miércoles, 15 de diciembre de 2010

¿Por qué?


Por la lógica de la vida, a la que pertenece la muerte
Por la razón del principio y, del fin, y de la primera ley de la termodinámica.
Por experimentar el ejercicio de la soberanía, que debe ser algo parecido a sentirse dios y muerte, aunque sea en un universo virtual.
Y porque - voy a ser sincero- pensaba demasiado en todos vosotros cuando me ponía escribir.
Quiero escribir pensando en mí. Quiero " hacer lo que no sé hacer"

Os quiero mucho, pero soy tremendamente vanidoso, y me paso el día entrando y saliendo de esta vida por ver si alguien ha entrado en ella: ajusticiado el pecador, se redimió el pecado.

Un abrazo fuerte y hasta siempre
JLM/MJL

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Anatomía Forense (y VIII.El cuerpo)


He tenido la tentación de presentar mi cuerpo desnudo, sentado en el mismo sillón en el que leo y sueño, ocultando mi rostro con la sombra negra de un sombrero. Todo el rompecabezas de mi anatomía unido en una única pieza mortal libre de ropajes, impúdica e indiferente a miradas más o menos escandalosas, y a risas pueriles que camuflan con sus carcajadas la misma blandura de vientre y la misma arruga penosa que certifican nuestra humanidad. Pero de qué hubiese servido: otro disfraz de la mascarada, otro pedazo de piel repartido sobre cada miembro del organismo para ilustrar el último capítulo de una confesión que devendría en impostura si ofreciese como epílogo de este testimonio revelador una última confidencia dolosa. Falso es un cuerpo que no existe, fraudulento es cubrir el alma con un cuerpo con el que aparecer entre mortales, con el único propósito de recomenzar, de vivir las vidas que no existían, encontrar de nuevo a Dolores, por si no se ha olvidado de mi y, al fin, cerciorarme de que no valió la pena y de que la historia del mundo está contenida en cada existencia.

Por eso cumplo mi palabra y ante el altar del forense me presento, finalmente, como soy, y me voy, para no volver, al féretro de los recuerdos, o al presente diario de este siglo en el que no encuentro mi espacio, ni el sonido de la bulla vulgar, el griterío de aquellas noches, la alegría inicial del escándalo que terminaba en afrenta, duelo y herida; sangre ebria y llanto breve por las vidas miserables que acudían a la convocatoria nocturna de la evasión y del puto amor.


Me voy. Algo de provecho debe cobijar este viaje de ida y vuelta a través del tiempo y del espacio, desde aquellos oscuros años de humo de cirio, orina en las calles y sueños rotos, hasta este nuevo siglo de la posmodernidad sin mácula que adora y entroniza la limpieza aséptica y elimina la sucia verdad. Hoy, como ayer, la apariencia es el valor, y tanto da lo que uno vale si no sabe venderlo; tanto da lo que uno es, o lo que las cosas pesan si no hay nadie que quiera comprarlas. Puedo huir ahora, en este instante, tal y como llegué, con igual apariencia y algunas muescas de más sobre el fémur de mi esqueleto. En algunos momentos he sentido vello sobre el hueso, nervio bajo la piel. He llegado a percibir cómo, incluso, latía el corazón, y he advertido también la sensación extraña, entre biológica y mística, que produce experimentar cómo el velo blanco de la retina ocupaba el hueco de los ojos y la esfera de su antiguo color aparecía sobre el iris. Un hecho propiciado, quizá, por la ilusión de una frase que hubiese invocado poderes ocultos capaces de proporcionarme de nuevo un disfraz. Esos fueron momentos felices porque pude comprobar lo que antaño no era más que intuición: el poder creador de la palabra. De modo que no me voy triste. Me voy fortalecido, y agradecido a todos aquellos que cada semana pasaban por mi resurrección sin ser conscientes, probablemente, de que si alguna vez dispuse de piel sobre la osamenta y conciencia humana sobre esta tierra, fue gracias a su desacuerdo, su aliento y su fidelidad. Ahora desaparezco y hago mutis por el foro antes de que la Nochebuena “tiña de nuevo de púrpura y rosa las cortinas de mi estancia”.

martes, 30 de noviembre de 2010

Anatomía Forense (VII.Los pies)



Su visión es el recuerdo permanente de mis frustraciones. No soy Messi, ni Fred Astaire. Jamás se han arrastrado por la arena del Gobi ni han enegrecido a causa del frío del Anapurna. No calzaron las botas de un corsario, ni tuvieron bajo sus plantas el control de una Harley. Nunca se han sostenido cabeza abajo, ni han volado sobre el vacío entre trapecios, y jamás han dejado de pisar suelo firme, excepto cuando nado en el mar, donde a cada brazada reniego de mi condición humana y sueño con un espiráculo, y en impulsarme aguas adentro gracias a mi ágil y potente cola. Pero no me queda más remedio que conformarme con ver mis huellas sobre la arena durante el breve instante en que las olas las respetan y, entonces, agradezco al mar su vaivén milagroso porque al mirar el dibujo convexo de mis pies patizambos, patológicamente laxos, constato y asumo que pertenezco a la tierra y que sobre ella aguanto erguido, avatares, muerte y resurrección.


El Cojo Clavijo, El Cojo Manteca, el Cojo de Calanda, Millan Astray, El Conde de Romanones, Diego de Vargas, Antonio Gala, Vicente Blanco, Sebastianico el Cojo, Ian Dury, Theodor Roosvelt, el Doctor House, Manuel Fraga, y los mismísimos Shakespeare, Byron o Quevedo son y han sido personas y personajes cuya existencia ha estado marcada por un paso asimétrico, arrítmico, desacompasado, debido a afrenta, herida, accidente, discapacidad, mal nacer o castigo de los dioses que decidieron singularizar sus personas, caracteres e imágenes públicas, estigmatizando sus andares y minusvalidando sus capacidades para el camino. La cojera, lejos de desprecio, lástima o piedad hacia quienes la padecen, les confiere un estatus superior de humanidad porque les hace herederos aventajados en la evolución de la racionalidad humana marcada por el elemento fisiológico que nos irguió, nos sostuvo y nos permitió otear el mundo de frente: el pie. Y si en la normalidad de la pareja sana, con sus diez dedos, hemos sido capaces de llegar a la luna y más allá, y resulta que en nuestra comunidad animal hay personas con la capacidad mermada, en porcentajes diversos, que viven y triunfan y dejan su huella indeleble para la historia -ya sea por su gracejo, talento, picardía, villanía o valentía- es de justicia y propio de sabios concluir que, lejos del sofisma o de la trampa, un cojo es doblemente humano porque la naturaleza o el destino marcó su hecho diferencial en el lugar en donde nos apoyamos cuando caímos de las ramas de los árboles, tocamos suelo firme y, erguidos ante el horizonte, iniciamos la búsqueda de nuestro destino a pie, ojo avizor, con la vida, las incertidumbres y la muerte a cuestas.


Esto no es algo que yo me invente ahora, en un golpe de mal vino, o bajo el influjo de una luna creciente. Esto es cosa que viene de antiguo, del tiempo en que los hombres se miraban en los dioses y los dioses vivían como hombres. Porque si hay un cojo ilustre- y por eso es precisamente más hombre que deidad- que nos ha dejado en herencia la tara de sus pies como estigma de lesa humanidad, ese es Hefesto quien, venido el mundo divino y expulsado del Olimpo por su naturaleza deforme, dedica toda su existencia eterna a cuidar el fuego con el que trabaja y a forjar los metales en el interior de su fragua, pacientemente, con meticulosidad constancia y esfuerzo. Todo lo contrario a Hermes, el dios listillo de las sandalias aladas, veloz, pícaro, bien parecido, de quien se dice que ejercía tan bien las relaciones públicas en el Olimpo que los resultados de sus gestiones suponían a veces condenas eternas sin culpa, o dádivas inmerecidas remitidas por el sello del mismo Zeus. Su capacidad para el engaño era tal que hasta Aquiles -otro famoso por sus pies, por sus talones- cayó víctima de sus trajines el día en que le birló el cadáver de Héctor, casi en sus propias narices. Hermes es, lo que se dice, un dios bien hecho, un dios triunfante y glamuroso, un dios jovenaunquesobradamentepreparado cuya archiconocida agilidad en los pies le proporcionaba tal ventaja sobre sus adversarios que jamás conoció derrota en las carreras.


En el proceso de documentación que he llevado a cabo para contextualizar los avatares podológicos de los hombres y de los dioses, he descubierto que Italo Calvino en su libro “Rapidez” desarrolla una curiosa tesis sobre Vulcano y Mercurio (Las versiones romanas de Hefesto y Hermes), y dice, textualmente, que “La movilidad y la rapidez de Mercurio son las condiciones necesarias para que los esfuerzos interminables de Vulcano sean portadores de significado”. O sea, que no hay nada mejor para dar a luz a un buen libro como el equipo formado por un cojo paciente y un listillo veloz, a lo que se puede llegar a colegir que el cojo paciente, esforzado y constante, carece de la agilidad mental necesaria para llevar a buen puerto su creación, una transposición de cualidades que, sin embargo, parece no ocurrir a la inversa. Es decir, que Mercurio, como quiera que naciera bien calzado, puede ser al mismo tiempo ágil y paciente en el momento que desee, y hacer lo mismo que el cojo Vulcano. Por lo cual se concluye, en lógica clásica, que podemos prescindir cuanto antes del pobre Hefesto. Si eso ocurriese, no tardaríamos en darnos cuenta de que el fuelle de su fragua ya no avienta el fuego, el cual dejará de brillar y de ofrecer el calor al tiempo en el que se forjan las buenas historias, las que aguantan el embate de los siglos y nos hablan de sucesos tan antiguos como tiempo hace que, al amanecer de un día histórico, el primer hombre cayó en pie desde el árbol. Ese fue el instante en el que amaneció también la conciencia de ser y la necesidad de contarlo. Y así, hasta ahora, vamos haciendo el camino, a trancas y a barrancas, un paso firme y otro en falso, apoyados en quien más tenemos a mano, o sobre el primera rama de avellano que encontremos tirada en el sendero, si es que nos toca andar solos por el mundo.

Vuelvo mañana

martes, 23 de noviembre de 2010

Anatomía Forense (VI.Las manos)


Cuando estoy cansado me froto la frente. Con ese gesto pretendo provocar la desaparición de una preocupación, el alivio del cansancio tras una vigilia, la evocación de un recuerdo, o la invocación desesperada a la epifanía de una idea que a veces exijo, a gritos, a la inteligencia interrumpida. Entonces, en cualquiera de los casos, como nada de lo deseado se produce, abomino de mis manos pequeñas enramadas en dedos delgados que se posan sobre todas las teclas del abecedario acechando cualquier sospecha de movimiento por si surge de alguna de ellas un leve brillo, una mínima señal, el guiño de una insinuación. Cuando estoy a punto de perder la paciencia distraigo la frustración y la evidencia pensando que las líneas de mis manos -lo larga que se puede hacer la vida, la brevedad de la muerte, el monte de Venus, sus intersecciones de arrugas quirománticas en vértices de piel- traspasan al teclado su significados ocultos, y la magia se produce. Pero nada de eso ocurre porque, a menudo, acabo por levantarlas, las cierro en dos puños ridículos, golpeo la mesa y, casi de inmediato, vuelvo a abrirlas en dos palmas encarnadas sobre las que cargo el peso derrotado de mi cara tragicómica de pánfilo impenitente.


Delante de un fondo oscuro aparece, en pie, como surgido de la mina profunda de la historia, un hombre vestido con camisa negra, abrigado con una chaqueta de punto gris que mira de frente hacia quien quiera, o pueda, o consienta aguantar una mirada que, bajo la frente amplia y pétrea, da la sensación de haber sido arrasada por el tiempo y la fatiga, endurecida por el frío y el salario, olvidada de toda bondad, descanso o alivio, abandonada a su suerte, al instinto, al coraje y a la resistencia. Es el rostro de la miseria, de la desgracia y de la explotación; y también el trazo del rostro con que se dibuja el límite de todo hombre, quien llegado el momento dice basta y se rebela contra quienes diseñaron su destino. Ese hombre que mira hacia delante por no recordar que jamás experimentó el más breve y prosaico instante de felicidad, es el peón de albañil Luis Romero, natural de Alcalá la Real, lugar en donde vino al mundo en el año de 1931 y a quien la postguerra, la miseria y el hambre llevaron a Terrassa, ciudad en la que vivió y trabajó durante años colgado de precarios andamios, sucio entre barro y morteros, a la intemperie del patrón, del amanecer helado y del sol abrasador.


Luis Romero es el obrero que apareció fotografiado en el primer cartel electoral del recién legalizado PSUC, con el que este partido empapelaría todas las paredes del cinturón rojo barcelonés en las elecciones de 1977. Luis Romero, aunque por su aspecto semejaba estar próximo a los sesenta, tenía 46 años en el momento de ser fotografiado, y pasó a formar parte de la historia iconográfica política y social del país porque su imagen es el prototipo de obrero con el que su clase debía identificarse. El elemento protagonista y alegórico del cartel fueron sus manos: las manos del trabajador, del proletario. Grandes manos, fuertes, resistentes, consistentes; dos grandes palas invencibles; manos creadoras, mitológicas, hercúleas, curtidas y endurecidas a base de levantar pesos desproporcionados, inhumanos; de manipular materia lacerante que hiere la piel y la deja ajada, cuarterada, como tierra muerta sobre la que no llueve. En la fotografía, las manos de Luis ocupan el espacio central, y flotan en la única zona iluminada. Las muestra al elector hacia adelante, de tal manera que las palmas contienen la claridad que ilumina la imagen, ejerciendo de luna, o de sol, pero sumergiendo a los dedos en un claroscuro casi tenebroso del que solamente se distingue las yemas curvadas hacia el cielo, porque Luis ya no podía mantener la mano extendida, o porque adquirieron voz propia, gesto propio, y en su voluntad de contárselo al mundo decidieron amagar el cierre en dos puños, o imitar la forma de la garra del oso antes de iniciar una lucha sin cuartel, desesperada. En el cartel, sobre la imagen de Luis Romero, el PSUC escribió el lema: “Mis manos: mi capital”.


El mismo año en que las manos de Luis Romero solicitaban el voto de los trabajadores catalanes, el gran escultor Eduardo Chillida cumplía un sueño largamente perseguido e instalaba en un promontorio rocoso de la playa de Ondarreta, aneja a La Concha donostiarra, su celebérrimo Peine del Viento. Aunque jamás se conocieron y ninguno supo jamás nada del otro, me resulta sugerente imaginar a Chillida paseando por Barcelona, reflexionando meditabundo sobre el concepto leonardino de la mano pensante como cerebro creador; o recordando cómo, al poco de almacenar decenas de dibujos realizados al inicio de su carrera, concluyó que si dibujaba tan rápido y le resultaba tan fácil, aquello no podía ser arte, y fue entonces cuando decidió ponerse a pintar con la mano izquierda, atándose la derecha antes de empezar , porque "la sensibilidad, la mente y la emoción van por delante de la mano, que hará lo que yo le diga que haga, obedeciendo, y no mandando".


Así caminaba y evocaba Chillida en sus recuerdos el nacimiento de su vocación cuando, de repente, en un momento inesperado, azaroso, por culpa de un claxon, del silbido de un joven, de la llamada de alguien a gritos, o de un soplo de viento leve que acompaña al fulgor incierto de la salida del sol entre las nubes, Chillida levantó la cabeza y salió de su ensimismamiento y se encontró frente al cartel en el que Luis Romero muestra las manos. Al verlas, el escultor se detuvo, y arqueando las cejas, con atención fruncida, las contempló durante unos minutos y recordó la lucha por la doma del hierro; también la suavidad de la madera tallada, o la textura de las tierras que amasó y de las que surgieron formas que ahora le pertenecen al espacio, y otra vez el gran Leonardo sujetando día tras día el pincel en la mano, sin pintar, solamente pensando, hasta que llegaba el momento en que la creación se gestaba definitivamente en el cerebro para que, a continuación, la mano pensante actuase, sola, obediente, certera...


Instantes después, cuando Eduardo alzó la vista para observar por completo el cartel, y al ver que el dueño de aquellas manos le miraba con ojos que parecían surgir de una oscuridad triste y paciente, se percató de que, en realidad, aquel conjunto que en ese momento le exigía atención era la mismísima imagen de la creación, porque aquellas manos expresaban a gritos una obra por hacer. “Soy un hombre que trata de hacer lo que no sabe hacer” recordó que dijo un día. “El arte está ligado a lo que no está hecho” siguió recordando, y sin esconderse de nadie, a la luz gris de aquella mañana húmeda en Barcelona, Eduardo Chillida despegaría de la pared, con sus dos manos de artista y con cuidado exquisito para no rasgarlo, el cartel electoral en donde Luis Romero expresaba con sus dos manos de obrero un deseo incontenible de crear algo nuevo.


Vuelvo mañana

lunes, 15 de noviembre de 2010

Anatomía Forense (V.La boca)


Qué bien me saben tus labios. Yo no tenía barba cuando te besé por primera vez. A duras penas crecían de mi barbilla cuatro pelos pelirrojos que con el tiempo enraizaron, se multiplicaron y forman ahora un barullo grisáceo, un ovillo desmadejado que blanquea el perfil delgado y fino de mi boca. El bigote y la barba nacieron y se instalaron ya para siempre sobre la piel que la enmarca porque tú me lo pediste y, a lo largo de los años, el cabello que despuntó rojo después del tercer día de tu deseo, ha mudado de color al unísono y en armonía, al compás del tiempo que hemos vivido juntos: de la suma de los días y de las noches que hacen de nuestra vida una historia de amor. Debes saber, pues, que mi boca se abre y se cierra, come, lame y bosteza; grita, ríe, gime y besa; tiembla y llora, siempre, con tu recuerdo, ya sea en tu ausencia o en tu presencia, porque la pelambrera desordenada que la custodia testimonia nuestro paso, de la mano, por el mundo mortal.


Cualquier cosa que decimos a lo largo de nuestra vida está ya escrita momentos antes a nuestra concepción. De ahí la importancia extrema de la boca para cualquier cuerpo humano, porque es la puerta de salida, el vano a través del cual surge hacia el mundo todo lo que en el alma se contiene. Quiero decir que antes de que seamos célula, cigoto, espermatozoide veloz y feto arrebujado, habrá sido grabado por fuerzas inteligentes y desconocidas con gusto por la experimentación del lenguaje y su relación con el destino -previamente y sin posibilidad de eliminación- todo, absolutamente todo lo que expresaremos a lo largo de nuestra vida. O sea, que antes, por ejemplo, de que los señores padres de Aristóteles ni siquiera imaginasen que un buen día acabarían follando y que meses después traerían al mundo a su vástago, esa misteriosa energía universal, quizá incorpórea, quizá física y fisiológica, dueña de los devenires de toda existencia mortal, ya había puesto en boca del filósofo la frase "Lo que está en disposición de ocurrir, y hay voluntad de que ocurra, ocurrirá. Igual que lo que está en el deseo, la ira y el cálculo". Y claro, no solamente esta frase, sino todo lo que pudo decirle a sus discípulos a lo largo de su vida, a sus esclavos, a sus amantes, y todo aquel con el que se relacionó oralmente, palabra por palabra, desde el primer balbuceo hasta el último suspiro inaudible, el silbido final del alma cuando expira el hombre. Sin posibilidad de vuelta atrás, corrección o error, porque incluso los arrepentimientos, los desmentidos y las rectificaciones ya están impresos y previstos, prefijados, antes de que el proceso biológico y energético de la vida ni si quiera esté por comenzar.


El sistema que provoca que nuestra boca no sea más que el canal por donde fluyen lo que está previsto que digamos es de tal perfección que el contenedor finito de palabras ligadas, con sentido, que nos ha sido reservado y propiciatorias de sus respectivas consecuencias incluye también todo aquello que tenemos la intención de decir pero que nunca decimos. De igual manera, se nos asignan por defecto, mucho antes del hilván de la silueta de nuestro ser, todas aquellas frases o conjuntos de palabras que decimos y nos pasamos la vida lamentando haber dicho.


Como todo lo que escribo es leído por mortales y el mortal es incrédulo por definición, soy perfectamente consciente de que, a no ser que haya un libro de por medio que testimonie autoridad o verosimilitud, nadie estará dispuesto a creer esta, no la llamemos teoría, sino certeza, verdad objetiva, constatación indiscutible que pueda competir casi con cualquier dogma religioso al uso. Así es que, en atención a los débiles de fe, no tengo más remedio que desvelar que, efectivamente, existe un único ejemplar en donde se recoge, fonema a fonema, desde que el hombre es hombre, todas y cada una de las oraciones que se han construido a lo largo de su escasa, insignificante y triste trayectoria refugiada en nuestro rincón perdido del universo. El libro, que se custodia en algún lugar ondulante de la quinta dimensión según la teoría de cuerdas, lleva por título “Enciclopedia Universal del Verbo”, y en sus millares y millares de páginas escritas se encuentran las culpas de todos los amores que en el mundo han sido; masacres, fortunas, ruinas, encuentros, desencuentros; lamentos e infamias; dichas y desgracias ocasionadas por una palabra o por un silencio que cobijó una intención muda. Es necesario advertir que "La Enciclopedia Universal del Verbo” contiene un índice, pero éste no es temático. La clasificación, el orden de sus páginas y de su contenido es estrictamente alfabético nominal. Por tanto, parece lógico pensar que sus autores pensaron más en las responsabilidades consagradas a cada individuo, en cuanto a lo que en un futuro se nos remite en decir, que en conceptos o acciones engarzados en cuerpos y órganos fonoarticulatorios.


Para aquellos que crean que somos dueños de nuestra existencia, guerreros de su propio destino, a la postre románticos derrotados por la simple evidencia de las respuestas, tengo también el deber de constatar que, evidentemente, “La Enciclopedia Universal del Verbo” no es un libro finalizado; que ésta se escribe constantemente, a cada momento, en cada instante de luz allá donde titile. Eso sí. Es del todo inútil creer que cualquier sonido con significado que surja de nuestra boca es producto de nuestra voluntad. Hay quien se resiste a admitirlo. Éstos deben saber que su rebeldía se indexó miles de años antes del nacimiento del mismísimo Prometeo. Ellos sabrán lo que hacen, o lo que dicen.


Vuelvo mañana

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Anatomía Forense (IV.Los ojos)


Pequeños, insignificantes, más bien vulgares, pardos y mal protegidos por unas pocas pestañas lamentables, lánguidas y mal dispuestas. Sobre ellos arquean rubias las cejas, perfiladas en leves , amables curvaturas, que apuntan hacia los extremos del rostro en donde las arrugas del recuerdo de la risa, de la luz cegadora del sol o del temblor de la vela sobre las letras mueren sobre las sienes ya blancas en surcos epidérmicos de tiempo.


¿De qué color tiene los ojos Max Estrella.? En la noche del esperpento la luz solamente brilla sobre las carrozas que trasportan a los muertos: es el sol que amanece en Madrid cuando triunfa la muerte; cuando el dolor del sueño cesa y la bohemia se retira a vomitar la zarandaja agriada de su rima, encabalgada a base de miseria, mezquindad, Rute y café de recuelo. Entonces no hay más luz que la del alba, porque las candilejas de la noche se limitaron a revelar las sombras de la tortura, el ahogo del grito libre, el trajín del amor venéreo, la corruptela y la hipocresía descarada.


La oscuridad del héroe, por donde a tientas camina España, ilumina el espejo delator, el claroscuro de la Historia, y nos refleja una caterva deforme que me representa y me persigue, porque me reconozco en su heredero. ¡Préstame tus ojos, Mala Estrella, que quiero ser “cesante de hombre libre y pájaro cantor”!. “¡Préstame tus ojos, para buscar a la marquesa del Tango” y dime, cráneo privilegiado, qué color nublado lucían tus pupilas cuando se apagaron después de alumbrar a ciegas la verdad grotesca de mi pasado, el patrimonio de mi herencia.!


Vuelvo mañana

lunes, 25 de octubre de 2010

Anatomía Forense (III.La nariz)


Sépticas, comunes y abisales. Cuando nos referimos a las nasales estamos haciendo uso de una metáfora errática y de muy mal gusto que se ha incorporado al habla alegremente, sin que nadie levante la voz ni proteste por ello. Es verdad que son dos cavidades oscuras, pero suelen ser pequeñas, como en mi caso, aunque recaben el aire y los olores del mundo bajo un apéndice considerable. De modo que a no ser que me encuentre en posición decúbito, por los orificios de una nariz pocas veces se vierte sustancia alguna, con la blanca excepción de algún estupefaciente. Llamarlas, sencillamente, agujeros de la nariz sería más correcto, o del hocico humano, de la napia, tocha, ñata o trompa; quicio de aromas, puerta del aire, madriguera vírica, alarma anti incendios, manantial de sangre delatora de ebriedades y mentiras. Es curioso cómo visto en un cráneo, despojado ya de carne y de todo signo de vida, el hueco que cobijó el aire del último suspiro recuerda la forma de un corazón invertido.

Yo me podría morir de nuevo, así, sin más, humilde y discretamente, sin hacer el ruido que hice, si pudiese escribir solamente media página, casi igual, o acercarme siquiera, a las que escribió Patrick Suskind en “El Perfume”. Por lo tanto, estoy convencido de que es absolutamente estéril, inútil y, además, muy frustrante, ponerse a devanarse la sesera en busca de la mejor manera de hablar de aromas, olores y esencias y todo lo que les acontece o pasa por las narices. Y dicho esto, punto y final. Porque también soy incapaz de olerme nada que contenga cierto fundamento futuro y garantía de cumplimiento. Cuando creo que algo me acecha, que algo va a ocurrir cerca o lejos de mí, cuando se encienden las alarmas dentro del mecanismo de prospección que la eternidad me ha dado, por lo general me equivoco. Y a veces me equivoco con tanto éxito que organizo embrollos de tal magnitud que suelen concluir en una gran tragedia.

Sin ir más lejos, el lío de mi muerte, que vino precedida, y en gran medida propiciada, por una sospecha errada. Dolores me hizo llegar, a través de mi buen amigo Ramón Ceruti, un aviso diciendo que venía a casa. Me olía que aquella tarde el amor de mi vida se comprometería conmigo para siempre y dejaría a su marido, y viviría conmigo la más hermosa y apasionada historia de amor que vieron los siglos. Le dije a mi criado que se tomase la tarde y la noche libre, que esperaba visita importante y necesitaba intimidad. “Desnuda, bañada y sola, ¿verdad señor?” Me contestó mi sirviente con su habitual mala educación. Me quedé solo y a la espera, ansioso, inquieto. Ramón, el día de antes, me dijo “Mariano, me huelo que Dolores ha tomado una decisión. Estos meses en Badajoz y Ávila la han dejado bastante, ¿cómo decirte? bastante necesitada de cariño. Así es que aprovecha la oportunidad. El día que le entregué el billete con tu petición le asaltó un brillo especial en los ojos. Después de responderme afirmativamente se llevó la nota a la nariz y aspiró profundamente”. Ante tales expectativas, ¿No tenía yo derecho a esperar lo mejor de aquella noche fría? ¿No era lo más normal auspiciar la sospecha más que fundada de que Dolores, por fin, se decidía a dejar al Cambronero? Inundé mi casa de amor: la fragancia de tres docenas de rosas, el efluvio de sándalo de la India quemando sobre unas pocas velas que dejé encendidas, el perfume francés que me apliqué en el cuello, y el cálido aroma de la madera que ardía en el hogar junto mi alma impaciente envolvía a toda la estancia en una atmósfera especial para propiciar el reencuentro y la reconciliación, para el amor y la pasión. Mientras esperaba escribía versos, me levantaba, miraba el reloj, escuchaba dar los cuartos en las torre de la iglesia, volvía a escribir.

"No te bastan los rayos de tus ojos;
de tu mejilla la purpúrea rosa;
la planta breve, la cintura airosa,
ni el dulce encanto de tus labios rojos
?"

Hasta que oí que la puerta se abría. Sonaron pasos arrastrados, algo desdeñosos y quien apareció a través del quicio del saloncito era mi criado. “Creo que me va necesitar, señor. Su sentido del olfato para estas cosas nunca ha sido muy afinado”. Le contesté de mala manera, le dije que tenía la certeza de que todo iba a ir bien e incluso le referí la intercesión de Ramon. “Menudo celestino que se ha buscado el señor. Otro que tal. Ni hablar, yo no me muevo de aquí. Estaré en la cocina por si me necesita”. Y no hubo manera de deshacerme de él. Yo sabía que se quedaba para husmear y ganarse después unos buenos maravedís explicando por ahí las crónicas de lo sucedido a porteras y amigotes. Seguí a la espera, nervioso, sin otra cosa que seguir escribiendo
¿“Tornas, infausto día,
trayéndole a mi mente
fortunas olvidadas
de tiempos más alegres
?”

Entonces noté que se abalanzaba sobre Madrid la noche profunda, silenciosa y gélida, y cuando más desesperanzado me encontraba, sonó fuerte la aldaba. Fue una llamada contundente, enérgica, de tres golpes secos que dejaron, tras el último, unos segundos de silencio y el ruido de los goznes mal engrasados al abrir, y la voz de mi criado anunciando a Dolores. A Dolores y también a su tía, una vieja insoportable de gran nariz abrujada que dejaba a su paso un olor a muerte rancia, y a orín seco mezclado con almizcles provincianos, lana húmeda y jabón de sosa.

Lo que ocurrió después ya es conocido. En más de una ocasión lo he relatado. No creo que valga la pena redundar. A veces, ahora que camino de nuevo entre mortales, alzo la nariz como un perro callejero para husmear en la memoria del aire la ilusión que desprendieron durante unas pocas horas unas cuantas rosas, el humo del incienso y la madera ardiente. Y es entonces cuando más envidio a Jean-Baptiste Grenouille, aunque al poco se difumina el deseo y me alegro de no poseer su fabulosa naturaleza, porque sé que así me ahorro el recuerdo del tufo de la pólvora y del hedor acre del alcohol de la mortaja.

Vuelvo mañana

lunes, 18 de octubre de 2010

Anatomía Forense (II. La oreja)


Es un laberinto. Son galerías, trincheras, pasillos dibujados en una espiral de relieves cartilaginosos, más bien fea, grande y rosada, por la que se desliza hasta el interior oscuro de un pozo sin eco el sonido de palabras, músicas, ruidos, susurros y, a veces, la voz de alguna musa despistada, de algún muerto que todavía nos quiere o de alguna malquerencia aguda que se hace notar. En ocasiones, es un buen soporte para esconderse: imprescindible, diría yo, para poder encajar sobre la cara, con ciertas garantías, una máscara.

Dicho lo cual, como de lo que se trata es de ser sinceros, es necesario afirmar con cierta rotundidad que el silencio no se oye. Está bonito decir el estruendo del silencio, el sonido del silencio, la explosión del silencio, leer la palabra en voz alta y percibir cómo sibilan las letras entre los dientes. Es entonces, y solo entonces, cuando se oye. Todo lo demás es impostura poética o engaño de los sentidos, y a estas alturas de la historia hay que ser muy ingenuo como para creer, por ejemplo, que cuando nos sumergimos bajo el agua oímos algo que no sea la llamada contra las sienes de nuestro oxígeno retenido, la medalla de plata que nos rodea el cuello, chocando ingrávida contra el pecho; el motor de un pesquero que vuelve, deprimido, a puerto o, si me apuran, el lejano o estéril socorro del ahogado en un naufragio, hundido ya sin remedio, su cuerpo hinchado como un pesado globo de carne muerta. Sin embargo, a efectos poéticos (simulacros de la verdad, ensoñaciones del lenguaje buenas para nada) es muy rentable decir que un servidor más cuatro aventajados vemos mejor por los oídos que por los ojos, por mucho que sólo sea un deseo porque, aunque inmortal, arrastro la condena del vidente y percibo el agua doméstica discurrir entre las tuberías de cobre cuando, llegada la noche, lo que me gustaría es cobijarme en la oscuridad sorda y espantar la pesadilla de una silla arrastrada, la mentira de una risa, el gemido de una puta, la traición que un día se revolverá contra quien la propició como un boomerang que silba al viento y que podría ser el mismo viento que ahora azota las velas del barco que surca los mares y me transporta al centro del fragor de una tormenta bajo la que pereceré asombrado escuchando humilde el estruendo colosal de los cielos al romper.


Y qué tendrá que ver todo esto con la anatomía, con lo que uno es y no es, con el hecho de aparentar, fingir o por el contrario revelar, descubrir, constatar, casi certificar: Poco a poco todo se andará, todo confluye en algún cauce, en algún surco o pasillo del laberinto cartilaginoso de la oreja resbalando hacia lo orgánico. Así es como pensaba esta misma noche sobre estas y otras cuestiones alrededor de mi compromiso, y por eso temía que a las primeras de cambio no se me entendiese. Ya era tarde. No se veía un Cristo por las calles. Algún ladrido lejano, el olor de la humedad sobre el suelo, los faros de algún coche solitario y el sonido de las botas mías marcando pasos lentos, casi arrastrados. A veces no sabemos ni nos preguntamos por qué decidimos hacer un gesto, mirar sin motivo alguno hacia un lado, rascarnos la cabeza sin sentir picor, o bostezar sin tener hambre, sueño o aburrimiento. La cuestión es que ese tipo de gestos inocuos, intrascendentes, puedan marcar nuestro destino y dirigirnos hacia un sentido u otro de la vida. Esa noche, sin motivo aparente, yo levanté la cabeza durante el paseo nocturno justo en el momento en el que caminaba junto a la valla del patio del colegio, que aparecía iluminado muy débilmente, casi entre tinieblas, por una única farola exhausta de luz cerúlea. Podía distinguir perfectamente la silueta del edificio que cobijaba las aulas. Junto a la sombra oscura de la fachada, como un animal herido, reposaba en aquel rincón del patio, una pelota blanca, mal iluminada en su hemisferio visible por la luz anoréxica. Alumbrada de aquella manera, sola y en medio de aquel páramo escolar, la pelota blanca me pareció un planeta exiliado en el confín más apartado del universo que agonizaba al unísono y junto al sol que lo germinó. Era la imagen perfecta de la desolación: el objeto del deseo de centenares de chiquillos que día tras día enloquecen el aire y el espacio con su griterío, con el ir y venir alocado y excitado, energético, agotador; el juguete más universal y versátil abandonado en el mismo lugar que, en ese momento de la noche en el que yo lo contemplaba, bien podría ser el terregal oscuro de un barbecho eterno. Allí parado, viviendo aquel espectáculo de soledad entre tinieblas, me di cuenta de que no se oía nada. Yo había dejado de caminar. Los perros ya dormían y yo, por no profanar aquel silencio, casi dejé de respirar. Fue al distraerme un instante con la vaharada gris que surgía de mi boca cuando empecé a escuchar un débil sonido, un susurro, que poco a poco, de una manera progresiva, sin pausa, se iba haciendo más audible, más fuerte, in crescendo. Al principio pensé que se trataría de una ilusión, del efecto de la situación, de la ensoñación que, seguramente, yo mismo había provocado; imaginaciones mías, consecuencia de andar siempre de noche y con la cabeza agachada. Pero no tardé mucho en darme cuenta de que el sonido era real, y de que a medida que pasaban los segundos se iba haciendo tan presente, constatable y consistente que pensé que, de un momento a otro, los vecinos abrirían alarmados las ventanas y la policía no tardaría en llegarse hasta la puerta del colegio para investigar el misterio de su procedencia. Nada de eso. Parecía que solamente yo estaba siendo testigo de aquel acontecimiento. De repente la luz de la farola se apagó y el patio quedó a oscuras. Ya no podía ver la pelota y distinguía la silueta de la fachada porque aparecía recortada contra la luna creciente. El patio del colegio era como un lago negro. El ruido persistía. Totalmente a oscuras, en la humedad de la medianoche, decidí echarle valor y permanecer allí hasta desentrañar la naturaleza de aquel fenómeno. Pero pasaron las horas, largas, en incertidumbre, sin que pudiese llegar a conclusión alguna. Así que cansado, tenso y aterido, definitivamente renuncié a saber lo que me era negado conocer. Volví hacia casa y antes de entrar me invadió una extraña tristeza que me acompañó hasta el momento en que me metí en la cama. El sueño fue haciéndose conmigo y me dormía en la misma pesadumbre con la que entré hasta que una luz fugaz de clarividencia, que seguramente refulgió gracias a ese raro sentimiento afligido, fue a darme con la resolución del misterio. No podía ser otra cosa que el ruido de la memoria, el eco acumulado de los momentos felices de libertad con fianza que miles de niños vivieron en aquel patio o, quizás, por qué no, el quejido producido por el dolor de la nostalgia que, calladamente, en una especie de intimidad compartida, cómplice, pero sin verbo, padecían a diario todos aquellos que entonces dormían al abrigo de melancolías aparentemente resueltas. De modo que, quizás, la experiencia que viví y que acabo de notificar invalide por sí misma la primera afirmación de este texto. El silencio se oye.

Vuelvo mañana

martes, 12 de octubre de 2010

Anatomía Forense (I. Introducción)

Cuanto más se esconde alguien mejor revela quién es. La principal función del disfraz o del camuflaje es escamotear la identidad de quien los viste, aunque dicen más de ellos (de aquellos que se esconden) que la propia verdad mostrada a sus semejantes sin complementos, la cual, habitualmente y a su vez, es sofisticado ardid, trampa o camelo, una suplantación reflexiva, pura apariencia racional con la que se nos muestran presencias reales, vidas de carne y hueso, que se mueven, respiran, hablan y piensan en un espacio, durante un tiempo, por lo general limitado. No hablo de la filosofía de la existencia. Hablo de anatomía humana, de fisiología de la verdad; de lo que de cierto hay en los rostros y en los cuerpos con los que nos relacionamos; o por el contrario, de aquello que de falso y aparente, hipócrita y bisutero hay en el respirar y expirar de las vidas que vemos discurrir mostrando y ostentando una especie de contrato colectivo , a través del cual, con nuestra firma y la certeza recíproca de todos, creemos y creen, y damos por cierto todo lo que vemos a la luz y oímos al viento.

Si no se me ha entendido, lo conveniente será explicarme mejor. Yo nací un 24 de Marzo de 1809 en la madrileña Cuesta de Ramón. Desde entonces hasta ahora he tenido la oportunidad de vivir tres vidas y durante estos 200 años de eternidad jamás he mostrado mi rostro a nadie. No me ha sido demasiado difícil. Se trata, sencillamente, de ser quien soy según el contrato social que todos respetamos solidariamente y que nos obliga a no ver más allá del color de nuestra piel, de no oír más allá del timbre de nuestra voz, y claro, de acurrucar el corazón y el alma en el cobijo más oscuro, a salvo de miradas y aspavientos. De manera que creo estar en condiciones de afirmar que de mí sabe más mi criado de lo que jamás supo la simple Pepita, que mis pobres hijas, o incluso que mi editor, siempre tan soberbio y tan seguro de la eficacia de su psicología tabernaria. (Dolores supo de mí, me vio desnudo, vivo, casi radiografiado, y sin embargo se empeñó en vestirme con el mismo disfraz que todos lucían.).

Así es que, después de la mortaja decidí que ya no tenía sentido respetar contrato alguno y aunque arrastro como penitencia impuesta por los dioses la impertinencia de mi criado igual que roca encadenada a un anillo, puedo asegurar sin petulancia, ni vanidad, ni valentía legionaria, que ejercito a diario la verdad a través de la máscara de mi sombra. De modo que no me queda más remedio que asumir lo inevitable y confesar que toda esta andadura a través del páramo de los hombres no ha sido más que estiércol volcado en mármol, tiempo derrochado, una eternidad desperdiciada, la existencia malograda de una caricatura de mí mismo dibujada sobre el cielo del Parnaso en contra de mi voluntad, a costa de una historia que a nadie debería importar, por la que llevo pagada sufrimientos del alma, sed de amor, ausencias tormentosas, nostalgias insomnes, méritos inmerecidos y el peso de una época vacía, de talento impostado, y de arte oportuno, cuando ahora, como entonces, no hay más que monstruos al acecho.

Y por eso es por lo que me voy a practicar la autopsia. Me tumbaré en al altar forense bajo el frío de la luz reveladora y, cada cierto tiempo -días, noches, apenas instantes separados por suspiros- se irán desmenuzando sobre el pergamino pedazos de mi anatomía, que no de mi verdad, pues es con ésta con la que convivo desde que mi placenta fue arrojada a los escombros.

Vuelvo mañana
La fotografía corresponde a la escultura de Miquel Barceló titulada "Pinocho Muerto"

miércoles, 6 de octubre de 2010

Jennifer entre paréntesis


Hoy he ido a la peluquería. Sentado en el sillón peluquero, con la cabeza siempre humillada, igual que un lehendakari ante Dios, poco a poco he ido viendo cómo, a su paso, las tijeras inmisericordes manchaban de paréntesis el suelo ajedrezado sobre el que se precipitaban. Si caían sobre las baldosas blancas, se distinguían perfectamente; cuando lo hacían sobre las negras, apenas sí se podían ver. Y es que en las peluquerías hay pocas cosas por hacer. Escuchar, participar de la conversación o sencillamente dejarse llevar y esperar paciente a que acaben con nosotros. De manera que mientras la peluquera evolucionaba sobre mi cabellera, me distraía mirando paréntesis largos, algunos más cortos, y otros gruesos y mojados, que eran los de más reciente caída. Éstos últimos, los húmedos, al poco tiempo se secaban y su color cambiaba y volvían al blanco canoso de mi cabello, de modo que en ausencia de humedad se podían ver mejor sobre las baldosas negras. Pero no todo eran tamaños, o colores. También veía paréntesis enmarañados en una suerte de pelusa etérea, ligera, como la que suelta un junco, que planeaban sin dificultad por entre el aire lacado del local y se posaban bajo el sillón de otro cliente cuando la joven aprendiz pasaba de un lado a otro con las revistas bajo el brazo o portando el café, solícita y tímida, a alguna clienta de corte diario. Con todo, los que más me llamaban la atención eran los paréntesis que reposaban en el suelo enredados entre sí, igual que amantes pegajosos, besucones eternos que han perdido el pudor porque su misión en la vida es permanecer unidos unos juntos a otros; éstos casi parecían bucles, el recuerdo de un rizo púbico, un interrogante final de frase, la arruga de una sábana, el cuello de un cisne, o la sombra, el rastro, el despojo, que debería dejar un gemido.

(Dicho esto, ahora se hace necesario distinguir las funciones de los diferentes tipos de paréntesis que existen. (Quizá lo mejor sea explicarlas de una manera práctica.) Una función podría ser la que ahora mismo practica la jovencísima aprendiz, que viendo que toda la clientela estaba provista de sus revistas y que las oficiales no reclamaban la limpieza de su espacio, ha decido esperar órdenes junto a la puerta (ojos enormes, altura de modelo, pintadísima, y no más de 20 años. Seguro que recién salida de la academia). Pero a los dos minutos, un hombre con el casco de motorista puesto (sabía que era un hombre por la manera de andar y por la voz, que sonó grave, hueca, embutida) ha entrado en la peluquería con un gran y hermoso ramo de flores en la mano y ha dicho “esto es para Jennifer, ¿quién me firma?” (Me pregunto cómo se llamará Jennifer cuando cumpla 60 años). Y entonces me he enterado del nombre de la joven aprendiz, porque ha dado tal respingo y ha gritado con tanta alegría “¡mi novio, mi novio!” que los paréntesis de pelusa etérea que rodeaban el sillón donde yo estaba sentado han echado todos a volar, formando una especie de neblina a media altura que solamente yo parecía ver. (La mayor parte de la clientela se dejaba hacer con los ojos cerrados, difamaba a una vecina, o esperaba bajo extraños hornos eléctricos leyendo fotos de princesas, palacios de vagos o noviazgos en venta). Pero la peluquera que a mí me tocó en suerte sí que oyó a Jennifer, y en el momento en el que deslizaba (distraída) la cuchilla sobre la piel de mi nuca (que era cuando mi cabeza más se humillaba) le dijo “chica, qué suerte tienes: novios como el tuyo ya no quedan. Consérvalo por muchos años”. (La voz de mi peluquera era aguda, sus manos suaves, y olía al sudor de una jornada completa cortando paréntesis y precipitándolos al suelo). Jennifer preguntó si podía firmar ella misma el albarán del mensajero y “claro mi niña, si es para ti”, fue lo que alguien le respondió. Así que estampó sobre el papel un sello, e inmediatamente después introdujo su nariz en el ramo, y aspiró, y dijo “no sé a qué huelen, pero huelen bien”. (Deberían oler a margaritas, porque el ramo estaba compuesto por unas cuantas docenas de margaritas de muchos colores envueltas en papel de cebolla y atadas con lacito rojo. (Porque, claro, la pregunta no es baladí ¿a qué huelen las margaritas dentro de una peluquería?). Jennifer estaba encantada. Lo miraba y lo miraba y yo vi a través del espejo cómo mi peluquera la miraba a ella y me pareció distinguir en sus labios, en un instante, una mueca ambigua, casi imperceptible, de alegría ajena o propia tristeza contenida). “¿Y ahora qué le tengo que decir? ¿Qué es lo que se hace cuando tu novio te regala flores?”, preguntó entre ingenua y preocupada la muchacha. (Los ojos muy abiertos, temblor en las manos, los pies inquietos, la voz sin control). “Pues cuando le veas, le das un beso”, respondió mi peluquera antes de dejar la cuchilla en la bandeja, poner las manos sobre mis pómulos, levantarme la cabeza y preguntarme si “así de corto estaba bien”. Estaba bien. Quise decírselo a través del espejo, pero ya no pude verla porque, aunque me escuchaba, no dejaba de mirar las flores, al tiempo que me anunciaba muy amablemente que su trabajo conmigo había concluido y que podía pasar por caja. Mientras pagaba, Jennifer dejó sobre una silla las flores, cogió una escoba y barrió todos mis paréntesis. Ya estaban todos secos, blanquecinos, y ahora parecían mechones esparcidos de mi pelo que sin ofrecer ninguna resistencia irían a parar en unos segundos al cubo de la basura (dada la hora, probablemente sería el último trabajo antes de que Jennifer besase a su novio en el rincón más discreto de alguna cafetería, mientras en algún otro lugar (seguramente no demasiado lejos) la nostalgia de ilusiones lejanas llenaría de tristeza disimulada el espacio en donde caen, igual que pedacitos de cabello blanco, las noches y los días) )

Vuelvo mañana

jueves, 30 de septiembre de 2010

El juego de la ausencia


Me gusta poner un disco y de inmediato salir a hacer un recado, a comprar, por ejemplo, el pan para la cena. Es como si en mi ausencia, debida a una sencilla necesidad doméstica, algo esencial y único tuviese lugar en el espacio en el que habito, para lo cual fuese necesaria la soledad, el vacío del alma y del cuerpo entre las paredes en las que discurro mi existencia.

De manera que, mientras intercambio algunas bromas con el panadero, palpo la barra de cuarto, y huelo el recuerdo del calor sobre la masa de harina, en realidad lo que hago es disfrutar de la certidumbre del momento justo en el que están sonando en mi casa, sin mi presencia, sin nadie que los escuche, virtuosos violines agudos frente al sillón vacío ocupado solamente por el olvido, la memoria reciente del hambre, la huella de mis horas sentado y cierto sentido estúpido, raro o loco, de la libertad, del desorden o de la diversión, de un juego en el que ejerzo el papel de un dios extraño un tanto despistado y simple.

El corazón de un gran bosque, la profundidad abisal de los mares, el interior de la cueva más oscura, el centro ardiente del desierto son tan reales como el universo que los cobija, aunque no hayan conocido jamás el aliento de los hombres. Sin embargo disfruto como un chiquillo al saber, mientras doy la tanda en la panadería, que aunque "El Otoño" de Vivaldi está sonando en mi casa, en realidad no es así, porque nadie lo está escuchando. Pero al mismo tiempo sé -y esta es otra gracia del juego- que la música se está colando como agua en la tierra donde viven mis plantas; que se impregna en las cortinas, o resuena entre las páginas de un libro abierto que nadie lee, cuyas páginas por tanto, tampoco existen. Que las notas más agudas se quedan colgadas de los cuadros, y las más graves se depositan suaves, templadas, sobre el suelo, como una nube de humo blanco y espeso, como niebla cálida sobre el río. Y que, seguramente, en el momento más débil de un movimiento calmato, molto tranquillo, cuando la música no es más que un susurro casi inaudible, alguna nota inconsciente, con vocación aventurera, aprovechando el abandono de mi hogar, se deslizará por entre la rendija de alguna ventana mal cerrada y rodará hacia la calle y vivirá unos pocos segundos entre la indiferencia de los transeúntes.

De todos modos, lo mejor de jugar a las ausencias con la música es la vuelta a casa. Puede que al entrar el disco haya acabado. Entonces todo es silencio, un silencio platónico, ideal; el no ruido, el nacimiento de toda soledad, la avalancha de un peso sordo que resuena como la caída de una gran montaña, el golpe unánime de los océanos contra la tierra. De ahí que esta no sea la manera más óptima de finalizar el juego, porque la expectativa de la música se frustra con la estridencia del mutismo y entonces me parece que me adentro en el atrio de un mausoleo. Si este es el caso, me veo obligado a abrir todas las ventanas y dejar que el fragor de la calle se lleve el aire silente. Alguien dirá que queda el recuerdo de la música que sonó, pero no es así, porque la música carece de memoria. Por eso el mejor momento del juego llega cuando al entrar en casa puedo oír todavía a los instrumentos tocando sabios, armónicos, y a todo volumen. Es entonces cuando me parece ser un pequeño dios que detenta el poder de la resurrección, creador de sonoridades, artífice de cadencias, alfarero del ritmo, descubridor de polifonías, porque gracias a mi sola presencia, ese es el instante en el que "El Otoño” vuelve a la vida.

He intentado el mismo juego con la Historia, pero ocurre como con la música, que en ausencia humana no hay recuerdos, ni memoria. Sólo algo ligeramente similar: un minuto de nostalgia, cierta melancolía y algún llanto sentido que no bastan para resucitar un tiempo en el que ya no estaba y que jamás podré convertir en real porque esos son, todos, sentimientos ajenos y mucho me temo que poco sinceros.

Vuelvo mañana

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Zapatitos para un ataque de gota


Poco después de que Pepita y yo nos casásemos, un buen amigo me trajo de Paris, recién salido del horno, “Rojo y Negro”, la novela del francés Henri Beyle, alias Stendhal. La leí en tres noches, mientras Pepita me reclamaba continuamente desde la cama. Siglo y medio después vuelvo a las andanzas de Julien Sorel en la corte parisina de la Francia de la Restauración. Julien Sorel -que con el paso del tiempo se ha convertido en el Pijoaparte decimonónico, en el padre literario de Manuel Reyes- es, para entendernos pronto y bien, un trepa plebeyo, un héroe novelesco que sacrifica sus sagrados principios liberales y todo lo que haya que sacrificar, en aras de su ascenso social. Y durante páginas y páginas, mal que bien, el héroe se va saliendo con la suya. Además de aprender las más sofisticadas estratagemas para ganarme un buen día un puesto ejecutivo en una multinacional (a una subsecretaría tampoco le haría ascos), le tengo que agradecer a la sabiduría literaria de Stendhal el haberme dado la oportunidad de entender con su obra algunas cuestiones rigurosamente contemporáneas que me tenían en un sinvivir. Porque el capítulo VII del libro II de la novela, titulado “Un ataque de gota”, es un oráculo que vaticina, con casi dos siglos de por medio, ambiciones, traiciones, e hipocresías que hoy nos afectan a todos. O quizá sea, sencillamente, como ocurre tantas y tantas veces que, a pesar de los años, todo sigue igual y nunca aprendemos nada.

La nobleza ha gozado durante siglos de las mejores viandas de la tierra, de los cielos y de los mares. Los aristócratas de la vieja Europa se han puesto hasta las trancas de comer las carnes más rojas, de chupar los mariscos más grandes y de beber los vinos más añejos. Por eso, cuando alcanzaban cierta edad, sufrían del mal de la gota, porque el ácido úrico se les rebelaba cristalizando en dolorosos trocitos de cerámica orgánica que se depositaban en cualquiera de los dedos pulgares de los pies y les mantenía quietecitos, durante semanas, aposentados en sus sillones, con un humor de perros. De ahí que los vasallos, servidores y nobles inferiores a su rango, se cuidasen muy mucho de contrariar al señor en esos días. Hoy la aristocracia la forman los directivos de los grandes bancos y 50 apellidos que mueven a golpe de teléfono ingentes cantidades de dinero de un lugar a otro del planeta, conscientes de que juegan con el futuro de centenares de millones de personas. Estos duques, marqueses, condes y vizcondes de nuevo cuño, se levantaron un buen día con un dolor terrible en el dedo gordo del pie a causa del atracón terrible de dinero que se habían dado durante unos cuantos años. Y para que se les calmase el dolor y volviesen a estar de humor, descolgaron el teléfono una vez más y mantuvieron una breve conversación con el gobernante de turno, confiando que gracias a su pusilanimidad y servilismo, el remedio sería inmediato y además rentable.

El señor de La Mole, para quien trabaja Sorel en París como secretario, sufre un episodio de gota en el capítulo de la novela al que me he referido. Con la intención de entretener sus días en cama, el Marqués de la Mole decide establecer conversación con él y, con el fin de que el trato pueda ser de igual a igual, sin que pierda por ello autoridad frente al lacayo, le propone a Sorel que, llegada la noche, antes de cenar, se cambie el sobrio traje negro de secretario por un noble traje azul, de modo que así tendrá la sensación de que habla con el hijo de un duque amigo suyo. Sorel, claro, no tiene más remedio que acceder, y pronto encuentra las ventajas del curioso juego. Es más, según relata Stendhal, “las atenciones del marqués le resultaban tan aduladoras al amor propio, que pronto, a pesar suyo, sintió una especie de cariño hacia aquel anciano amable “.

Más de 150 años y 30.000 millones de euros después, estos mismos hechos se han vuelto a producir, y no precisamente en casa de ningún noble, sino en el palacio en donde vive quien nos prometió gobernar para los más débiles. A nuestro Sorel nacional, encarnado en la figura de Zapatero, no sólo le han cambiado el flequillo, las cejas y el nudo de las corbatas. También le han cambiado el color del traje, y también le ha cogido cariño a esos tipos tan amables del otro lado del teléfono después de un par de charlas con ellos. Estoy por pensar que, incluso, ha renunciado a sus principios, ahora que se acerca su jubilación forzosa, para poder ubicarse con comodidad en algún consejo asesor de alguna gran multinacional, tal y como ya hiciera su correligionario Toni Blair.

Tengo un amigo que a Zapatero le llama Zapatitos. Me hizo mucha gracia el apelativo porque revela de un modo simple y rotundamente explícito el carácter de la acción de gobierno del presidente español durante estos últimos meses de crisis, y su pusilanimidad frente al ataque y al chantaje de los grandes capitalistas que, como todo el mundo sabe, han puesto el peso del sacrificio en las espaldas de los trabajadores después de haberse inflado a dinero y de haber esquilmado las arcas públicas -que son nuestros ahorros colectivos- para añadir así un plus a su indecente cuenta de resultados. A estos tipos, que tienen nombre y apellidos, les ha entrado un ataque de gota, se han puesto insoportables, y han llamado a Zapatitos para calmar sus humores y poder reírse un rato viendo cómo su secretario, todo vestidito de azul, desmonta el estado del bienestar y cercena, uno a uno, derechos conquistados con mucho esfuerzo por el sacrificio y la lucha de hombres y mujeres alentados por sus abuelos ideológicos. Sin embargo él, tan coherente y justo con sus decisiones, ha reflexionado en silencio consigo mismo y después de llegar a la conclusión soreliana de “la desigualdad del duelo entre el poder y una idea”, ha decidido, como su predecesor Julien, que “no tiene importancia. Tendré que acabar haciendo otras muchas injusticias si quiero llegar arriba, e incluso saber taparlas con hermosas palabras sentimentales”.

Vuelvo mañana
Este blog se cierra durante la jornada de huelga general del 29-S

viernes, 17 de septiembre de 2010

Desde el más profundo de los respetos


(Llueve con tanta fuerza que la calle se ha convertido en un torrente sin control que todo lo arrastra a su paso. Relampaguea y truena. Estoy agazapado tras el cristal lloroso viviendo la tormenta)

"Ante todo, res pe to". Eso es lo que han declarado Zapatero y los demás presidentes de la Unión Europea con respecto a la regañina que la comisaria Reding le ha endosado a Sarkozy. Con todo el respeto del mundo, y gracias a la educación en latín que se me ha dado, me permito dirigirme a sus ilustrísimas, presidentes de los países de la Unión Europea, y rogarles muy encarecidamente que se vayan sin más dilación y con urgencia a la mierda; que les follen, que les jodan, que den gracias de que sus santas madres no hayan cerrado las piernas en el momento de parirles, y que me las den también a mí, porque si no fuese porque soy un firme defensor de la presunción de inocencia, a estas alturas ya les habría llamado hijos de la grandísima puta. Cabrones lo son un rato, un poco menos que bellacos, atropellaplatos, pendejos, mamones, zorrones, putos fachas de mierda, chupapollas, lameculos, cagaos, chulos de playa, cabezahuecas del kkk con aires de ilustrados, más cobardes que las ratas, más falsos que el alma de judas, interesados, mentirosos, hipócritas, racistas, clasistas, homófobos, xenófobos. No os salvais ninguno. Todos, con todo el respeto del que soy capaz de expresar, deberíais vivir en pocilgas, en el más oscuro y hondo rincón de las cloacas, y de vez en cuando, cuando nosotros, los ciudadanos del mundo, lo decidiésemos, os sacaríamos a pasear por las calles de la vieja Europa y así oleríamos el hedor nauseabundo que dejáis a vuestro paso a traidores, a nazis, a fascistas, a indolentes, y pusilánimes.

Para vuestro jefe, Sarkozy, unos de los más grandes hijos de puta que campea en el mundo, tengo el encargo de ofrecerle los respetos y afectuosos saludos de parte de unos cuantos gitanos, con la más respetuosa de las intenciones, faltaría más:

Mal fin tenga tu cuerpo y permita Dios que te veas en las manos del verdugo. Que te arrastres como las culebras, que te mueras de hambre, y que los perros te coman. Que malos cuervos te saquen los ojos y repartan la bola entre buitres hambrientos. Mal dolor te den, que acabe con la muerte del grillo, con los cuernos retorcidos. Que te pudra una sarna perruna. Que la Bruni te ponga los cuernos. O mejor, que mis ojitos te vean colgado de la horca y que sea yo el que te tire de los pies, y que los diablos te lleven en cuerpo y alma al infierno. Ojalá te cicatrice el ojo del culo. Que te enrabe un sifilítico y asín te se caiga la picha a trozos. Que todo lo que robes te lo gastes en medicinas. Asín te mueras tu, y tu papa, y la puta que te atrapa. Asín cagues sandías enteras con el rabo y todo. Me cao en tu estampa, me cago en tu sangre, y me cago en tus muertos pisaos. Me jiño en la puta vieja que te cagó y en tu descendencia. Pleitos tengas y mal càncer te entre.

Presidente Sarkozy, maldita sea tu estampa.

(Ya ha escampado. Parece que el agua vuelve a su cauce. El cristal ha quedado marcado con las huellas secas del discurrir loco de la lluvia. Sin embargo, dentro de mí sigue la tormenta)

Vuelvo mañana
Si no han cerrado este blog

martes, 14 de septiembre de 2010

Tarzán y Dios


Pocos meses después de mi nacimiento, José Mª Blanco y Crespo, Canónigo titular de Cádiz, igualmente desconocido como José MªBlanco White, se exiliaba definitivamente a Inglaterra, hacía apostasía del catolicismo y abrazaba la Iglesia anglicana, confesión que finalmente terminó por abandonar. Para quien no le conozca debo decir, en honor a la verdad, que yo me llevé la fama y Blanco White cardó la lana. Su obra, por muchos esfuerzos por rescatarla que en su día hiciese Juan Goytisolo, todavía sigue escamoteada, amagada, enterrada en décadas de olvido ignominioso en pleno siglo XXI, y contiene las líneas más desgarradoras y verdaderas que un español haya podido escribir en relación a su patria, a su alma, a su espíritu, al momento histórico, político social que vivió y que le llevó primero al compromiso valiente con la verdad que expresaba, después al amargo exilio y, ya muerto, al olvido perpetuo de su obra y de su pensamiento . Ni siquiera sé si permanece en catálogo lo único que se ha publicado de él en los últimos 40 años: "Obra Inglesa de Blanco White", una selección crítica a cargo del mismo Juan Goytisolo en la editorial Seix Barral editada tres veces, en 1972, 1974 y 1982. Para quien dé con este libro y pueda leerlo, verá que mis articulitos, tan populares, seguidos, celebrados y mejor pagados, se quedan en voz de falsete al lado de la potencia reveladora, de la sinceridad biliar y de la impotencia atormentada con la que este coetáneo mío se expresó en uno de los momentos claves de nuestra historia moderna.

Esta última semana me he acordado cada día de él. Me he acordado de José Mª Blanco White cuando he leído y he visto, allá por donde he mirado, al ya celebérrimo pastor de Florida berreando su filia por el divino fuego destructor y a los seguidores más elementales del islamismo fundamental berreando a su vez, más fuerte si cabe, gritos fanáticos –igual de fanáticos- de muerte al cristiano. Y me he ido a buscar alguna de las recetas y reflexiones del escritor sevillano contra el fanatismo religioso . “El dogma de un juez infalible es la fuente auténtica del fanatismo y quien quiera que crea de verdad en él es necesaria y conscientemente un perseguidor. Los hombres organizados en una corporación como profesionales de la ortodoxia, resistirán y castigaran por todos los medios cualquier tentativa de disolver el principio vital de su unión. Y como todo otro organismo político, una Iglesia ortodoxa advertirá fácilmente que nada aglutina mejor a las agrupaciones humanas que su oposición a las demás. De ahí el hecho de que la condena de los demás es el alma verdadera de la ortodoxia.” Esto se escribió a principios del siglo XIX, y desde entonces no hemos aprendido nada. De hecho, si Blanco White lo escribió fue, primero porque sufrió en sus propias carnes y en las de su familia, los efectos del fundamentalismo; porque vió a mucha gente sufrir por la misma razón, en aras de unas creencias que él debía de defender y, seguramente también, porque era consciente de que hasta entonces, desde los albores de la civilización, tampoco habían aprendido gran cosa.

Yo recuerdo tardes de sábado invernales, en la infancia de mi tercera vida, al calor de la estufa catalítica de butano, comiendo pan con chocolate y viendo pasmado películas televisadas en las que se desarrollan historias de tiempos lejanos; en las que podía ver civilizaciones ignotas, perdidas en el tiempo, donde se producían escenas protagonizadas por miles de personas que en una especie de catarsis colectiva aclamaban, fanáticas, a su dios, representado en una gran estatua de cartón piedra bajo la cual se solía sacrificar a una joven dama, a un niño o al extranjero de turno, para deleite y admiración de todos los ciudadanos allí presentes, que alcanzaban el paroxismo y casi al éxtasis una vez consumado el sacrificio. A veces llegaba Tarzán a tiempo -el héroe blanco -y les aguaba la fiesta a los nativos, levantaba al brujo en volandas y lo lanzaba altar abajo. Yo, en mis cortas luces de niño impresionable, pensaba que eso que veía era cosa del pasado, muy pasado, de una época cuando el hombre todavía no sabía cosas que en nuestra contemporaneidad ya sabíamos y que, por tanto, nunca, nunca, volveríamos a ser así, como los salvajes fanáticos a los que ahuyentaba Tarzán. Y además pensaba - ¡qué de cosas extrañas se le pueden ocurrir a un niño!- que si el avión en el que viajaba Tarzán se estrelló en la selva cuando apenas era un bebé, no estaría bautizado, y que por tanto no era probable que conociese a Dios ni su idea. ¿Creía Tarzan en Dios? Es una pregunta que todavía me hago.

Pero pasa el tiempo y, efectivamente, uno asume que despues de miles de años sobre la tierra, no hemos aprendido nada, y que lo que un día parecía ficción, lejana ficción histórica, no sólo no lo es sino que además es absolutamente vigente. Si le damos un vistazo al estado del catolicismo en España nos encontraremos, sobre todo, con los neocatecumenales de Kiko Argüello, próximos a las cortes de las dos familias reales españolas, la Borbón y la Aznar-Botella. También contamos con el Opus Dei, del que sobra dar explicaciones al respecto de su posicionamiento en todos los estamentos sociales y de poder. Si miramos hacia el centro del imperio, según una encuesta de la cadena ABC realizada en 2004, el 61% de los norteamericanos cree a pies juntillas el relato bíblico del Génesis, el 60% en el Diluvio Universal y el 64% que Moisés separó las aguas del Mar Rojo. Según una encuesta realizada por la organización Harris, siete de cada diez estadounidenses creen que los milagros son una posibilidad realista. El 71% de los estadounidenses pide más influencia religiosa en la vida y en su gobierno. El 67% piensa que su nación es cristiana, un tercio pide que se tenga en cuenta a la Biblia para hacer leyes y el 69% afirma que los liberales (demócratas) han ido demasiado lejos al intentar mantener la religión fuera de las escuelas. Estas cifras escalofriantes proceden de la encuesta Pew y todas, incluida esta última, las he copiado del libro “El pensamiento secuestrado”, de Susan George, un libro, creo, imprescindible. No conozco datos al respecto de las creencias en los países del Islam, pero la realidad no debe estar lejos de la americana. Este es el panorama, sin películas, sin figurantes, sin cartón piedra y sin Tarzán. De modo que es previsible que el Pastor de Florida no sea más que una de tantas expresiones fanáticas occidentales que nos quedan todavía por ver.

Por eso he visitado de nuevo las páginas de Blanco White, para que me ilumine. El heterodoxo español más olvidado decía a principios del siglo XIX, que “el mayor paso que la sociedad debe dar ahora es […] aprender a actuar de acuerdo con el principio de que todo, en el hombre y sus preocupaciones, es progresivo y nada puede ser encerrado para siempre en las mismas formas, a menos que destruyamos en seguida la vida que lleva dentro”. Leámoslo tres veces seguidas, despacio. Respiremos, pensemos, integrémoslo en nuestro organismo y ,a continuación, pongámonos en la piel de un hombre que vivió y narró en los primeros días de la invasión francesa lo que a continuación se puede leer:

“[…]Los vecinos, al oir las relaciones de lo ocurrido en Madrid y la noticia de la insurrección de las principales villas de su propia provincia, se congregaron un día bajo la casa del alcalde, esgrimiendo cuantas armas habían hallado a su alcance, como hoces, picos, y otros aperos de labranza. Muy felizmente para el buen magistrado, los insurgentes no abrigaban queja contra él y, al acercarse a la rústica muchedumbre, salió confiadamente a su encuentro. Tras obtener, no sin grandes esfuerzos, el derecho a hacerse oir, el alcalde quiso informarse de sus deseos y propósitos. La respuesta me parece sin precedentes en la historia de los motines: ‘Lo que queremos, señor, es matar a alguien’, dijo el portavoz de los insurrectos. ‘en Trujillo han matado a varios, en Badajoz a uno o dos más, en Mérida a otro, y no podemos ser menos que nuestros vecinos: queremos matar a un traidor[…]

Vuelvo mañana

martes, 7 de septiembre de 2010

Quo vadis formica


Somos bastante hipócritas con las hormigas porque, aunque todos admiramos su capacidad para el trabajo, el respeto escrupuloso que profesan a las jerarquías, el modo tan eficiente de comunicarse, de organizarse, y la sorprendente eficacia para encontrar oportunidades en los rincones más insospechados, la verdad es que, cuando vemos una larga hilera negra que se dedica afanosamente a sus quehaceres no dudamos en poner sobre ella nuestras pezuñas, o en descargar sin piedad nuestro arsenal químico de destrucción masiva, aun a sabiendas de todas y cada de sus virtudes.

Este verano ha sido, con respecto a mi humana fobia y desdeñoso desprecio hacia la vida de las hormigas, mi verano San Pablo, mi verano Quo Vadis. He sido testigo de uno de los momentos únicos en la historia del estudio de estos insectos. Lo siento mucho por la ínclita nacional geográfica y por la división de ciencias de la naturaleza de la bebecé, pero será esta humilde bitácora la que dentro de unas líneas va a desvelar, en rigurosa primicia mundial, la estrecha relación que viven las hormigas con la literatura desde que el ser humano descubrió el placer de leer a la sombra de un algarrobo, recostado sobre la hierba, sin más preocupación que la de espantar las moscas, esquivar el sol y no atragantarse con el hielo que enfría el ron añejo.

El caso es que una tarde del mes de agosto leía con admiración y tristeza, placer y congoja, una de las muchas discusiones que mantienen en la amargura perpetua al matrimonio que protagoniza "Tendidos en la oscuridad", la primera novela de William Styron. A veces, entre párrafo y párrafo, me veía obligado a detener la lectura porque alguna hormiga ya crecidita se encariñaba con uno de los dos pulgares de mis pies y clavaba las pinzas de sus mandíbulas en la piel, de manera que tenía que dejar el vaso sobre el césped y casi sin apartar la vista del libro me veía obligado a dirigir descuidadamente mi mano hacia el dedo atacado. Entonces, sin preocuparme ni un poquito por el aspecto de la futura víctima, la aplastaba de un manotazo o la espachurraba aplástándola con el índice. Finalmente, elaboraba desganadamente una bolilla con su cuerpecillo, lanzaba el cadáver como quien tira una colilla, bebía un traguito de ron y retomaba la tormentosa historia de la familia Loftis.

Así era yo con los formícidos, como cualquier humano, hasta que un buen día, durante mi semana Styron, dejó de sonar la música con la que acompañaba la lectura y me levanté un momento a cambiar el CD. Al hacerlo, dejé el libro abierto sobre la hierba y cuando de nuevo volví a él vi que sobre las páginas en la que Mr. Milton observa cómo su hija Peyton se deshace de la ropa y queda ante él desnuda -hermosa y provocativamante desnuda- cruzaba de una página a otra, en diagonal, perfectamente ordenadas, en una fila trazada tan recta y rigurosa como la moral que destruye a los Loftis, decenas de gruesas hormigas negras. Los bichos entraban ordenadamente por el extremo inferior izquierdo de la página par y dejaban el libro por el vértice superior derecho de la página impar, que era la puerta de salida hacia la hierba del jardín. Mi primera intención fue la de coger el libro y sacudirlo enérgicamente para que las hormigas cayesen. También pensé en deshacerme de ellas barriéndolas con el revés de la mano, o soplar con todas mis fuerzas y provocar sobre la escena por la que desfilaban un autèntico huracán. Pero no hice nada de las tres cosas. Me quedé allí, junto a la novela, a la sombra del algarrobo, bebiendo plácidamente ron cubano, escuchando el gorjeo de las golodrinas del atardecer y compartiendo una par de hermosas páginas de buena literatura con las primeras hormigas lectoras de la Historia.

No se lo quería explicar a nadie. Le verdad es que mi intención era mantener en secreto el suceso que acabo de relatar, si no fuese por lo que aconteció horas más tarde: Cenaba bajo el porche y al terminar le daba vueltas con la boca a un palillo y también al destino final de las hormigas. Hacia dónde irían cuando dejaban de caminar sobre el libro y se internaban en los subterráneos del jardín. Me imaginaba que entraban en el hormiguero y que letra a letra construían de nuevo toda la escena que creó Styron, y que en unos días llegaría el otoño, con lluvias, y el invierno con los fríos, y el hormiguero se destruiría, con sus hormigas dentro, con la desnudez de Peyton y el soslayo incestuoso de Mr. Loftis. Y cuando mis elucubraciones llegaban ya al paroxismo -casi al ridículo- la vecina de al lado le gritaba a su marido que estaba harta y que no le aguantaba más y que o espabilas o aquí te vas a quedar, tú con tus manías. Me levanté y volví a mi novela, justo por la misma página en donde caminaron mis hormigas, y no paré de leer hasta el final. Esa noche, cálida madrugada del mes agosto, me acosté triste.

Vuelvo mañana

martes, 31 de agosto de 2010

La memoria del reloj de arena (Homenaje a Paul Lafargue)


He dejado atrás olas que no he pisado, tierra sin hollar, aire sin ver, noches en vela… y aunque nos empeñamos en afirmar que habrá un nuevo tiempo para la holganza, los sentidos y las promesas imposibles, sabemos con certeza que no habrá una segunda oportunidad para hacer realidad cualquier nimiedad a la que renunciamos. Así es que ahora toca sobrevivir horas ajenas que irán construyendo un maldito puñado de meses eternos en donde nos aguardan la obediencia y el deber, que iremos soportando pacientemente gracias al recuerdo de la cálida pereza, de la memoria del sabor de la sal y del tacto suave de una mano cómplice al atardecer rojo de las golondrinas.

Vuelvo mañana.

La ilustración es un grabado de Felix Vallotton, pintor y grabador suizo que nació en Laussana 1865 y murió en París en 1925. Se titula "La pereza". Lo he encontrado buscando imágenes para estas cuatro letras. Más de este estupendo artista en:

miércoles, 25 de agosto de 2010

Crisis con limón


He perdido la voz. Ya hace días, semanas tal vez, que me siento más vivo que muerto. Quizá sea por eso por lo que mis palabras me suenan mortales, fugaces, y las leo como si tuviesen una fecha de caducidad impresa en el justo momento de teclear el punto y final del texto. Si me apuro, lo que voy a decir, de la manera que lo voy a decir, deja de tener interés, incluso para mi, en el instante inmediatamente anterior a teclear delante de la barrita intermintente de la pantalla la primera letra que precederá a las dos o tres parrafadas que sea capaz de redactar sobre temas y asuntos que no le interesan a nadie, y mucho menos a mi. No sé si es que no me oigo, o no sé si es que se me ha olvidado escuchar, o no sé si ya no sé hablar. La cosa es que (¡Ah!.Esta es la prueba: después de "no sé si ya no sé hablar" estaba cantado que iba a escribir "la cosa es que": previsible, manido, sin recursos, mortal de necesidad), la cosa es que por muchas horas que ande detras de mis frases, al final me aburren. O bien el mundo se ha vuelto mudo o bien ha apredendido a disimular. Y lo hace tan bien, que soy incapaz de cazar nada que llevarme a este espacio (me niego a escribir 'blog'). Claro, todo podría ser que el mundo mortal me esté insinuando sutilmente, o me esté gritando descaradamente, cantándome a ritmo de ranchera, aquella sentencia bíblica de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio, "y para que aprendas a no andar enredando, ahora mismo te dejo sordomudo. Cuando te cures de humildad" (que qué será una cura de humildad: debería decirse "de vanidad"), "pues en ese momento se dispondrá a tu vera una buena cuadrilla de frikis, tres políticos sin escrúpulos, la universidad, una par de obras maestras para que las parafrasees y te luzcas, el mar en invierno, cuatro conflictos sociales y sobre todo y ante todo, una Dolores como Dios manda, con su carácter, su pedazo de cuerpo, sus circunstancias maritales y su última palabra dada antes de estampar el último portazo para que después descerrajes el disparo que te llevará directo a la fama".

Ayer me pellizqué con una silla plegable y me dolió. Anteayer me pillé el pulgar del pie derecho con la puerta del jardín y grité de dolor. Esta noche veraniega, dulce, tibia, eterna noche de agosto, decidí, a la misma hora que todas las noches, prepararme un gin-tonic. Cogí del frigórifico un limón -amarillo y aromático limón con forma de amargo limón- y al cortar una rodaja deslicé el dedo índice de la mano izquierda delante del cuchillo, y me corté. He sangrado profusamente, escandalosamente. He sentido escozor intenso. He tapado el tajo con un pedazo de papel de cocina y el rojo de la sangre se ha expandido por toda la superficie en una mancha húmeda que desmintió en un par de segundos la capacidad absorvente de la celulosa. Como he visto que aquel trozo de papel es un cauterizador inútil, he corrido al baño con el dedo en alto, gimiendo, a saltitos, igual que pájaro bobo. Una vez allí he rociado la herida con agua oxigenada, me he secado el dedo y lo he rodeado con una Tirita. He salido del baño, me he sentado en el porche y mientras miraba el extremo de mi índice, resoplaba como si solamente existiese ese dolor en el mundo: mi dolor. Sin embargo, al poco he pensado que había que ser valiente, y que por un gin-tonic bien valía la pena un poco de riesgo. Así es que he dado unos pasos hasta la cocina, he cortado con sumo cuidado, minusválidamente, una nueva rodaja de limón (la otra estaba ensangrentada, tirada en toda su circunferencia criminal sobre el mármol blanco), y la he dispuesto dentro del vaso de cristal ancho y alargado junto a dos hermosos y fríos hielos. He precipitado generosamente la ginebra, después la tónica, he revuelto sin agitar con el mismo cuchillo con el había cortado el limón. A continuación he lamido la punta del acero dentado con la lengua y he vuelto a mi sillón del porche, a contemplar la noche en la calle, las farolas de luz amarilla y la ausencia de luna en el cielo oscuro. Después del cuarto trago, cuando ya casi no se distingue el sabor dulzón de la ginebra y todo en el paladar es quinina efervescente, me he puesto a pensar en la silla plegable, en la puerta, en el pellizco, en el vértice afilado del cuchillo, en mi voz, y en mí. Y poco a poco, haciendo balance, he ido percibiendo cómo me invadía la sensación de volver a la vida.

Vuelvo mañana