media noche, cuando ya no circulan trenes de pasajeros, es cuando la compañía del ferrocarril aprovecha  para poner en circulación convoyes que llevan de aquí para allá todo tipo de mercancías, al amparo de la oscuridad y del silencio y de la ausencia humana, mientras los hombres y las mujeres duermen a pocos metros  de donde circula lo desconocido.

Hace algunos años,  hasta las camas temblaban durante el minuto largo que tardaban en atravesar la localidad. Algunos decían que era el tren nuclear, que transportaba los residuos desde la central de Vandellós hasta las fosas abisales del Mar Mediterráneo, próximas al Golfo de León. Otros que era carbón procedente de las minas de Ojos Negros, en Teruel, o  cereal, o verduras de la huerta Murciana, o naranjas valencianas.

“A Mercedes, el paso de los trenes nocturnos de mercancías le recordaba unas cosas tremendas, horribles. Si se despertaba  a causa de los temblores (porque a veces parecía que se desatase un auténtico terremoto) después no podía dormir en dos días. Ya le tengo dicho que tanto libro no puede ser bueno”, me refería Don Augusto, quien me confirmaba también  que,  a los poco años de  muerto Franco, rehabilitaron todo el trazado, cambiaron los raíles y con las nuevas tecnologías que existen ahora, “esos trenes de por la noche ya ni se notan”.

El día que pude conversar con él y con su esposa llegué poco después de las cinco, una tarde agradable de mediados del mes pasado.  Augusto y Mercedes ya casi no salían. En realidad se llama María de las Mercedes, pero ella me pidió que no la llamase así, que le habían puesto ese nombre en honor a la primera mujer del rey Alfonso XII, y que siendo joven  empezó a odiar  el nombre compuesto con que le habían bautizado, porque todo el mundo le cantaba la tonadilla para hacerla rabiar. “Por eso siempre he odiado las novelas de amoríos,  de guapos, de  reinas  y  de pamplinas: no las aguanto, es lo único que no leo”, me dijo al poco de presentarme en su casa.

Y no le faltaba razón a la señora. Yo recuerdo que en mi niñez las niñas jugaban a saltar la cuerda en la calle y lo hacían cantando la cancioncilla, que se había recuperado y se había puesto de nuevo de  moda a raíz del estreno de una película que relataba el romance entre el bisabuelo del actual Borbón  y su prima, truncado por la muerte prematura de la susodicha. Yo lo sé porque en ocasiones me pillaban y pringaba toda una tarde dándole comba a la soga. La cosa es que la película tuvo mucho éxito. Madre siempre discutía con padre porque él no la quería llevar, no fuese que en la cola le viese algún compañero de la Hispano. Creo que finalmente una tarde se vistieron como de domingo y fueron a verla. Cuando llegaron por la noche  padre le decía a madre, entre rezongues y reproches,  que ese Vicente Parra tampoco era para tanto.

Fue Mercedes quien  me abrió la puerta, y a pesar de que Maruja  me había descrito perfectamente su aspecto,  dentro de mí había algo que se empeñaba en encontrar  una anciana decrépita,  mal vestida  y casi chocha, encerrada en sí misma y  en la manía  de sus libros. La verdad distaba mucho de mi imaginación, que tiende al morbo, para qué negarlo. Si no, ¿de qué  me hubiese metido yo  a detective aficionado?.  ¿De qué me hubiesen entrado a mí ganas de entrometerme en la vida de nadie, con lo tranquilo que estoy yo con mis partiditas  de mus, mis billares, mis películas  de vídeo y mi abono  del fútbol los domingos?. No me cuesta reconocerlo. A estas alturas de la vida, uno pasa de todo, como decían los jóvenes cuando yo ya había perdido la juventud.

Me he metido a Marlow porque quiero saber cómo es,  qué aspecto tiene, qué piensa, cómo  ha llegado a la situación que él mismo describe en las hojas que encontré, bien ordenaditas, pulcramente dispuestas junto al cenicero a rebosar de colillas, en el piso que le alquilé, y sobre todo, dónde coño está, dónde se ha metido. El cabrón de Adán. No le importan más que sus obsesiones y sus neuras, y a la pobre  Maruja que la parta un rayo. No se la merece, no señor: no merece ni medio segundo de su preocupación.

La casa olía bien, como a geranio recién brotado, porque los geranios huelen solamente cuando brotan. Después, en la madurez de la floración, no desprenden olor alguno, solamente color, para protegerse de insectos y parásitos. Quizá por eso tienen la fama de  ser flores duras y resistentes.

Se accedía a las estancia de la vivienda a través  del pasillo que las distribuía, al que se llegaba después de bajar  ocho escalones  de  una pequeña escalera dispuesta inmediatamente después de atravesar la puerta de entrada. Al principio  creí que me internaba  en un sótano más que en un piso, pero enseguida esa sensación se diluyó  porque al dirigirme hacia la  puerta del salón siguiendo el paso de doña Mercedes,  la luz que entraba por su gran ventanal iluminaba a  raudales gran parte del corredor, y convertía  el estucado pálido de las paredes en un bonito mural de geometrías pintado a base de claroscuros, como si alguien los hubiese calcado con escuadra y  cartabón  a partir de  un modelo cubista.

Al borde del dintel que daba al salón, la claridad hacía inútiles las dos lámparas que colgaban de la pared porque la tarde destellaba contra el cristal que protegía y enmarcaba tres fotografías antiguas en las que se podía  ver una docena de hombres sucios, vestidos con ropas de trabajo, encaramados en las posiciones y en los lugares más inverosímiles sobre los salientes y los hierros de la parte trasera de un viejo vagón de tren. En otra, una anciana embicada de negro, a la que no se le ve la cara porque no  quiso mostrársela al fotógrafo, descansa sobre la base pétrea de un rollo, en el centro de la plaza remota de una aldea salpicada por la nieve. La tercera fotografía no pude verla  porque cuando me disponía a observarla la madre de Adán me invitó a  pasar. Me dijo que su marido vendría en seguida, y me dijo también que la primera foto que en la que me había fijado era del padre de Augusto, que había sido ferroviario, y que él también quiso serlo, pero no le admitieron por la vista, porque ya de muy joven no veía bien de lejos. Me señaló con el dedo quién era su suegro y a continuación pasé al salón.

En cada una de las esquinas del cuarto vi macetas limpias, torneadas con  cerámica azul, sobre el hueco circular de trébedes pintadas de bronce, rebosates de geranios morados, rojos y  gualda. Junto a la pared izquierda, según se entraba, había una mesa de libro flanqueada por dos sillas. Sobre la mesa, el retrato de un joven recién licenciado, tocado con birrete negro mirando fijamente al frente, de una manera inquieta, con unos ojos pequeños, rasgados,  que podían ser los ojos de alguien inteligente, y curioso, pero también los ojos nerviosos de un loco, porque daba la sensación de querer salirse del marco. Allí estaba Adán,  presidiendo aquella estancia, seguramente disfrutando de unos de los momentos más importantes de su vida, gobernando con su presencia constante cada una de las nostalgias, aflicciones y recuerdos de aquel matrimonio que en la última etapa de su existencia se veía abocado a insomnios, incertidumbres  y ansiedades poco merecidas.

Al sentarme en unos de los dos sillones miré la hora y miré de nuevo el retrato y también pensé que el día no tardaría mucho en  languidecer. Don Augusto no se hizo esperar. Entró caminando despacio, arrastrando ligeramente los pies, tosió desde muy  adentro, con poca fuerza, me dio la mano, sacó del bolsillo uno de esos cigarrillos de plástico que venden para dejar de fumar y acto seguido se sentó  a horcajadas, con los brazos sobre el respaldo de una silla que había colocada justo bajo la ventana desde la que se veía la calle, el trajín de la tarde, y la estación, y los trenes llegando y partiendo.

- Usted dirá en qué  podemos serle de utilidad, señor Lorente-me dijo sin dejar de mirar por entre la ventana.
(Continua aquí)

jueves, 7 de junio de 2012

Mamá en la distancia (Para Leonor)


 Éste que se lee a continuación es un cuento que envié al concurso "La maleta del tío Paco", organizado por la casa rural "La Chamba" . El jurado lo ha clasificado en  10º lugar, entre  los 12 finalistas que escoge,  de un total de 250 participantes. Estoy muy contento, así es que me apetece compartirlo. 

Ahora pienso que este texto lo  podría haber escrito  Adán, en una de sus noches  de insomnio melacólico, recordando -a veces nostálgico y otras rabioso-   los mitos sobre los  que se  ha ido construyendo su vida.

La recuerdo como si la viera. Yo era testigo de lo que hacía, de sus trajines, de su ir y venir,  porque era viernes  y me dejaba ver la tele  hasta más tarde  de la hora acostumbrada. Se sentaba a la mesa del comedor con  un suspiro. Casi se dejaba caer sobre la silla. Después depositaba  a un lado seis o siete pares de calcetines negros, con rombos o de colores, y al otro  una pequeña carpeta azul,  sobre  la que colocaba un bolígrafo.

Con paciencia y meticulosidad, ovillaba los calcetines: los estirazaba bien y  los revisaba  concienzudamente, por si había que zurcir alguno. Se aseguraba que a cada unidad le había correspondido su emparejamiento correcto y con tres movimientos  diestros   convertía  cada par en  una bola. Finalmente,  apartaba  todo el conjunto  hacia un rincón de la mesa,  cuidadosamente, como si en vez de manipular  algodón se tratase de porcelana y durante unos breves segundos  miraba el resultado final de la  última tarea del día. Yo notaba que en ese intervalo había  algo indefinido, entre la  desconfianza y la corroboración; una especie de vigilancia autoimpuesta, o la necesidad de una autoafirmación responsable del deber cumplido.

Luego permanecía sentada y parecía que veía  la televisión. De hecho su mirada se dirigía hacia la pantalla, pero yo  la observaba sin que se diese cuenta, medio recostado en el sofá,  y  en realidad mamá  miraba lejos, muy lejos, no sabía bien a donde; se quedaba unos instantes  in albis, como ella me decía cuando me sorprendía  en las musarañas en lugar de estar concentrado en los deberes.  

De repente, de la misma manera que se había cobijado en la ausencia, volvía en sí  y  musitaba  algunas palabras mezcladas con algún suspiro y con el esbozo de una mueca que no supe nunca si era  de cansancio o de satisfacción. Tampoco llegué a entender nunca lo que susurraba. Era un bisbiseo, suaves sonidos de aire que transportasen palabras sin posibilidad de  materializarse, o  quizá  deseos, anhelos camuflados entre los labios y la inconsciencia temerosos de convertirse en realidad. ¡Qué iba a saber yo.!

Lo que sí sabía era  que no tardaría mucho preguntarme  si tenía sueño. Ella misma respondía a la pregunta de manera afirmativa y a continuación emitía una opinión desdeñosa sobre el programa que  estaba viendo. Yo disimulaba y  casi sin mirarla, para aparentar  el máximo  interés,  protestaba refunfuñando  y le argumentaba que mañana no había que madrugar. Ella no me respondía. Su consentimiento se expresaba a través de  un lamento dramatizado, exageradamente artificioso, casi cómico;  una extraña interjección de desacuerdo con mi petición,  que en realidad significaba que podía quedarme.

Ese modo paradójico de darme el permiso se solapaba  con su incorporación  porque, mientras me autorizaba a permanecer en el comedor, ella  se levantaba, se dirigía hacia a la ventana, ajustaba las persianas  y corría las cortinas. Después se acercaba a mí, me tocaba la frente, me atusaba  el flequillo con su mano fría y me besaba. Yo volvía a rezongar,  porque ya me consideraba con edad suficiente como para estar recibiendo mimos.

Al sentarse de nuevo,  mamá miraba la carpeta azul. Permanecía  varios segundos así, sin hacer otra cosa que observar  fijamente  la carpeta azul, con el bolígrafo en la mano, con el que aprovechaba para rascarse levemente la cabeza. A fuerza de ver cada semana repetirse  el mismo ritual,  acabé por alimentar la hipótesis de que esos dos gestos formaban parte de una misma cosa; que uno y otro eran necesarios para  acometer después la tarea que se disponía a realizar:

Tomaba la carpeta en sus manos, desligaba las dos gomas y  cuando escuchaba  el latigazo previsible al chocar con el cartón, parpadeaba cerrando casi por completo los ojos, como si se hubiese asustado.  En seguida, extraía unas cuantas cuartillas de esas que están  rayadas con líneas de color azul, muy finas, que es por  donde  discurren las palabras. Humedecía ligeramente el dedo índice con la lengua, cogía  la primera y la colocaba sobre un periódico que le servía para amortiguar la escritura y hacerla más agradable. Después de tantos años he llegado a pensar que  de esa manera atenuaba la nostalgia y  la soledad que produce la  lejanía; que mitigaba  el sentimiento de  desarraigo que provoca vivir entre personas que ni siquiera hablan el mismo idioma. Creo que disponía el periódico bajo las cuartillas porque narrar directamente sobre el contrachapado de la mesa una cotidianidad casi impuesta, o la añoranza  acumulada durante toda la semana, le recordaba en la dureza  de cada  trazo  algo parecido al transcurso de cada uno de los días que llevaba vividos  en aquella ciudad extraña, tan lejos de los suyos.

Una vez acomodada, se tomaba un ligero respiro. Volvía a rascarse la cabeza y durante unos instantes miraba hipnotizada la luz tenue de la lámpara. Le quitaba la caperuza al bolígrafo y dibujaba con él, justo  en el centro de la parte superior de la primera hoja,   una cruz  que presidiría la carta desde aquel preciso  minuto hasta el día en que el tiempo, o sus destinatarios, o el olvido la destruyesen.

A continuación mamá escribía con sumo esmero, regodeándose en cada rasgo con su letra pulcra, apaisada, y casi sin faltas de ortografía la frase “Queridos todos. Al recibo de esta espero que esteis bien. Nosotros bien, a Dios gracias.”

Lo sé porque en ese  momento  yo ya estaba de pie, a sus espaldas, observando por encima del hombro, y podía leerlo. La interrumpía para decirle que si no la iba a ver, yo mismo desconectaba la tele, que el programa ya había terminado y que me iba a dormir. 

-   Sí mi cielo, yo me quedo aquí, escribiendo a los abuelos, y también a los tíos y a tus primos- me contestaba ella.

Antes de que yo pudiese ir hacia mi  habitación, ella emparedaba mi cara entres sus manos frías, me atusaba de nuevo el flequillo y venciendo mi resistencia me besaba otra vez en la frente.

Yo me metía en la cama a toda prisa, porque solamente había una estufa para toda la casa en un extremo del pasillo, justo al lado de la puerta que daba al comedor. Cuando por fin entraba en calor, arropado hasta la nariz  bajo la frazada, no tardaba en quedarme dormido y a menudo soñaba con los olores lejanos a  trigo, a leche  recién ordeñada y a sopas de ajo que flotaban  en el aire remoto de los veranos de  la casa donde nació mamá.