A Carmen, mi amor, por un regalo inolvidable
Tal y como acostumbra el otoño en Galicia, había llovido durante varios días. Al llegar a la bella Tui el plomo compacto del cielo parecía querer disgregarse en nubes todavía amenazadoras, aunque de vez en cuando se dejaban ver atisbos de azul político, promesas de claros poco consistentes lo suficientemente seductoras como para confiar en una tregua del orvallo.
Muy cerca del lugar donde aparcamos encontramos dos antiguos quioscos de prensa, probablemente construidos en los inicios del siglo pasado, muy bien conservados, ubicados en el centro de la hermosa Plaza de la Inmaculada. Nos llamaron la atención no tanto por su buena conservación sino porque en el interior de uno de ellos un señor manipulaba y ordenaba libros con cariño y atención.
El viejo quiosco acristalado estaba repleto de ellos, dispuestos cuidadosamente en estanterías. Ocupando una de sus ventanas, un letrero anuncia y explica al visitante que aquella es la “Casa dos libros orfos” de Tui, un espacio limpio, recoleto y sencillo, lleno de historias, de antiguas conversaciones y de memoria, donde ahora los libros siguen viviendo, encuentran un nuevo hogar y son adoptados por lectores que tienen la posibilidad de disfrutar de su lectura gratuitamente.
Nos pereció hermosa la iniciativa de renovar y reutilizar un espacio urbano histórico que antaño concitó durante décadas la reunión de los tudenses, breves tertulias espontáneas a costa de los titulares de los periódicos, o la algarabía de los niños que se acercaban a comprar cromos, el TBO, un cucurucho de pipas o un dulce palo de regaliz… todo reconvertido ahora en singular orfanato del siglo XXI que devuelve la vida y cobija todo tipo de libros.
No pude resistirme y me dirigí al señor interrumpiendo su trajín. Tras revelarnos su nombre, Ramón nos explicó que era un jubilado amante de la lectura; nos aseguró con media sonrisa y esa cachaza tan característica de los gallegos, que en realidad los libros le habían adoptado a él. Disfrutamos de unos minutos de charla, chafardeamos en las estanterías y nos despedimos del afable Ramón, convertido a sus años en entrañable padre adoptivo.
Mientras nos alejábamos del particular orfanato pensaba en la razón que hay sobre lo que nos dijo, porque en realidad los libros son algo más que objetos culturales reveladores de conocimiento, de entretenimiento, o de arte: los libros, al abrirlos, nos acogen, de modo que al dejar atrás a los que quedaron al cuidado de Ramón nosotros nos convertíamos en pobres desamparados.
Continuamos el paseo amenazados en todo momento por la promesa incierta de un cielo claro. En cualquier momento podría volver a llover, motivo por el cual la plaza de San Fernando se encontraba desierta. Apenas unos pocos gorriones mojando sus plumas en los charcos.
La soledad fue nuestra aliada porque nos permitió escuchar muy nítidamente las gotas de agua caer desde el tejado del pórtico almenado que precede a la puerta principal de la Catedral de Santa María, y que golpeaban inmisericordes la piedra añeja y sufrida del último escalón de la escalinata, que miles de peregrinos portugueses han pisado a lo largo de los siglos para conseguir el sello catedralicio, continuar camino a Santiago y ganar en dos o tres jornadas más el jubileo ambicionado, redentor de culpas, for ever, in omne tempus, perpetuum, y de toda maldad perpetrada ayer, hoy y en lo porvenir. Lo que se dice actualmente, una idea ganadora.
En aquel espacio y aquellas circunstancias, solos, bajo el arco gótico del templete, mientras escuchábamos únicamente el agua de siglos martillear obstinadamente la piedra torturada que pisan los pecadores, súbitamente me sentí poderoso y creí adquirir como por voluntad del mismísimo diablo la facultad de detener el tiempo, y entonces ya sólo existíamos los dos sobre el orbe, invulnerables al paso de las horas, en compañía de los sillares grises, los santos y reyes del pórtico esculpidos y los restos de la lluvia atlántica que desde la cubierta del templete se precipitaba a la Tierra percutiendo como un eco místico, gota tras gota, igual que la reverberación remota de un ensalmo gregoriano mil veces entonado, un ruego de eternidad, aun a costa de pagarla con el infierno.
Según miramos de frente el pórtico de la Catedral de Tui, a la izquierda de la fachada principal y siguiendo la calle de Sánchez Freire se encuentra el edificio del Concello de la ciudad, ubicado en un antiguo hospital para pobres y peregrinos levantado en el siglo XVIII. La calle confluye con la del Obispo Castañón, de la que nace todo el entramado urbano de la antigua y poblada judería, aunque prácticamente no se conserva nada.
Apenas podemos llegar a intuir el eco sefardí en el abigarramiento laberíntico de calles. La última casa originalmente judía que mantiene elementos arquitectónicos originales es la llamada vivienda de Salomón, sita en el primer tramo de la calle. Data del siglo XV. Hace año y medio se puso a la venta por 148.000 €. Así de prosaica y de chusca es la cosa.
Bajamos, bajamos y bajamos en dirección al Minho salvando el gran desnivel que existe entre el núcleo del casco urbano y la riera más genuinamente gallega gracias a tres largos tramos de escaleras, pensando si valía la pena lo que íbamos a ver al final del trayecto, porque de vuelta habríamos de desandar el camino remontando una empinada cuesta que ahora era un sencillo descenso.
Pero al llegar a la confluencia con la rua do Pracer nos dejamos llevar de nuevo por lo más gratificante del paseo, por la expectativa de hallar la recompensa, como si al nombrar la calle una resonancia antigua, tan resabiada y hábil como el oficio más viejo nos sugiriese el goce del presente y la despreocupación por el futuro. ¡Carpe diem!¡Chaiim tovim!
Llegados al cruce con la rua d’Abaixo, tras unos veinte minutos de paseo descendente, ya atisbábamos aromas fluviales y percibíamos el sonido de un suspiro de corriente con vocación frustrada de fragor que se queda en caricia. Aun así, desde ese punto todavía no veíamos más que el fragmento de cielo encajado entre la estrechez de los tejados, afortunadamente en proceso de cuartear la grisura densa y apretada que nos intimidaba al inicio del día.
No estoy seguro de querer y de poder contar lo que sigue a continuación. Quizás ambas cosas al mismo tiempo. No sé si quiero porque en términos rabiosamente contemporáneos temo ser juzgado sumariamente por hacerle spoiler al futuro viajero que visite Tui, aunque, son tantos miles al año, durante siglos, que de no hacerlo sería un estúpido.
La reserva es mayor en cuanto a mi capacidad para narrarlo, porque hay momentos y lugares cuya presencia y existencia es tan apabullante que se resisten a ser evocados o plasmados en cualquiera de las maneras que los humanos nos las hemos ingeniado para capturar y expresar todos los matices, la sutileza, la exuberancia, o la grandeza de la naturaleza en el tiempo.
Los últimos cien metros de la calle Obispo Castañón culebrean a derecha e izquierda, formando tres recodos escalonados que impiden vislumbrar el desenlace del camino. Así, al finalizar la calle el caminante se topa repentina e inesperadamente con el cielo que cubre la colina de Valença do Minho, la población portuguesa que nos mira desde la otra orilla del río, y un mirador dispuesto estratégicamente desde el cual el viajero que se asoma se arriesga a contraer el síndrome de Stendhal.
Caminamos pausadamente unos pocos metros hasta apostarnos sobre el vallado del mirador, en escrupuloso silencio, por miedo a perturbar con nuestros pasos aquel encantamiento. Mi amor y yo, solos, de la mano, ante el Minho, bajo un cielo que definitivamente excomulgaba las nubes, diluyéndose muy lentamente, mudando su carácter tormentoso en gran variedad de formas caprichosas, de una densidad circular blanca, refulgente, o algo rasgadas, casi románticas, en toda su gama de grises. Una coreografía atmosférica sugestiva, magnética, que se desarrollaba ostentosa y sublime sobre un azul radiante de luminosidad imposible.
Bajo el cielo se nos mostraba el Minho sereno, manso, apacible, brillante como la patena de la Catedral, de una superficie tan estática que la extraordinaria nitidez de sus reflejos convertía en tarea imposible delimitar dónde habitaban en realidad las nubes, si viajaban como globos suspendidas en el aire o flotaban ligeras como balsas de papel. Los únicos elementos naturales capaces de romper la ilusión fraguada entre el cielo y el río eran la vegetación otoñal de las dos orillas y el color bermellón de sus aguas que, según los sabios, es origen del nombre que le bautiza.
La soledad del lugar y la belleza singular del paisaje invitaban a la contemplación silenciosa y a ensoñarnos como parte natural de aquel todo. Perdimos el sentido del tiempo hipnotizados ante semejante espectáculo, como víctimas de un arrebato místico. En esos instantes de quietud, pensé que me gustaría dejar este mundo igual que el Minho, porque tras haber completado la mayor parte de su singladura a través de la tierra, antes de expirar en la inmensidad del Atlántico, se despide dejando tras su paso un recuerdo de bondad, la muestra de su afable y eterna amistad.
Miré a mi amor y le dije sin decírselo que la del Minho es una buena manera de morir y de seguir viviendo, algo parecido al último destino de los libros del orfanato que cuida con cariño el entrañable Ramón, padre adoptivo de tantas y tantas vidas.
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